El superávit externo alemán y la política
Image: REUTERS/Kai Pfaffenbach
El debate sobre los desequilibrios macroeconómicos globales está cada vez más centrado en el superávit de cuenta corriente y la política económica de Alemania. Pese a la vitalidad del motor económico alemán y al papel que cumple en impulsar el crecimiento y mantener la estabilidad en la eurozona, se oyen cada vez más críticas al enorme superávit externo del país. Como expresó hace poco The Economist, Alemania “ahorra demasiado y gasta demasiado poco”, y eso la convierte en una “extraña defensora del libre comercio”.
Las críticas actuales, que en opinión de un observador generaron un “clima incómodo” en la cumbre del G20 celebrada este mes en Hamburgo, se centran en dos afirmaciones. En primer lugar, que Alemania se perjudica a sí misma al exportar demasiado e invertir demasiado poco fronteras adentro. En segundo lugar, que Alemania escatima demanda al resto del mundo, en particular a Estados Unidos. Según esta visión, si Alemania contribuyera más al gasto global, la recuperación económica de la crisis financiera de 2008 hubiera sido más sólida.
Pero la verdad es que no hay razones económicas concluyentes para un cambio de rumbo en Alemania. Cualesquiera razones que haya son ante todo políticas.
La primera crítica (que el gasto interno alemán no está a la par de sus necesidades de inversión) es un mito. Como prueba de que la frugalidad ha dominado a la razón se presentan revelaciones sobre edificios mal construidos y puentes tambaleantes. Pero las cifras cuentan otra historia. Por ejemplo, entre 2001 y 2005 el promedio del superávit de cuenta corriente de Alemania fue un 2,4% del PIB, y el promedio de inversión interna fue apenas inferior al 20% del PIB. En el quinquenio terminado en 2016, el superávit trepó al 7,3% del PIB, pero la inversión se mantuvo constante en 20%. (En los noventa el gasto interno alemán fue considerablemente superior, pero eso se debió en gran medida a la reunificación alemana, y no era sostenible.)
El aumento del superávit se debe a una sola razón: la prudencia. El envejecimiento poblacional y la reducción de la fuerza laboral enfrentan a Alemania a la posibilidad de una crisis fiscal. El país necesita prepararse para la previsión de que los aportes al sistema jubilatorio disminuyan y aumenten los costos sanitarios. A principios de este siglo, el déficit del sector público alemán era un 3% del PIB, pero hoy se transformó en un pequeño superávit; se trata de una reacción perfectamente razonable, lo mismo que el aumento del ahorro privado destinado a la jubilación. En este momento, tiene más sentido invertir en el extranjero el excedente de ahorro, porque el envejecimiento poblacional en Alemania limita el potencial de inversiones útiles en el país, y otros mercados están creciendo más rápido.
El segundo argumento de los críticos (que Alemania escatima compras al mundo) es más complicado. Es indudable que Alemania podría ayudar a las economías de la eurozona en dificultades comprándoles más bienes y servicios. Pero aumentar las importaciones y reducir el superávit también generaría un alza de tipos de interés, algo perjudicial para los países muy endeudados.
En política fiscal, lo mismo que en seguridad nacional, es perfectamente normal que un país anteponga sus intereses a los ajenos. Pero aun así, la presión global puede hacer cambiar de parecer a la canciller alemana, Angela Merkel, por al menos tres razones, todas ellas de naturaleza política, no económica.
En primer lugar, Alemania tiene un fuerte interés en la cooperación internacional, en muchas áreas, que van de la inmigración a la seguridad energética, y puede facilitarla haciendo concesiones en política macroeconómica. Para Merkel, una estrategia de poner a “Alemania primero”, similar al “Estados Unidos primero” del presidente Donald Trump, sería contraproducente.
En segundo lugar, los deudores no suelen ver con simpatía a sus acreedores. Las deudas que otros países tienen con Alemania pueden llevar a conflictos políticos, porque los deudores tienen incentivos para el impago.
En tercer lugar, el procedimiento relativo a desequilibrios macroeconómicos de la Unión Europea, que se instituyó para evitar políticas económicas desestabilizantes por parte de los estados miembros, exige ajustes a los países con un superávit de cuenta corriente superior al 6% del PIB. Mal puede Alemania esperar que otros países cumplan las reglas de la UE si ella misma las ignora.
Que Merkel decida actuar está por verse, pero si lo hace, tiene abundantes opciones a su disposición. Por ejemplo, tratar de estimular el consumo interno por medio de un aumento más rápido de los salarios. Pero en Alemania el gobierno no fija escalas de remuneración, salvo el salario mínimo; y si bien aumentar este último mejoraría los ingresos de los trabajadores con empleo, también puede aumentar el desempleo y disminuir por consiguiente el consumo agregado.
Otra opción sería aumentar el gasto público en defensa, mediante la compra de suministros y la construcción de infraestructuras; pero lo primero es un proceso a largo plazo, y lo segundo es difícil en momentos en que la industria de la construcción opera a plena capacidad. Tal vez sería más fácil estimular la inversión de las empresas, por ejemplo mediante una amortización más rápida, créditos fiscales que promuevan la investigación y desarrollo, y normas más generosas de compensación de pérdidas. De hecho, impulsar la inversión privada local por medio de una reforma del impuesto de sociedades parece la mejor opción.
Pero en cuanto a resolver los desequilibrios macroeconómicos globales, estas medidas no conformarán a los críticos. Alemania representa el 4,4% del PIB global, de modo que una reducción de su superávit externo, incluso hasta 2,5 puntos porcentuales desde el nivel actual del 8,5% del PIB, apenas incidiría en la economía global. Un aumento de la demanda equivalente al 2,5% del PIB alemán sólo aumentaría la demanda global un 0,1%. El mundo perdería un chivo expiatorio para sus dificultades económicas y el resto seguiría igual.
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