El internet de las cosas que no te pertenecen

David G. Ortiz

Ni los coches vuelan ni los robots nos hacen la colada. Ni vivimos en colonias espaciales ni tan siquiera podemos viajar a otros planetas. No estamos rodeados de hologramas, no podemos ir de vacaciones al fondo del océano ni congelar nuestros cuerpos para que generaciones venideras nos rescaten de una muerte segura. Pero tenemos paraguas inteligentes que nos mandan notificaciones al móvil cuando va a llover y hueveras que avisan cuando nos estamos quedando sin el ingrediente clave para hacer tortillas.

Lo que antaño llamaban futuro y hoy llamamos presente no es como nos lo pintaban. Lo más que puedes enseñar a las visitas para dártelas de adelantado a tu tiempo son esas bombillas que se encienden desde el móvil, la cafetera que prepara el café cuando suena el despertador o uno de esos altavoces inteligentes que le dicen al gigante de internet de turno («ok, Google»; «oye, Siri»; «hola, Cortana»; «¡Alexa!») lo que estás haciendo a cada instante.

Y lo peor es que tu querido cuñado, si sabe medio bien de lo que habla, te soltará delante de toda la familia que ese montón de cacharritos que tanto te han costado y de los que tanto presumes no son verdaderamente tuyos. Y estará en lo cierto. Sí, por una vez tendrás que darle la razón a ese cuñado listillo que no se pierde una cuando se trata de atizar a la tecnología.

Eso que nos venden como «internet de las cosas» (suena mucho mejor que red global de espionaje doméstico) va a poner patas arriba la idea que tenemos de la propiedad, de lo que significa ser el dueño de algo. Sucederá igual que con los libros que tienes en el Kindle, las películas que ves en Netflix o las canciones de tus listas de Spotify: pagarás una suscripción por la licencia, pero no será tuyo ni para prestarlo, ni para repararlo, ni para modificarlo, darle un nuevo uso o revenderlo.

Cuando las empresas, emergentes o multinacionales (igual da, todas terminan bajo el mismo techo), le colocan un circuito a la nevera, la olla presión, la taza del váter, el colchón o el sacacorchos, lo que buscan es meter estos objetos cotidianos en el mismo saco que el smartphone que llevas en tu bolsillo. Tu cuñado está en lo cierto: la empresa que te ha vendido las bombillas podría cerrar mañana mismo y dejarte a oscuras, dejar de dar soporte a la app que necesitas para encenderlas u obligarte a comprar el próximo modelo de casquillo dejando tu anticuada versión sin actualizaciones.

Seguro que recuerdas lo que sucedió cuando la más global de las telecos españolas compró Tuenti, aquella red social donde tenías tus fotos y conversaciones privadas del instituto o tal vez de la carrera. Telefónica dejó irreconocible la herramienta y decidió emplear la vieja app, y sobre todo su base de usuarios, para intentar vender líneas de móvil. Por suerte nos dejó descargar esos recuerdos preciosos antes de borrarlos para siempre.

Sustituye red social por lavadora y Telefónica por la multinacional que más rabia te dé. ¿Entiendes ahora a tu cuñado? ¿No? Pues deja que te cuente lo que ya padecen más de dos millones de personas en Estados Unidos. Allí, cuando un cliente humilde pide un préstamo para comprar un coche que el banco considera arriesgado, al vehículo le instalan un dispositivo que permite inutilizarlo a distancia. Si te retrasas con el pago de una mensualidad, no arranca. Lo has comprado, pero no es tuyo: un total desconocido tiene el auténtico control a través de su móvil.

La próxima vez que tengas visita, no presumas. Es probable que las luces no se enciendan porque el servidor vuelve a fallar (dichosa nube…) o que se mueran de frío porque la actualización del termostato no hay forma de que se descargue. O que a Alexa tu inglés de Opening le suene a chino, como aquella vez que fuiste con tu hermana y su marido a Mallorca y tu cuñado demostró que en idiomas, como en tecnología, te da un repaso.

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