Una sociedad post-socialdemócrata
Image: REUTERS/Lionel Bonaventure
Luis Sanzo
Responsable del área estadística del Departamento de Empleo y Políticas Sociales, Gobierno VascoLos cambios que se observan en la configuración de los sistemas políticos en Europa suelen interpretarse en términos de avance de un populismo de raíz xenófoba, antiliberal y antieuropea. Esta reconfiguración esconde sin embargo una realidad más compleja, caracterizada por una crisis general de los partidos políticos tradicionales. Esta crisis se inicia en la izquierda de origen comunista, pero se extiende al espacio socialdemócrata y a los grupos que, en el centro-derecha, habían protagonizado la alianza que dio lugar al Estado de Bienestar europeo. Como reflejan los siguientes gráficos, en el núcleo principal de lo que ha sido hasta ahora la Unión Europea (los países de la CEE original, España y Reino Unido), la pérdida de peso político y electoral de los partidos del sistema resulta más relevante que el revival nacional-derechista en el que se centra la mayoría de los analistas.
La percepción de ruptura afecta sobre todo a un bloque de izquierdas cuyo papel político central en Europa parece cada vez más en entredicho. Hasta el punto de que en algunos países estos procesos parecen anticipar un tipo de sociedad, post-socialdemócrata, en la que podrían dejar de tener relevancia las referencias clásicas de la izquierda socialista y comunista. Las recientes elecciones en los Países Bajos indican una dinámica de clara marginalización política que podría reproducirse en las presidenciales francesas.
Con la excepción de España, sin embargo, la quiebra del modelo político está teniendo un impacto mayor en algunos partidos del bloque de centro-derecha. El hecho de que la crisis parezca afectar más a la izquierda se debe a que, de nuevo con la excepción española, el punto de partida -a finales de los setenta o en los ochenta- ya era muy desfavorable para este bloque socio-político.
Diversos factores explican el papel cada vez más secundario de los partidos de la izquierda. El primero de ellos se relaciona con la pérdida de importancia de la acción estatal en la economía. La creciente liberalización de los mercados, con una política de privatizaciones que ha llevado a la casi total liquidación de la empresa y de la banca pública, ha limitado el papel de los estados en la producción de bienes y servicios. Prácticamente sólo los grandes servicios públicos, en particular en la sanidad o la educación, han quedado hasta ahora al margen del proceso privatizador.
La privatización de la economía no ha sido el único factor que ha reducido la capacidad de los estados para intervenir en la economía. En unos mercados cada vez más globalizados, con empresas supranacionales con poder creciente, la toma de decisiones económicas se sitúa cada vez más al margen de los estados nacionales (e incluso de la Unión Europea). Consolidado el principio de independencia de los bancos centrales respecto a las instituciones políticas, esto es particularmente evidente en la definición de la política monetaria.
La dinámica social también ha jugado en contra de los grupos de izquierda. Como consecuencia de sus propias políticas, el acceso al bienestar se ha extendido a una parte mayoritaria de la población, ampliando el volumen de personas satisfechas con sus condiciones de vida en las actuales sociedades de consumo. La mayor complejidad de la economía ha contribuido, por su parte, a una diversificación de las condiciones laborales de los colectivos asalariados. Las sociedades modernas se caracterizan por un significativo incremento del peso de una población altamente cualificada y bien remunerada que acompaña a otro sector igualmente relevante de población propietaria. La dualidad clásica entre proletariado y clase burguesa se ha hecho así más difusa.
El paso a una sociedad posindustrial, basada en los servicios, más fragmentada y con un sistema de empresas y establecimientos de menor tamaño que el que caracterizó a la industria, resulta igualmente determinante. En los países de la UE analizados, en 2010 se contabilizaban 11,5 millones menos de empleos industriales que en 1975, un 34,5% de los entonces existentes. Si en 1975 la industria daba trabajo a un 30,4% de la población ocupada, la proporción se había reducido al 13,8% en 2013.
Esta evolución ha tenido importantes consecuencias sobre las estructuras de poder en las que se sustentaba la izquierda europea. El menor peso de la clase obrera industrial ha contribuido a la pérdida de influencia de los sindicatos en la vida económica, con un retroceso paralelo en la preeminencia de valores que, como el comunitarismo o la solidaridad de clase, constituían la base cultural del movimiento obrero.
El fracaso de los países socialistas también ha debilitado culturalmente a la izquierda. La completa deslegitimación del comunismo ha facilitado la ilegalización de sus partidos herederos en muchos países del este de Europa, así como una injusta relativización del decisivo papel de la resistencia comunista en la caída del nazismo. La histórica dependencia de la URSS ha reducido además la capacidad de adaptación de los partidos comunistas, o de sus herederos políticos, a la nueva situación.
Con todo, ha sido la incapacidad de la izquierda socialdemócrata para hacer frente a la crisis financiera, reflejada tanto en un aumento del paro, la desigualdad y la pobreza como en un deterioro de los servicios públicos, la que explica la reciente caída electoral de sus partidos. La izquierda no parece tener respuestas claras para abordar la pérdida de expectativas que, en el contexto de la globalización, afecta a importantes sectores profesionales, grupos sociales y espacios territoriales.
Lo que podría no ser sino una fase coyuntural de inadaptación a situaciones cambiantes oculta, por tanto, problemas de fondo que podrían llevar a la izquierda a una posición marginal. Ésta no sólo se enfrenta a cambios estructurales que reducen su base de apoyo político potencial, también a corrientes de pensamiento que están en auge en Europa.
Resalta, en este contexto, la mayor capacidad de adaptación al cambio de los partidos liberales, en contraste con unos partidos de inspiración cristiana que sufren el desapego religioso de una parte creciente de la sociedad. Destaca también, en el nuevo proceso político, la centralidad recuperada por algunas alternativas nacionalistas. Evidente en el avance de partidos xenófobos y antieuropeos como el UKIP británico o el PVV neerlandés, el nuevo vigor del nacionalismo también es reflejo de procesos clásicos de autodeterminación en los que se fundamentan las victorias del SNP escocés o de los partidos flamencos. Además de movimientos más indefinidos, como el M5S italiano, surgen igualmente grupos que tratan de resituar el discurso progresista. Es el caso de organizaciones que, como Podemos en España, pretenden ofrecer una alternativa a los partidos tradicionales de la izquierda o de las que plantean un modelo de sociedad en torno a presupuestos distintos a los de esos partidos. En este punto, el repunte ecologista en los Países Bajos o en Bélgica resulta sin duda significativo.
Como los grupos poscomunistas que se resisten a desaparecer, los partidos socialdemócratas no están siendo capaces de dar respuesta al doble reto que supone la pérdida de las bases sociopolíticas en las que se apoyaban y la falta de instrumentos para afrontar los retos de la globalización. En el terreno ideológico, tratan de reinventarse acudiendo a otros paradigmas progresistas, en el ámbito del feminismo, el ecologismo o los derechos individuales. Un intento abocado al fracaso si lo que se pretende es resituarse en un terreno dominado por esos paradigmas alternativos, renunciando a la primacía de una política cuyo sentido histórico no ha desaparecido (como nos recuerda la dinámica del desempleo, la pobreza y la desigualdad). En cierta forma, la profundidad de la crisis política de los partidos de la izquierda europea no se manifiesta tanto en la pérdida de poder político y electoral como en sus interminables vaivenes ideológico-programáticos.
La dinámica electoral reciente pone de manifiesto que la izquierda tradicional corre el peligro de dejar de aportar a una sociedad en la que las ideas de un nacionalismo no siempre reaccionario, del liberalismo y de los nuevos movimientos progresistas, centrados en el ecologismo o en una visión abierta y cosmopolita de la sociedad globalizada, acaben por imponerse como referentes dominantes. Lo que no sería equivalente de forma automática a oscurantismo o barbarie. La sociedad post-socialdemócrata no sería tanto una sociedad de la que habrían desaparecido las fuerzas del progreso sino una en la que las propuestas y valores tradicionales de la izquierda habrían dejado de constituir un referente decisivo. En esta sociedad, podrían subsistir algunos partidos socialistas o comunistas pero, como sucede en Estados Unidos, no serían determinantes ni necesarios para la reformulación del pacto social.
En tal caso, el final de estos partidos sería la marginalidad política, en beneficio de los más adaptados a las dinámicas estructurales de un mundo cuyas élites apuestan por los nuevos derechos individuales, la regulación a través del mercado y modelos de desarrollo sostenible frente a los derechos de dimensión más social, la regulación pública de la economía y la garantía de las necesidades económicas y de integración de las personas.
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