Desinformación: ¿culpa del algoritmo o culpa del lector?
«No hay quien quiera a un mensajero que trae malas noticias», le dice el guardián al rey en Antígona, de Sófocles. En la historia, una de las más recordadas de la Antigua Grecia, es un mensajero el que comunica a la reina que su hijo ha fallecido; más tarde el mismo mensajero informará al monarca de que su mujer se ha suicidado al conocer la noticia, provocando primero su ira y luego su pena.
Desde hace décadas ya no son los mensajeros ni los heraldos los que transmiten la información, sino los medios de comunicación. Y, junto a ellos en esa labor de configurar nuestra visión del mundo, nuestro entorno inmediato —familia, amigos, vecinos y gente a la que conferimos credibilidad—. A la ecuación actual habría que añadir ese entorno virtual pero igualmente influyente que son las redes sociales y sus usuarios como extensión del mundo real.
En el drama de Sófocles el mensajero nunca mata, pero sí provoca la muerte al cumplir su cometido de informar. En la sociedad actual sí culpamos a medios y redes sociales de matar a la verdad, casi siempre adivinando intereses que responden a intereses económicos o ideológicos. Ahora bien, ¿hay que matar al mensajero porque altera el mensaje que nos llega?
Empecemos por el principio: los medios no cuentan la verdad. No es que mientan, sino que sencillamente no cuentan las cosas tal y como suceden. Primero y principal, porque seleccionan una parte de la realidad, y solo informan sobre esa parte y —por desgracia— parece que lo que no sale en los medios no existe. Ejemplo práctico, seguro que recuerdas quién es Joseph Kony aunque ya ha pasado de moda hablar de él (justo ahora que han dejado de buscarle), pero no tienes ni idea de quién era Thomas Sankara.
¿Es culpa de los medios porque no informan de todo? No hay recursos para hacer tal cosa. Sin embargo, el efecto es que la realidad se simplifica, se centra el foco en lo novedoso y sorprendente antes de en lo común y lo normal, y eso hace que las noticias acaben siendo un compendio de rarezas. Más bien podría achacarse a la falta de interés por encontrar información fuera de los medios más comunes, porque aunque la prensa que leas no informe sobre Uganda, tienes a tu acceso medios que sí lo hacen. Ahora bien, ¿los lees?
Lo que sí se puede achacar a los medios es el segundo gran problema: que esaselección de información se hace de acuerdo a unos intereses, sobre todo económicos y políticos. Y eso se produce porque los medios son un entramado industrial, un tipo de empresa, y como tal compiten en un mercado, se regulan por oferta y demanda, tienen activos e intereses y tienen que luchar por una audiencia —y eso provoca lo que provoca—.
Si ciertos contenidos te interesan y otros no, el medio acabará volcándose en los primeros y olvidarán los segundos, porque se vive de tu atención. Bueno, en realidad se vive del dinero que otras empresas pagan a cambio de tu atención, anunciando sus productos y servicios. Los medios al final son un intermediario publicitario que pone contenido en medio del proceso, pero nos enfadamos cuando ese contenido no es completo, justo y equilibrado. Todo ello, claro, sin querer pagar por ello, lo cual, a su vez, agrava la dependencia.
Hay una evolución de ese problema: cuando directamente se crea contenido por el que alguien ha pagado. Esa sería una de las grandes amenazas al sistema de información digital que recogía Quarz de boca de Tim Berners-Lee, uno de los padres de internet: ¿cómo creer la información cuando se cubre y promociona aquello por lo que han pagado para que se cubra y promocione? El dinero, al final, igual que la ideología, modifica la selección de los medios, y por eso sí sería legítimo preocuparse.
Ahora bien, ¿qué sucede cuando la selección la hacemos nosotros? Porque somos los lectores los que elegimos nuestras fuentes y, dentro de ellas, qué creer y qué obviar. La mejor manera de tener una información más equilibrada en lo ideológico parece ser el leer medios de ideologías variadas, pero eso tampoco se suele hacer.
Apliquemos eso, por ejemplo, a las redes sociales. Los medios tienen el grave problema de que, a pesar de ser intermediarios entre la realidad y los lectores, han perdido posiciones en el esquema comunicativo y ahora son otros los que hacen de intermediarios entre ellos mismos y los lectores. Dicho de otra forma: la gente no llega a la información directamente, sino a través de buscadores o redes sociales en la gran mayoría de casos. Así las cosas, quien controla esas plataformas de distribución controla el acceso de la audiencia (y por tanto el dinero, y por tanto el periodismo). ¿Quién controla esa distribución? Los algoritmos. Google decide qué responder a tus preguntas en función de una compleja formulación automática —porque no, Google ni siquiera busca entre todo lo que hay—.
Lo mismo sucede en la mayoría de redes sociales que muestran contenido no cronológico: ¿nunca te ha pasado que siempre ves actualizaciones de la misma gente en Facebook —y por tanto hay gente a la que nunca ves—, o que ves arriba del todo fotos de Instagram que se publicaron días atrás? La única gran excepción es —de momento— Twitter, que sigue siendo fundamentalmente cronológica… aunque tiene un problema que sus competidoras no, y es que muchos de sus perfiles son falsos o anónimos, lo que diluye la credibilidad de muchas informaciones.
La razón por la que se decidió hacer que las redes sociales no fueran cronológicas responde a lo que en periodismo se conoce como ‘editorialización’: el algoritmo prima contenido de contactos a los que ves con frecuencia —o compartes cosas con ellos— o aquellos que tienen muchas interacciones. Hay muchas más variables (vídeo sobre texto, imagen sobre enlaces…), pero la idea general es que se visibiliza y destaca contenido que se supone que te interesa, aunque eso implique sepultar otras cosas. Exactamente como hacen los medios.
Y no es la única similitud con el procedimiento de los medios: tanto en redes sociales como en buscadores también interviene la interferencia económica en la selección. Así, puedes pagar para que un contenido sea visible o esté destacado —por ejemplo, para que tus resultados aparezcan primeros en los resultados de búsquedas o para que tus páginas se cuelen en el timeline de cualquier usuario afín, alterando ese flujo de información procedente de tu entorno—.
Al menos redes sociales, buscadores y medios también comparten algo bueno: se sabe quién está detrás de la selección de información y, en términos generales, por qué hacen esa selección. Antes la hacían empresas de medios, ahora empresas tecnológicas: ¿es mejor lo primero que lo segundo? En un momento en el que los periodistas han perdido la primacía —y a veces la autoridad— para informar, para muchos no.
Hasta aquí la parte de los mensajeros, ahora viene la los problemas: cunde la sensación de desinformación a pesar de la sobreinformación. Nunca tuvimos tantas fuentes accesibles, pero nunca estuvimos peor informados, y los contenidos interesados, los bulos y las noticias falsas cunden por doquier. Y ahí es cuando intentamos matar al mensajero.
¿Es culpa del sesgo ideológico y económico de los medios? ¿Es por la forma en que se configuran los algoritmos? En parte sí, claro. Pero también hay una responsabilidad pocas veces tratada, y es la del lector. Si se entiende que ni el periodismo ni la tecnología son infalibles, ¿por qué atribuirles toda la responsabilidad?
Un ejemplo práctico: si el (frutero, panadero, pescadero) de tu barrio comparte contigo un análisis económico sobre cómo habría que arreglar la economía del país, ¿le confieres autoridad? Quizá sea un experto en economía capaz de aconsejar al ministerio, pero lo más probable es que sea como la mayoría de nosotros: grandes opinadores de lo que no sabemos. Evidentemente los medios no son el (frutero, panadero, pescadero) de tu barrio, pero… si eres capaz de levantar un escudo de escepticismo ante determinadas fuentes, ¿por qué no uno de duda razonable ante otras?
El problema es que nosotros, lectores, también aplicamos un sesgo ideológico:leemos medios que comulgan con nuestras ideas, y nos creamos una burbuja irreal en redes siguiendo a gente que piensa como nosotros. Y eso no es un peligro para la democracia, como algunos apuntan, sino un problema de criterio: si una noticia o publicación es crítica con quienes no nos gustan somos tendentes a compartirla sin pensar en si puede ser cierta, y así es como se expanden los rumores.
Porque, igual que sucede con los medios y su contenido, también es fácil saber tu ideología según lo que hayas compartido. Por ejemplo, sobre Venezuela: ¿compartiste la suspensión de funciones de la Asamblea Nacional y también la explicación de por qué se aplicó la medida recogida en la Constitución? ¿Has compartido información sobre las víctimas de la represión de las protestas y también que un opositor ha asesinado a una mujer en una protesta? Con solo una parte, cualquiera de esas historias está incompleta.
Culpamos al sesgo de los medios, pero no a nuestra predisposición a seguir más un lado de la historia. Culpamos al algoritmo de las redes sociales de primar contenidos dudosos, pero no nos preguntamos si deberíamos aproximarnos a según qué fuentes con escepticismo. Medios y tecnológicas tienen responsabilidad precisamente por cuál es su función, pero una ciudadanía con mayor interés en informarse y menor ahínco en reforzar sus ideas actuaría de una forma más crítica y dudaría más.
Los dramas griegos como Antígona se tomaban como el origen de la idea de matar al mensajero con cierta literalidad, aunque es una idea que se ha repetido en las expresiones culturales hasta nuestros días. El último ejemplo, la adaptación al cine de Matar al mensajero, una historia sobre la caída en desgracia de un periodista que revela secretos de Estado, aunque en este caso el mensajero sí tiene una participación directa en el devenir de la historia.
Fuera de los dramas y de las pantallas, los medios, buscadores y redes siguen siendo los mensajeros a los que se quiere matar. Pero quizá, más allá de los muchos peros que se les pueden poner, habría que mirar más hacia el lector y no solo hacia el mensajero. Al fin de cuentas, es un negocio con sus limitaciones y carencias, no un ideal inmaculado que no necesita venderse para sobrevivir porque así lo dictan el mercado y sus lectores.
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