Geo-economía y Política

Las trampas del liderazgo populista: líderes fuertes, pero miopes

U.S. President-elect Donald Trump speaks to members of the news media in the main lobby at Trump Tower in Manhattan, New York City, U.S., December 6, 2016. REUTERS/Brendan McDermid - RTSUY6T

Image: REUTERS/Brendan McDermid

Sergei Guriev
Professor of Economics, Sciences Po Paris; CEPR Research Fellow

El año 2016 mostró que la durabilidad de la democracia liberal ya no puede darse por sentada, ni siquiera en Occidente. De hecho, el análisis que hace el politólogo Yascha Mounk (de la Universidad de Harvard) de los datos de la Encuesta Mundial de Valores muestra que en muchos países occidentales, la confianza de la opinión pública en la democracia viene cayendo desde hace bastante tiempo.

¿Cómo se explica esta tendencia? Los cimbronazos políticos de 2016 hacen pensar que muchas personas están frustradas por la inacción de las democracias y creen que no se están abordando con la decisión necesaria cuestiones como el estancamiento salarial, el desempleo, la desigualdad, la inmigración y el terrorismo. Los sistemas políticos de los países democráticos parecen sumidos en un estado de sopor permanente, lo que impulsa a los votantes a apoyar a líderes fuertes, que prometen terminar con la parálisis política y barrer toda resistencia burocrática a la implementación de nuevas políticas audaces.

Estos líderes (que aseguran ser los únicos capaces de resolver los problemas de sus países) suelen proceder del mundo corporativo. Mucha gente considera que un ejecutivo exitoso es alguien capaz de cumplir objetivos bien definidos, de modo que un hombre de negocios podrá resolver problemas sociales que eludirán a un político.

Pero este modo de pensar es engañoso, porque el liderazgo político es fundamentalmente diferente del liderazgo corporativo. En la jerga de los economistas, es la diferencia entre el análisis de equilibrio general y el de equilibrio parcial. Los líderes corporativos son responsables ante sus accionistas y no necesitan preocuparse demasiado por lo que le suceda al resto de la sociedad. Si para maximizar ganancias hay que reducir costos y personal, el líder corporativo puede eliminar puestos de trabajo y pagar indemnizaciones a los trabajadores redundantes. Después de eso, que de su situación se encargue otro (es decir, el Estado).

Los líderes políticos, en cambio, están sujetos al principio de “una persona, un voto”, y tienen la responsabilidad de cuidar a ricos y pobres, a empleados y desempleados, por igual. Los políticos tienen que asegurar nuevas oportunidades a los trabajadores desempleados, so pena de perder sus votos.

No quiere decir que el trabajo de un ejecutivo sea más fácil; pero sin duda es mucho más definido. Aquellos líderes que encaran una tarea política con mentalidad corporativa tenderán a pensar más en la eficiencia que en la inclusión. Pero si sus reformas desatienden o enemistan a demasiados votantes, no serán duraderas.

Como vimos en 2016, los países occidentales necesitan con urgencia hallar modos de compensar o ayudar a los perdedores de la economía global moderna. Es una dura lección que los países poscomunistas aprendieron en los noventa. Según el reciente informe “Transición para todos” del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, la inmensa mayoría de la población de esos países salió perjudicada en los primeros años de las reformas promercado.

Cabe destacar que muchos de los que apoyaban esas reformas también preferían “líderes fuertes”, con el argumento de que, puesto que las reformas eran impopulares, era necesario imponérselas a la población, ya que procesos excesivamente democráticos las frustrarían. Por desgracia, esta idea fue contraproducente. Algunos de esos líderes fuertes consiguieron implementar reformas en poco tiempo, pero sólo beneficiaron a una minoría de personas, y a la larga muchas se revirtieron.

Un ejemplo típico son las privatizaciones. Las empresas estatales son casi siempre ineficientes, y suelen acumular mano de obra. Así que cuando se las privatiza, su eficiencia aumenta, pero también descartan trabajadores. Desde un punto de vista de equilibrio parcial, en el nivel de la empresa, el cambio es positivo; pero si uno se detiene a pensar en el bienestar de los trabajadores despedidos y en las consecuencias sociales desde un punto de vista de equilibrio general, tal vez no lo sea.

Si en una privatización se despide a demasiados trabajadores sin darles compensación, puede perder legitimidad ante una mayoría de la ciudadanía, y eso debilitará el apoyo a la propiedad privada de empresas productivas. Es justamente lo que sucedió en varios países poscomunistas en los que ahora “privatización” es una mala palabra.

El daño causado por algunas reformas impopulares duró mucho más que las reformas mismas. En muchos países poscomunistas, el sufrimiento que provocaron creó las condiciones políticas para el ascenso de líderes populistas autoritarios, que en algunos casos, aprovecharon el proceso de anulación de las reformas para eliminar contrapesos institucionales a su poder y así dificultar la oposición a sus decisiones. Luego, una vez consolidado el poder, redistribuyeron la riqueza del país entre sus aliados. Como era de esperar, la desigualdad de ingresos en muchos de estos países es peor ahora que cuando abandonaron las privatizaciones y otras reformas.

Por eso las instituciones democráticas son tan importantes: permiten a los perjudicados por las reformas obtener compensación. Con el principio de “una persona, un voto”, los “perdedores” pesan lo mismo que los “ganadores”. Como las políticas realmente democráticas deben ser inclusivas, implementar reformas en una democracia demanda tiempo y esfuerzo, pero el arduo proceso de construir coaliciones reformistas amplias también garantiza la continuidad de esas políticas.

En el largo plazo, las reformas inclusivas perduran, las reformas rápidas y forzosas, no: la tortuga de la democracia le gana a la liebre de la dictadura benevolente.

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