La explosión populista en Europa y Estados Unidos
Image: REUTERS/Andrea Comas
The populist explosion de John B. Judis es un ensayo breve y clarificador sobre algunos aspectos del populismo. Cuando apareció en inglés (en octubre en Estados Unidos) se señaló su oportunidad. El asunto del libro conserva su importancia y la conservará los próximos meses, con elecciones en varios países europeos y la inquietante performance de Donald Trump en la Casa Blanca, pero los acontecimientos ya se han adelantado: con el resultado de las elecciones estadounidenses o de las elecciones presidenciales en Austria y del referéndum constitucional en Italia, por poner algunos ejemplos.
The Populist Explosion ofrece una mezcla de narración y análisis y resulta útil, entre otras cosas porque no recorre algunos de los caminos más transitados en español. Entre las mejores páginas del libro están las partes dedicadas a los orígenes del populismo en Estados Unidos.
Como muchos estudiosos, Judis señala las dificultades que supone definir el populismo. No se puede delimitar en los términos de derecha, izquierda o centro. No es una ideología, sino “una lógica política, una manera de pensar en la política”. Emplea la definición de Michael Kazin: “un lenguaje cuyos hablantes conciben a la gente común como una noble asamblea no delimitada por la clase; consideran a sus oponentes de la elite egoístas y antidemocráticos; y buscan movilizar a los primeros contra los segundos”. Sus exigencias son típicamente irrealizables; no buscan alcanzar un acuerdo. Si la ideología no define el populismo, la definición del pueblo también es elástica. Aunque habría una diferencia entre un populismo de izquierdas binario (el pueblo contra la élite) y un populismo de derechas que se estructura en tres elementos (el pueblo contra la élite que favorece injustamente a una minoría: por ejemplo, los inmigrantes).
El populismo, explica Judis, es una creación estadounidense que se extendió a América Latina y Europa. En Estados Unidos el sistema electoral hace difícil que los partidos populistas sean competitivos mucho tiempo. Pero sí pueden cambiar las cosas: a menudo, sus demandas quedan luego integradas en los partidos principales.
Aunque los primeros elementos aparecen ya en la revolución y en Andrew Jackson en torno a 1830, el momento clave para Judis es la creación del People’s Party en la década de 1890. Derivaba en buena medida de la revuelta de los granjeros, un movimiento de campesinos de las praderas que pedían intervención estatal en la economía tras años de caída de precios y un áspero tratamiento por parte de las compañías ferroviarias. Las alianzas de granjeros creían representar a la gente común frente a la “plutocracia”. No aspiraban a abolir el capitalismo sino a reformarlo; un discurso célebre denunciaba que “los frutos del trabajo de millones son osadamente robados para construir las fortunas colosales de los pocos”. En 1890, se presentó por el partido James K. Weaver a las elecciones presidenciales. Existían divergencias en el movimiento: cuestiones raciales separaban al norte y del sur; había un rechazo a los trabajadores chinos que combinaba la competición económica con la retórica racista. En 1894, el partido alcanzó el 10% del voto, pero fue su canto del cisne. Algunas de sus ideas, como la regulación de los ferrocarriles y otras corporaciones y una restricción a “los trabajadores pobres extranjeros” pasaron a formar parte del programa del candidato demócrata William Jennings Bryan.
“Buena parte de la agenda populista -del impuesto progresivo sobre la renta a una versión del plan del tesoro- se incorporó al New Deal y al punto de vista del liberalismo del New Deal”, explica Judis. Así, Huey Long y sus reivindicaciones influyeron en las políticas de Franklin Delano Roosevelt. Long (“dictatorial y carismático”, “no repudiaba el racismo aunque tampoco lo alentaba”, asesinado en 1935) apoyó a Roosevelt en la reelección aunque luego dijo que una de sus leyes era obra de Morgan y Rockefeller. Presentó un plan que pretendía reducir la riqueza por familia a cinco millones de dólares y la renta a uno, y utilizar lo recaudado para dar a cada familia “a household estate” que sería suficiente para “un hogar, un automóvil, una radio y conveniencias ordinarias”, y una renta anual garantizada para “mantener cómodamente a una familia”. No había nada parecido a un cálculo económico en la propuesta, explica Judis, pero su generosidad programática “estableció una divisoria entre él y los poderes fácticos”.
El tercer nombre importante que aparece es George Wallace, que “hizo un agujero en el techo que el liberalismo del New Deal había levantado sobre la política estadounidense”, un acuerdo “basado en la alianza tácita entre demócratas liberales y demócratas conservadores del sur que se resistían a cualquier legislación que pudiera desafiar a la supremacía blanca”. Wallace, partidario en Alabama de “segregación ahora, segregación mañana, segregación siempre” en 1962, se presentó como independiente en el 68 y en el 72 como demócrata. Presentaba su rechazo a la integración racial como una defensa del americano medio frente a la tiranía de los demócratas de Washington: “Hay un contraataque contra el gran gobierno en este país. Este es un movimiento del pueblo”.
El segundo episodio que rastrea es el neoliberalismo y sus adversarios: resume los fenómenos de Ross Perot, Pat Buchanan y el Tea Party (cuyo elemento populista, dice, fue pasado por alto) como reacciones al mundo posterior al “consenso neoliberal”, surgido con Reagan-Thatcher y después con la globalización, cuando tanto republicanos como demócratas se mostraron a favor de los tratados comerciales internacionales.
Judis contrasta el éxito de la derecha durante el primer gobierno de Obama con su relativa oscuridad durante el primero de Roosevelt. Una razón es la economía política: en la Gran Depresión, con un paro del 25%, la clase media temía resultar perjudicada y no desdeñaba a quienes estaban abajo, sino que se identificaba con ellos. En la Gran Recesión, muchos estadounidenses gozaban de las protecciones creadas por el New Deal y la Gran Sociedad. No temían el hambre, quedarse sin hogar o perder los ahorros del banco. Afectó menos a las clases medias blancas. De hecho, parte de esas clases medias temían subsidiar a través de impuestos más altos o premiums en seguros sanitarios a las clases bajas o a los inmigrantes legales e ilegales. La respuesta al neoliberalismo y la Gran Recesión fue inicialmente de derechas. Más tarde habría otra de izquierdas: Occupy Wall Street. Aunque no supo realizar ninguna demanda concreta, tuvo el mérito de conectar ampliamente en un primer momento y de describir el malestar con un eslogan eficaz (somos el 99%). Parte de ese impulso se encontraría más tarde en el apoyo a la candidatura de Bernie Sanders.
El rechazo a la agenda neoliberal, defendida tanto en los partidos de derechas como de centro izquierda, es un factor que permite que en Estados Unidos pero también en Francia el populismo, originalmente un movimiento pequeño burgués, seduzca a una clase obrera afectada por los cambios en el comercio, la mecanización, la relación entre empresas y sindicatos, y las deslocalizaciones.
Para Judis, Bernie Sanders y Donald Trump representan dos variedades del populismo: el populismo de izquierdas y el populismo de derechas. A su juicio, Sanders encaja en la tradición antielitista del People’s Party (aunque partía del socialismo y la socialdemocracia). Pero no sería un populista según todas las definiciones del término: no tiene el elemento antipluralista y deslegitimador del adversario que Jan-Werner Müller señala como una de las características del populismo. Con visiones muy distintas, Trump y Sanders coincidían en el rechazo a los tratados comerciales y la inversión extranjera. Compartían la tendencia a hacer demandas imposibles o inaceptables: se trataba, más que de proponer una política viable, de señalar, de diferenciarse. Pero a diferencia de Trump y sus partidarios, Sanders no culpaba a los inmigrantes no autorizados de los problemas de los trabajadores estadounidenses ni esperaba terminar con el terrorismo prohibiendo la entrada a los musulmanes. Su objetivo era combatir a “la clase billonaria”. Aunque en el momento en que está redactado el libro la victoria de Trump no parecía muy probable, entre otras cosas por su “disposición biliosa, una mezquindad sacada de las trifulcas a puño descubierto del negocio inmobiliario y los casinos” y su “convicción de que podía decir en público lo que pensara en privado de mexicanos y mujeres sin sufrir consecuencias”, Judis destaca el apoyo que sus llamamientos sobre comercio e inmigración habían tenido entre republicanos e independientes.
La segunda mitad del libro trata de los populismos europeos, que comenzaron siendo de derechas. La principal diferencia con los estadounidenses es que algunos partidos populistas europeos han sido influyentes durante décadas, gracias a los sistemas multipartidistas y la representación proporcional que hay en muchos países. Como en Estados Unidos, para el autor, a finales de los setenta un giro neoliberal sustituyó las políticas anteriores, consensuadas entre los democristianos y los demócratas e influidas por el keynesianismo. Esto propició el ascenso del populismo, que había estado ausente en buena parte del continente durante los “treinta años gloriosos”. A esto se sumó la llegada de inmigrantes (que en un primer momento habían sido bien recibidos, cuando había escasez de mano de obra y se asumía que se marcharían), con la percepción falsa de que se llevaban una parte mayor de prestaciones sociales, y el temor al islam. Con la Gran Recesión, el euro se convertiría en otro factor de ansiedad: eliminaba la posibilidad de que los países devaluaran para salir de las crisis. La limitación, unida a la austeridad impuesta, generaba frustración en los países con problemas de deuda; en los países acreedores, también producía resentimiento hacia las naciones en dificultades. A grandes rasgos, así surgirían dos tipos de populismos: un populismo de derechas en el norte (Dinamarca, Finlandia) y un populismo de izquierdas en el sur (España, Grecia).
Hay otras diferencias entre los países. Uno de los capítulos más interesantes es el que dedica al Frente Nacional y sus conversiones: de viejo partido antisemita y casi filonazi (cuando menos apologista del régimen de Vichy) a una visión más moderna y populista, capaz de adoptar una agenda de protección social que ha permitido que una formación católica y del sur atraiga también el voto de la clase obrera depauperada en el norte. Marine Le Pen cambió las perspectivas del partido en tres asuntos clave: Vichy y el antisemitismo (que fueron alejados), el islam y la inmigración (no se habla de rechazo a la religión sino del principio de laicidad) y el nacionalismo económico (con unas posturas de intervención y control que lo sitúan a la izquierda de muchos partidos socialdemócratas, y de la mano del enarca y exasesor socialista Philippot). Judis también habla del Partido por la Libertad Austriaco (crecido por la política de acogida de refugiados), del Partido de la Libertad Danés, del UKIP, de Geert Wilders. Apenas menciona a Alternativa por Alemania; dedica poco espacio al Movimiento Cinco Estrellas; no menciona a Orbán. El capítulo dedicado a los límites del populismo de izquierdas habla de dos fracasos: el de Syriza, que alcanza el gobierno pero debe renunciar a sus propuestas; el de Podemos, que no llega a superar al PSOE en las elecciones generales. Para explicar ese fracaso dos tesis aparentemente opuestas le parecen compatibles: por un lado, la unión a Izquierda Unida y la renuncia a la transversalidad; por otro, la domesticación socialdemócrata y el abandono de las reivindicaciones más populistas.
El populismo es una categoría elusiva. Lo es en sí, y que se utilice para denigrar a todos los oponentes tampoco facilita las distinciones. A menudo se compara con el fascismo, pero Judis señala dos diferencias fundamentales: por un lado, el populismo opera en el sistema democrático y no lo desea reemplazar (partidos de origen fascista, como el Frente Nacional, han renunciado a esas raíces); por otro, si el fascismo tenía una agenda imperialista, el populismo carece de ese impulso. Los líderes populistas -de Trump a Farage- son nacionalistas; en general se oponen a las organizaciones supranacionales. No suelen participar en muchas de las batallas morales y sociales que han enfrentado en las últimas décadas a la derecha y la izquierda. Populistas de derechas como Marine Le Pen están a favor de los derechos de los homosexuales y de la despenalización del aborto.
Para Judis, el populismo tiene algo de advertencia: la sucesión de Buchanan, Perot, Sanders y Trump muestran un rechazo al orden neoliberal que se articulará de un modo u otro; los populismos en Europa señalan los graves problemas de la Unión, el desafío que impone la inmigración y las tensiones de intentar armonizar economías diferentes.
La mirada que ofrece Judis es muy sintética e informativa. También tiene detalles ingeniosos e interesantes: por ejemplo, una carta de Trump al New York Times en 2000, diciendo que era una pena que se hubiera retirado de la carrera presidencial, porque sus observaciones podrían incomodar a los dos “contendientes de la Ivy League” (como si Trump hubiera olvidado que él mismo estudió allí). Hay alguna imprecisión factual y conceptual, y brochazos que quizá podrían matizarse un poco (Felipe González, sostiene, adoptó una estrategia thatcherita; pero también fue una época en la que se establecieron bases fundamentales del Estado del bienestar).
Aunque los medios de lengua inglesa no han reparado mucho en ello, resulta especialmente llamativo que no hable del populismo en América Latina. Aparecen políticos que estuvieron a punto de tener el poder en alguna elección norteamericana, pero Perón no es citado ni una sola vez, pero solo lo menciona brevemente, cuando escribe sobre Podemos. En el subcontinente ha habido gobiernos con componentes populistas, y han tenido diversos efectos económicos, políticos, institucionales y sociales. Tampoco aparecen apenas los referentes intelectuales -aunque, por ejemplo, el autor ha escrito un ensayo sobre Laclau y Mouffe en Dissent-, y no se detiene mucho en los vínculos entre el populismo y el nacionalismo. No entra mucho en cuestiones de política identitaria o de la rebelión contra la corrección política, que se percibe como el marco del establishment. Adopta una perspectiva distanciada, respetuosa y objetiva. Cuando habla de la inmigración y el populismo, su análisis sobre las dificultades de integración y la creación de una especie de subclase de inmigrantes, parece subestimar el impulso xenófobo que nutre al populismo de derecha y que a su vez ese mismo populismo potencia. Los elementos nativistas de Trump o del Brexit no son un detalle o un accidente: forman parte de su esencia y de su atractivo.
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