Geo-economía y Política

Juegos malabares en la economía china

China's President Xi Jinping looks on before meeting with former U.S. Secretary of State Henry Kissinger (not pictured) at the Great Halll of the People in Beijing, China December 2, 2016. REUTERS/Nicolas Asouri/Pool - RTSUBCH

Image: REUTERS/Nicolas Asouri/Pool

Georgina Higueras

Xi Jinping se enfrenta en el otoño de este año al XIX Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), mientras una de sus grandes promesas, la transformación de la economía, se balancea en la cuerda floja. El secretario general del PCCh que, según lo previsto, renovará su segundo y último mandato de cinco años en ese cónclave, se había comprometido a dejar tras de sí una economía más eficiente e innovadora, con exportaciones de alto valor añadido, un sólido consumo interno, un fuerte ascenso del sector servicios y en la que el mercado tuviese mayor capacidad de decisión. En este último punto, sin embargo, ha habido más retroceso que avances, sostienen la casi totalidad de los economistas occidentales, que asisten desconcertados a los juegos malabares que practica el líder chino, con el libre mercado en una mano y la intervención en la otra.

La llamada “economía socialista con características chinas” fue el eufemismo bajo el que floreció un capitalismo salvaje, alimentado por Pekín a partir de 1979, en el que todo era válido siempre que impulsara el crecimiento económico del país. Las consecuencias negativas se acumularon hasta desembocar en lo que Kennenth Liberthal, director de Asia en el Consejo Nacional de Seguridad de Bill Clinton (1998-2000), llamó la “década perdida” de Hu Jintao (2002-2012), en la que los problemas se agravaban y crecían, sin que nadie hiciera nada por resolverlos. La falta de gobernanza –“La montaña es alta y el emperador está lejos”, dice el proverbio chino– originó también una corrupción desmesurada y el que gobiernos locales y ayuntamientos campasen por sus respetos.

Esa etapa de crecimiento desbocado se acabó con Xi Jinping, un líder empeñado en poner orden y controlar todo, desde el partido al Gobierno, pasando por la economía, la cultura y la sociedad. Su equipo ha comenzado a poner en práctica lo que considera una vía económica propia de China, en la que el mercado no es un fin en sí mismo sino una herramienta al servicio del Estado, es decir, del PCCh, que puede utilizarla para sus fines de la misma forma que usa otras como la intervención.

Al igual que durante más de tres décadas el crecimiento económico fue la fuente de legitimación del PCCh tras los desmanes ideológicos de la Gran Revolución Cultural (1966-1976), la redistribución de los beneficios del crecimiento se ha convertido en la clave del nuevo contrato social entre el partido único y los 1.380 millones de habitantes de la República Popular. La política de reforma y apertura implantada por Deng Xiaoping para poner fin a la autarquía maoísta convirtió a China en la segunda potencia económica del mundo, pero también generó enormes desigualdades sociales y regionales. A Xi le toca ahora batallar por la búsqueda de un equilibrio que favorezca la paz social.

El objetivo del Presidente es crear “una sociedad armoniosa y moderadamente acomodada”. Para ello se enfrenta al doble compromiso de luchar contra el abismo abierto entre ricos y pobres y duplicar, para el centenario del PCCh que se cumple en 2021, la renta per cápita que los chinos tenían en 2011 y que ascendía a 5.447 dólares. Esto exige mantener un crecimiento sostenido de la economía en torno al 6,5% anual.

Los expertos tanto dentro como fuera de China afirman que con una economía en la que la suma de la deuda pública y privada supera el 250% del Producto Interior Bruto (PIB) –casi 30 billones de dólares– no se puede mantener un crecimiento sostenido si no se hacen reformas. Pero unos y otros divergen en la forma de abordarlas. En Occidente, los economistas liberales señalan que es urgente ganar competitividad y que el principal lastre de la escasa productividad china se encuentra en las grandes empresas estatales, que absorben el 70% de la deuda corporativa y que en buena parte son incapaces de pagar. Su receta es una reestructuración acorde a las leyes del mercado, con la privatización, la reducción o el cierre de muchas de estas compañías, lo que supondría dejar sin trabajo a decenas de millones de chinos.

Sin embargo, esa amarga medicina no gusta al partido y mucho menos en un año en que todos los esfuerzos están concentrados en la estabilidad para que el XIX Congreso se celebre sin sobresaltos. El equipo de Xi Jinping está convencido de que lo fundamental es hacerse con el control de todo el sector estatal y dejar que el mercado movilice el sector privado. La primera medida ha sido meter en cintura a los dirigentes de los conglomerados estatales, algunos con escaño en el Comité Central del PCCh. Muchos están siendo investigados por corrupción o por desobediencia a las órdenes de Pekín para, entre otras metas, limitar la sobreproducción y/o la contaminación. Centenares de ellos han sido encarcelados y/o destituidos y expulsados de las filas comunistas.

Xi quiere que todo el mundo reme y que lo haga en la misma dirección: por la gloria del PCCh, supuestamente la única institución que puede garantizar el bienestar y la seguridad a los ciudadanos del país más poblado del planeta. El presidente de la Comisión Reguladora de la Banca China, Shang Fulin, afirmaba en septiembre durante una reunión: “Ustedes son primero miembros del partido, secretarios del partido y después presidentes o directores de bancos”.

Lo que se impone es llevar a la práctica y consolidar los fundamentos de lo que Deng Xiaoping llamó “economía socialista con características chinas”, un híbrido flexible de mercado e intervención, que el partido manejaría de acuerdo a las necesidades del momento. Esto supone reforzar el control tanto sobre las empresas estatales como sobre los gobiernos locales, que son los principales cómplices de sus desmanes, ya que hasta ahora la toma de decisiones económicas está muy descentralizada en gobiernos locales y ayuntamientos.

Los funcionarios consideran que este híbrido puede funcionar porque China tiene a su alcance una serie de herramientas inexistentes en las economías occidentales. La deuda de las empresas estatales está en manos del Estado, por lo que este podría borrar la deuda y recapitalizar los bancos imprimiendo dinero o pidiéndolo prestado. Es decir, Pekín podría pedir a los bancos refinanciación indefinida. Según el director de Estadísticas del Banco Popular de China Sheng Songcheng, el “Gobierno chino, tanto en política fiscal como monetaria, tiene mucho más poder [que los occidentales], por lo que es capaz de encontrar la combinación óptima”.

Por el contrario, premios Nobel de Economía como Paul Krugman consideran con esa política que China solo estaría comprando tiempo y que cuánto más tarde en afrontar la burbuja crediticia el bucle será mayor y la transición hacia una economía sostenible será más difícil. En esta misma línea, el semanario The Economist señala en el último número del pasado diciembre que “la economía china es hoy más fuerte de lo que era hace una par de años”, pero advierte contra las consecuencias negativas si se siguen retrasando las necesarias reformas, sobre todo en el caso de que con Donald Trump en la Casa Blanca estalle una guerra comercial con Estados Unidos.

Precisamente el uso de herramientas que distorsionan el mercado es lo que ha llevado a EE UU, la Unión Europea y Japón a no reconocer a China el estatus de economía de mercado, al cumplirse, el 11 de diciembre pasado, el periodo transitorio de 15 años desde que entró en la Organización Mundial del Comercio (OMC). Empeñada en la mundialización de su economía, la decisión ha sentado muy mal en Pekín, que ha decidido recurrirla legalmente ante los órganos de la OMC.

Millones de pequeños ahorradores, en 2015 y hasta la primavera de 2016, vieron esfumarse sus ahorros por las fuertes caídas en las bolsas chinas, que obligaron al Gobierno a intervenir para impedir el colapso. El desconcierto y la amargura de los ciudadanos por las pérdidas sufridas refuerzan el empeño de las altas instancias por enterarse de los tejemanejes de las grandes compañías. El Gobierno teme que si cunde el pánico, muchos ciudadanos se precipiten a sacar del país los 50.000 dólares anuales que les permite la ley. Aunque solo una minoría pueda permitírselo, esto representa una espada de Damocles sobre el tipo de cambio del yuan.

China se convirtió en 2015, por primera vez en su historia, en exportador neto de capital. Su inversión directa en el exterior alcanzó los 145.600 millones de dólares, un incremento del 18,3% sobre el año anterior, mientras que la Inversión Extranjera Directa en China fue de 135.600 millones de dólares. No es de extrañar que Pekín sospeche que algunas empresas y particulares simulan operaciones exteriores para burlar los controles de capital y trasladar así el dinero fuera del país. Por ello, el pasado diciembre, el Gobierno prohibió cualquier inversión en el exterior de empresas y empresarios chinos que supere los 10.000 millones de dólares, las fusiones y adquisiciones internacionales de más de 1.000 millones y las compras por más de 1.000 millones de bienes inmobiliarios en el exterior hasta el próximo septiembre.

Según la agencia Bloomberg, en 2015 la fuga de capitales, que ascendió a un billón de dólares, provocó una auténtica sangría en las finanzas chinas. En 2016, solo se logró frenar la escalada, aunque hubo que pagar un alto precio. Las reservas, que en 2014 alcanzaban los cuatro billones de dólares, quedaron reducidas a tres billones sin lograr impedir que el yuan perdiese casi el 6% de su valor. Siguen siendo las más elevadas del mundo, pero son pequeñas comparadas al riesgo de fuga de capitales al que se enfrenta el país.

La burbuja inmobiliaria en las ciudades medianas, el exceso de capacidad del sector industrial, las industrias contaminantes y la necesidad de sustituir el carbón por energía limpia son otros de los muchos retos a los que enfrenta China en la actualidad y que se enmarcan dentro de esa transformación de la economía que se propuso el secretario general del PCCh. Empeñado en demostrar que China es un país abierto y dispuesto a impulsar el comercio y la cooperación internacional, Xi Jinping será el primer presidente de la República Popular que acude al Foro Económico Mundial, que se celebra anualmente en Davos (Suiza). Se espera que en la sesión, que tendrá lugar entre los días 17 y 20 de enero, defienda el proyecto estrella de China, la nueva Ruta de la Seda, además de su modelo de economía híbrida.

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