Días oscuros para los niños
Image: REUTERS/Alaa Al-Marjani
Probablemente se recuerde el año 2016 por sus acontecimientos militares y políticos, pero también debería quedar marcado en la historia como uno de los peores años para la infancia desde la Segunda Guerra Mundial.
Casi a diario la prensa se llenó de imágenes de niños muertos, heridos o llorosos: un pequeño sentado con el rostro aturdido y sangrante después del bombardeo de su casa; pequeños cuerpos siendo sacados de las ruinas y pequeñas tumbas en la costa del Mediterráneo para marcar las muertes de niños desconocidos.
Son imágenes potentes e incómodas. Y sin embargo no pueden reflejar la magnitud del sufrimiento de esos niños. Más de 240 millones de pequeños habitan en zonas en conflicto, desde los campos de la muerte de Siria, Yemen, Irak y el norte de Nigeria a áreas menos documentadas pero igualmente llenas de horrores en Somalia, Sudán del Sur y Afganistán. Y de los 50 millones de niños que viven fuera de sus países o son desplazados internos, más de la mitad han sido desarraigados por la fuerza y hacen frente a nuevas amenazas a sus vidas y su bienestar.
Millones de niños sufren desnutrición y no tienen acceso a la educación, millones han presenciado actos de una brutalidad indescriptible y millones están expuestos a explotaciones y abusos. Esto no es retórica; es la realidad.
Las Naciones Unidas, con el apoyo de países como Suecia y trabajando a través de un sistema coordinado de ayuda humanitaria que incluye a la UNICEF, alivia el sufrimiento siempre y donde puede hacerlo. Pero la cantidad y complejidad de estas crisis sucesivas están poniendo a prueba nuestro sistema como nunca antes. Nuevos retos, como el extremismo, aumentan los riesgos que sufren los niños y hacen más difícil y peligroso llegar a ellos. Mientras tanto, cada vez más los grupos armados atacan escuelas, hospitales y hogares, agravando el sufrimiento de personas inocentes.
La forma más segura de poner fin a este sufrimiento y a estas salvajes violaciones a los derechos humanos son las soluciones políticas. Pero, en ausencia de ese resultado ideal, debemos fortalecer la capacidad actual del sistema humanitario de llegar a los niños que más en riesgo se encuentran.
Hace más de 70 años los líderes mundiales abordaron la crisis humanitaria sin precedentes acaecida tras la Segunda Guerra Mundial, creando nuevas instituciones que dieran apoyo inmediato a quienes lo necesitaban y sentaran los cimientos para un futuro basado en la cooperación, el diálogo y resultados, más que en el conflicto, el desastre y la ruina.
Fue un punto de inflexión en la historia mundial, y hoy hemos llegado a otro. Necesitamos convocar el mismo espíritu de solidaridad y creatividad que inspiró a las generaciones pasadas, no mediante la fundación de nuevas instituciones sino encontrando nuevas maneras de responder a las duras realidades de nuestro tiempo.
Para comenzar, necesitamos con urgencia aprovechar la innovación para llegar a niños que se encuentran excluidos de la asistencia en áreas asediadas o comunidades controladas por extremistas. Debemos explorar cada opción, como el uso de drones para lanzar comida y suministros médicos, y desarrollar aplicaciones de móviles para monitorear las necesidades y dar seguimiento a los insumos en terreno, además de dar mayor seguridad a los cooperantes. Si bien nunca habrá un sustituto para el acceso humanitario seguro y sin obstrucciones, necesitamos explorar cada forma de llegar a los niños en peligro.
En términos más generales, debemos mejorar la coordinación entre gobiernos y organizaciones para brindar ayuda de corto y largo plazo de manera más eficiente y hacer que cada dólar cuente. En tiempos que las crisis crónicas se multiplican, deberíamos elevar al máximo las sinergias entre las iniciativas humanitarias y de fomento al desarrollo, porque ambas van de la mano. Del modo como respondamos a las emergencias dependerán el crecimiento y la estabilidad futuros, y la manera en que invirtamos en el desarrollo puede ayudar a fortalecer la capacidad de respuesta ante emergencias futuras.
Por último, necesitamos cambiar la manera en que los gobiernos evalúan la ayuda esencial que proporcionan para satisfacer necesidades fluctuantes. En los últimos años, a medida que han aumentado radicalmente los pedidos de ayuda internacional, los países sujetos a medidas de austeridad interna se han visto cada vez más obligados a justificar sus partidas destinadas a ayuda extranjera. Muchos donantes han exigido que sus fondos se destinen a fines específicos. No hay duda que siempre serán una herramienta indispensable para las iniciativas humanitarias y de desarrollo, pero en el impredecible ambiente actual es fundamental contar con una financiación de largo plazo más flexible.
La financiación “básica”, como se la conoce, permite que tanto la ONU como las organizaciones no gubernamentales reaccionen con mayor rapidez a las emergencias y planifiquen de manera más estratégica. Nos permite brindar ayuda esencial para salvar vidas cuando la gente más la necesita, en lugar de tener que esperar que los países den respuesta a llamadas humanitarias específicas. Esto es especialmente importante para dar respuesta a las crisis “olvidadas” no cubiertas por los medios de comunicación.
Por largo tiempo, Suecia ha propuesto un apoyo flexible como este para las organizaciones de las Naciones Unidas, puesto que mejora sus resultados. Por ello, el gobierno sueco decidió hace poco duplicar su contribución de 2016 a los fondos básicos de la UNICEF. Ahora que el mundo prepara una nueva agenda global para el desarrollo, esperamos que esta práctica sirva de ejemplo e inspire a otros gobiernos a dar pasos hacia una financiación de alta calidad para la ayuda humanitaria y el desarrollo sostenible.
Debemos proteger los derechos, las vidas y el futuro de los niños más vulnerables del planeta. En la medida que lo hagamos, podremos determinar también nuestro futuro en común.
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