El boom de los 'safe spaces' en las universidades norteamericanas
Image: REUTERS/Eddie Keogh
Cada sociedad genera sus consensos y sus límites. Lo políticamente correcto no es patrimonio exclusivo de nadie y EEUU no ha inventado nada nuevo. EEUU es tan sólo, como casi siempre, padre, maestro y mentor, líder de la vanguardia. Y las vanguardias a veces patinan. El concepto de corrección política va ligado en la opinión pública estadounidense a otro bello concepto made in USA: los safe spaces.
Quizá fruto de un compungido celo por salvaguardar la integridad moral de aquellos a los que no hace tanto esclavizaban en los campos de algodón, tiroteaban en los manglares o encarcelaban por sodomitas, las universidades norteamericanas han visto proliferar como setas tras la lluvia los llamados safe spaces (literalmente, espacios seguros). Judith Shulevitz describía así el de la Universidad de Brown en un artículo para el New York Times: «La habitación estaba equipada con galletas, libros de colorear, pompas de jabón, Play-Doh, música relajante, almohadas, mantas y vídeos de perritos juguetones, así como estudiantes y personal entrenados para lidiar con traumas».
Hay quien sitúa el nacimiento de estos espacios seguros en los años sesenta como respuesta a una necesidad de la comunidad gay de encontrar un lugar donde expresar libremente su sexualidad, lejos del oprobio social o la persecución estatal. En los setenta se sumaría el movimiento feminista. Allí, los usuarios de estos safe spaces podían poner en común experiencias, afrontar el estrés postraumático, debatir o relajarse en un ambiente libre de hostilidades.
Pero, de vuelta al siglo XXI, defender la necesidad de espacios «donde cualquiera puede relajarse y ser capaz de expresarse libremente sin miedo a que le hagan sentir incómodo, rechazado o en peligro por motivos de sexualidad biológica, raza/etnia, orientación sexual, identidad o expresión de género, orígenes culturales, afiliación religiosa, edad o habilidad física o mental», como especifica The Safe Spaces Network, y donde, por supuesto, el presunto victimario no puede entrar, tiene sus aristas.
Por un lado, defender la necesidad de refugio seguro implica asumir automáticamente que el resto de la universidad es un lugar inseguro, una suerte de jungla donde la ley del más fuerte impone su férula a la razón discursiva.
Y, por otro, abre un escurridizo debate sobre qué debe entenderse por seguridad en un campus universitario y qué sentido de la integridad moral debe ser protegido y cuál no. Así, se está produciendo una simplificación a la baja, de manera que, a falta de cribar quién y en qué grado está viendo su dignidad dañada, algunas universidades estadounidenses están imponiendo cortapisas a la libre circulación de discursos a fin de evitar el potencial daño emocional de los sujetos
Shokazoba es una banda estadounidense de afrofunk de Northampton, Massachusetts. Once tipos que no aspiran más que a hacer música. No pretenden que la música les saque de pobres pese a acumular numerosos premios menores. Lo que nunca serán es negros. No lo suficientemente negros al menos para tocar en una banda de afrofunk. Nada negros para atribuirse el prefijo afro-.
Hace tres años Shokazoba tenía programado un concierto en la Universidad de Hampshire. El día anterior recibieron un e-mail del centro en el que se les comunicaba la cancelación del concierto. No se aducía motivo alguno aunque se les ofrecía el pago íntegro de la cantidad que habían acordado cobrar. Unos días después la universidad acabaría haciendo público un comunicado: «Algunos miembros de nuestra comunidad de estudiantes cuestionaron la elección de la banda preguntando si se trataba de una banda de ritmos africanos predominantemente blanca y expresando su preocupación por la apropiación cultural y la necesidad de respetar las culturas marginalizadas».
La universidad trató de dejar claro que la cancelación del concierto estuvo motivada únicamente por el clima de tensión que su organización provocó en las redes sociales, nunca «en función de la identidad racial de la banda», lo que hubiera sido ilegal de acuerdo con las leyes federales antidiscriminación. ¿De verdad no tuvo la cuestión racial nada que ver en la decisión? ¿Fue el miedo a herir la sensibilidad de un colectivo minoritario el verdadero motivo?
Para ser entendido en su paroxística y total memez, este suceso debe enmarcarse en un contexto estadounidense reciente, obsesivamente preocupado por el mimo al diferente en el discurso, donde la corrección política es la reina madre. Como si se quisiera pagar con palabras errores pasados y presentes. Una corrección política que, como explicaba Jonathan Chait en la revista New York, no es algo exclusivo del entorno universitario, sino una forma de hacer política en la que «se intenta regular el discurso político definiendo puntos de vista contrarios como intolerantes e ilegítimos».
Incluso Obama (recuerden que tiene un Nobel, algo sabrá de esto) se mojó al respecto. Frente a un grupo de jóvenes, el expresidente recordó cómo algunas de las opiniones que sus antiguos compañeros de universidad tenían sobre uno u otro tema lograban sacarle de quicio, pero fue precisamente «porque existía ese espacio donde poder interactuar con gente que no estaba de acuerdo conmigo, gente con pasados diferentes al mío, que pude empezar a poner en cuestión mis propias suposiciones y, en algunas ocasiones, cambié de opinión. En eso consiste la universidad».
Poner vallas a la libre expresión es ponérselas al debate. Con esta legítima intención de proteger a los grupos minoritarios se pierde la oportunidad de que el supuesto agresor modifique su visión estereotipada del otro. Se niega a la supuesta víctima la posibilidad de ser ella misma quien incentive el cambio de mentalidad. Un magnífico ejemplo de esto fue una declaración recogida por el proyecto MEXEES, un estudio cualitativo destinado a la medición de la xenofobia en España. La perlita la soltó una señora cuando el entrevistador le preguntó su opinión sobre los africanos que llegan en patera a nuestras costas: «Ellos tienen un espíritu de sacrificio muy grande porque en su país están acostumbrados a dormir incluso sin techo, normalmente en África no tienen tanta necesidad de trabajar como tenemos en Europa… ¿Por qué? Porque el producto de la tierra les da para sobrevivir, no tienen economía, es decir, no tienen un céntimo, un centavo, nada. Pero ¿qué tienen? Tienen pescado en los ríos y en el mar, tienen buenas bananas, buenas piñas, buenos productos de la tierra que sólo tienen que alargar el brazo para tenerlo, para comer, para sobrevivir tienen siempre».
Esta señora, que de buen seguro en su vida había cruzado más de tres palabras con un africano, sabía sin embargo de buena tinta lo que se cocía por el continente vecino. No solo lo sabía, sino que se permitía el lujo de afirmarlo con rotundidad. ¿Cómo se pretende acabar con este tipo juicios sin enfrentarlos al juicio de la otra parte, sin el fomento del debate?
La incapacidad para diferenciar entre racismo y hablar sobre racismo puede ser una de las raíces del problema. Y donde digo racismo digan machismo, islamofobia, homofobia, etc. No se trata de culpar al oprimido de su opresión. Es también evidente que de aquellos vientos provienen estas tempestades. Puede entenderse por qué, por ejemplo, el estudiante negro podría llegar a sentirse fuera de lugar en la universidad. Los jóvenes negros tienen menos posibilidades de graduarse o de obtener un trabajo mejor remunerado que un estudiante blanco en los EEUU. Tienen más posibilidades de ser la primera generación de universitarios de la familia y es probable que estén en inferioridad numérica en clase. Princeton no admitió estudiantes negros hasta después de la II Guerra Mundial.
De hecho, de haber nacido unas generaciones antes, podrían haber formado parte de la mano de obra esclava que levantó los muros donde hoy asisten a clase. Pero lo que estos safe spaces y la corrección política que llevan pareja pretenden imponer es que incluso la obligación cívica de discutir las causas de esta evidente desigualdad racial pueda ser anulada en el momento en que alguien esgrima que sus sentimientos como integrante de la comunidad negra están siendo atacados.
Profecía autocumplida
Greg Lukianoff y Jonathan Haidt se despacharon a gusto en un extenso reportaje para The Atlantic que levantó ampollas. Los autores apuntaban la posible correlación entre el contexto actual y dos hechos. El primero, la sensación de amenaza violenta constante surgida en los 90 y el consiguiente afán proteccionista de los adultos hacia los más jóvenes (aquello que en España tomó forma en ese «con Franco se vivía con las puertas abiertas»). El segundo, lo que los autores llaman la «polarización afectiva partisana» (lo que aquí se ha dado en llamar «las dos Españas», ahora también conocido como el binomio «casta-populismo») que se refleja en una polarización visceral entre republicanos y demócratas que no se daba desde los 70.
«Es de esperar —escribían— que esta hostilidad y la superioridad moral alimentada por fuertes emociones partisanas den fuerza a cualquier cruzada moral. Un principio de psicología moral dice que ‘la moral ata y ciega’ (morality binds and blinds). Parte de lo que hacemos al enunciar juicios morales es expresar lealtad a un equipo, lo que puede interferir en nuestra manera de pensar críticamente. Reconocer que los puntos de vista del otro lado tienen algún mérito es arriesgado. Tus compañeros de equipo pueden verte como un traidor». Lo que los buenos de Lukianoff y Haidt intentan remarcar aquí es que un safe space limitado y excluyente parece ser promotor del relato único por parte de las minorías.
¿Colaboran entonces los safe spaces a combatir los estigmas de los grupos minoritarios o, por el contrario, los perpetúan?
El psicólogo Irving Janis definió en la década de los 70 el concepto «pensamiento en grupo» como un modo de discurrir común a grupos cohesionados en los que la tendencia a mantener la unanimidad dentro del grupo supera a «la motivación para valorar realísticamente cursos de acción alternativos». Según Janis, en un contexto social provocativo, el grupo tenderá hacia la uniformidad de pensamiento, no sólo en lo relativo a su propia identidad grupal sino también a cómo identifican al otro, así como a cerrarse en banda a ideas que puedan contravenir el sentir común y a desarrollar un sentimiento de superioridad moral.
Hace dos años Omar Mahmood, un estudiante musulmán de la Universidad de Michigan, escribió un artículo para la revista de la universidad en el que ironizaba sobre la ridícula deriva de lo políticamente correcto. Pocos días después varios alumnos encapuchados arrojaron huevos a su apartamento y esparcieron frente a la puerta copias de su artículo sobre los que garabatearon mensajes como «Cállate la puta boca» o «Basura, nos avergüenzas». Se entiende que para estos individuos, que también eran musulmanes, Omar no se ajustaba al canon de lo musulmán que tenían preestablecido.
Omar fue además despedido de The Michigan Daily, donde colaboraba como columnista y crítico de cine cuando se negó a formular la disculpa que su jefe le exigía por haber creado un «ambiente hostil» en la redacción del medio. Al parecer uno de sus compañeros del periódico se sentía emocionalmente intimidado. Omar era el agresor, no la víctima.
Aunque las teorías de Janis en torno al grupo se encaminaban a entender la deriva del fin último —la decisión «consensuada»—, arrojan luz sobre el peligro del efecto de la profecía autocumplida. Fue el sociólogo William I. Thomas quien enunció a principios del siglo pasado aquello de «si las personas definen unas situaciones como reales, estas serán reales en sus consecuencias». Es decir, que en ocasiones los sujetos reaccionan a un hecho o una situación no a partir de cómo esa situación es realmente sino de cómo el sujeto —o el grupo— la interpreta y dota de sentido, de manera que el desmantelamiento solidario de la realidad, el debate plural, pierden fuerza en favor de la reinterpretación que el grupo hace de la realidad. Además, la acción de los sujetos con arreglo a sus preconcepciones o expectativas previas condicionarán a su vez el desarrollo de las situaciones acorde a lo profetizado. Esto, en grupos minoritarios y/o marginales, tiene obviamente una capacidad para aflorar mucho mayor.
«Desde una edad muy temprana se incita a nuestros hijos a hablar de sus identidades incluso antes de tenerlas», se quejaba Mark Lilla en una columna para el New York Times.
Resulta quizá obvio mencionar que estos sentimientos identitarios corren más riesgo de polarizarse cuanto antes se inculcan.
Razonamiento emocional y el poder del lenguaje
Parece que la luz de la razón estuviera paulatinamente cediendo terreno al llamado «razonamiento emocional» (emotional reasoning) que David D. Burn define en su libro Feeling Good como la asunción de que «tus emociones negativas reflejan necesariamente cómo las cosas son: ‘Lo siento, luego debe ser verdad’». Otros autores también lo definen como dejar a los sentimientos que guíen nuestras interpretaciones de la realidad. Esta filosofía de tintes jipilongos y buenrollistas es en realidad un arma de doble filo.
Según Lukianoff y Haidt, «el razonamiento emocional domina muchas de las discusiones y debates en los campus. Sostener que las palabras de alguien son ‘ofensivas’ no es sólo la expresión del sentimiento subjetivo de ofensa. Se trata más bien de la acusación pública de que quien habla ha hecho algo que está objetivamente mal. Es la demanda de que quien habla debe disculparse o ser castigado por alguna autoridad por cometer una ofensa […] La intención que subyace a esta idea es loable, pero produce rápidamente resultados absurdos».
En 2008 un estudiante blanco de la Universidad de Indianápolis fue declarado culpable de acoso racial por dicha institución por leer un libro titulado Notre Dame vs. the Klan. La portada del libro la ilustraba una foto de esos joviales encuentros que esta gente del Ku Klux Klan solían organizar vestidos de nazarenos en torno a una gigantesca cruz en llamas. Poco importó que el libro en realidad honrara la oposición estudiantil al KKK durante su marcha frente a la catedral parisina en 1924. La queja de uno de sus compañeros fue suficiente para sostener su culpabilidad. Meses más tarde la universidad pediría disculpas.
El año pasado un profesor universitario publicó un artículo en la revista Vox titulado Soy un profesor progresista y mis alumnos progresistas me aterran. El docente explicaba bajo seudónimo la tendencia esquizoide que se estaba infiltrando en la ya de por sí precaria labor de los académicos estadounidenses. «La dinámica profesor-alumno se ha revisionado en una línea a la vez consumista e hiperproteccionista, dando a cada uno de los alumnos el poder para alegar daño grave en prácticamente cualquier circunstancia, ante cualquier afrenta, y la capacidad formal del profesor para responder a estos alegatos está, en el mejor de los casos, limitada», explicaba el académico.
Casi diez años antes, este mismo profesor fue acusado de comunista y tendencioso por mostrar en clase un vídeo explicativo sobre el origen de la crisis y poner en duda el argumento de un alumno que afirmaba que una de las causas de la crisis había sido la decisión del Gobierno de dar «casas a la población negra, sin ayudar a los blancos, de forma que la población blanca no pudo pagar». A la semana siguiente su jefa le reunió en su despacho donde el profesor tuvo que defenderse de la acusación formulada por un alumno vía e-mail. El docente pudo obviamente salir airoso de semejante patraña pero, hoy, «una queja de este tipo no se hubiera formulado de esta manera. En lugar de centrarse en lo correcto o incorrecto (o incluso aceptable) de los materiales vistos en clase, la queja se hubiera centrado únicamente en cómo mi actividad docente afectaba al estado emocional del alumno», apuntaba el profesor. Y dado que nadie tiene derecho o credibilidad a la hora de hablar de emociones ajenas, la única salida para el profesor sería disculparse y cambiar el material de sus clases. O enfrentarse a la cola del paro.
El profesor de ciencias políticas de la Universidad de Pensilvania Adolph la Reed Jr. lo llama la «política del testimonio personal», en virtud de la cual entender y abordar el debate político-social es ya una cuestión de sentimientos individuales. En palabras de Reed, el énfasis se sitúa sobre «los nombres con los cuales debemos llamar a algunas tensiones causadas por la desigualdad en lugar de especificar los mecanismos que la producen o incluso los pasos que deben ser tomados para combatirla».
Timothy Garton Ash, columnista del diario británico The Guardian, habla en términos de «censura de un alumno sobre otro». Para Garton es «un abuso del lenguaje sugerir que alguien puede estar realmente ‘inseguro’ porque alguien cuyos puntos de vista encuentra ofensivos o molestos esté hablando en una habitación al otro lado del campus».
Existe por tanto un proceso de reconceptualización intencionada del término inseguridad que, por analogía, toman la carga negativa de una situación para dotar a una segunda situación bien distinta de la misma connotación negativa de la primera. Algo así como lo que funcionó tan bien con el término piratería y que David Bravo supo concretar de manera magistral: «Las exageraciones tienen el mismo objeto, que es cambiar la percepción que tenemos de la realidad […] El hecho de que se establezca una equivalencia moral entre las personas que se descargan discos de música de internet y las personas que asaltaban los barcos, mataban a la tripulación, la saqueaban, la violaban […] lo que se pretende es que una palabra así con tantas connotaciones negativas ya te esté dando pistas sobre lo que debes pensar, porque es complicado enunciar una frase como ‘yo estoy a favor de la piratería’ sin que suene a demencia senil».
Hoy parece que asistamos a las primeras consecuencias de todo este jardín. El llamado auge de los perdedores de la globalización. Esta dedicación obsesiva a las minorías y el consiguiente descuido de «la mayoría» lo reflejó el periodista británico Owen Jones en su libro Chavs: la demonización de la clase obrera. Jones inicia su relato con una anécdota que tiene lugar en una cena con amigos durante la cual uno de ellos bromea sobre el cierre de una cadena de supermercados asociada a la clase baja blanca británica, preguntándose irónicamente dónde compraría esta sus regalos navideños.
«Él nunca se consideraría un intolerante —explica Jones sobre su amigo—, ni ningún otro de los presentes, porque, al fin y al cabo, todos eran profesionales cultos y de mente abierta. Sentados a la mesa había personas de más de un grupo étnico. La división por sexos era del 50 por ciento, y no todo el mundo era hetero. Todos se hubieran situado políticamente en algún lugar a la izquierda del centro. Se habrían enfadado al ser tachados de elitistas. Si un extraño hubiera ido esa noche y se hubiera avergonzando a sí mismo empleando una palabra como ‘paki’ o ‘maricón’, lo habrían expulsado rápidamente del apartamento […] Pero nadie rechistó ante un chiste sobre los chavs» (término que en España podríamos traducir pobremente como cani o quinqui).
El ejemplo citado por el famoso periodista británico ilustra de manera inmejorable cómo ciertas sociedades han interiorizado el deber moral de proteger a ciertas minorías por motivos que —entre otros muchos— parecen tener algo que ver con un sentimiento de deuda histórica. The Washington Post llamó a esto «la venganza de la clase trabajadora blanca» en un intento por culpabilizar a algo o a alguien de la inaudita victoria electoral de esa bombona de butano con peluquín llamada Donald Trump.
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