Resiliencia, Paz y Seguridad

¿Debe EE. UU. aplicar sanciones económicas contra ciberataques extranjeros?

A journalist checks the U.S. Senate's website after it was attacked by internet hackers in Washington June 13, 2011. The U.S. Senate's website was hacked over the weekend, leading to a review of all of its websites, in the latest embarrassing breach of security to hit a major U.S. Government institution. The Pentagon is about to roll out an expanded effort to safeguard its contractors from hackers and is building a virtual firing range in cyberspace to test new technologies, according to officials familiar with the plans, as a recent wave of cyber attacks boosts concerns about U.S. vulnerability to digital warfare. The twin efforts show how President Barack Obama's  administration is racing on multiple fronts to plug the holes in U.S. cyber defenses.  To match Special Report USA-CYBERSECURITY/     REUTERS/Stelios Varias   (UNITED STATES - Tags: CRIME LAW POLITICS MILITARY SCI TECH) - RTR2NQSR

Image: REUTERS/Stelios Varias

Christopher Smart
Senior Fellow, Mossavar-Rahmani Center for Business and Government, Kennedy School of Government, Harvard University

¿Qué respuesta puede dar Estados Unidos a ciberataques de potencias extranjeras o sus intermediarios? El presidente Barack Obama enfrentó esta cuestión tras los informes de intrusiones de hackers rusos durante el reciente ciclo electoral estadounidense. Pero no es sólo Rusia u Obama. El presidente electo Donald Trump enfrentará el mismo problema, y tampoco tendrá opciones muy buenas.

La denuncia pública de los transgresores es bastante ineficaz, porque los hackers rara vez sienten vergüenza. Tampoco es probable que las acusaciones penales (una medida que se tomó en su momento contra hackers chinos) lleven a alguno a juicio. El vicepresidente de los Estados Unidos, Joseph Biden, propuso contraatacar las redes informáticas rusas, pero eso podría iniciar una escalada y cedería la ventaja moral a la otra parte.

Un modo aparentemente simple y gratuito de expresar repudio a los ciberataques extranjeros es aplicar sanciones económicas, lo que en el caso de Rusia podría hacerse reforzando las que ya hay en vigor contra sus mayores bancos y colaboradores cercanos del presidente Vladimir Putin. Pero muy a menudo, apelar a este recurso conlleva un riesgo de consecuencias de amplio alcance, que a la larga pueden menoscabar el papel de Estados Unidos en la economía global.

Dos tercios del total de reservas internacionales están expresados en dólares, y esta moneda participa en el 88% de las transacciones cambiarias en todo el mundo. De modo que la capacidad de impedir a delincuentes o bancos transgresores hacer transacciones con dólares estadounidenses es el instrumento punitorio más poderoso con que cuenta Estados Unidos. Pero cada vez que Washington aplica unilateralmente sanciones contra otro país, se arriesga a debilitar la posición del dólar como principal moneda de reserva del mundo (lo que a su vez puede restar eficacia a futuras sanciones).

Es verdad que esta medida puede asestar un duro golpe a organizaciones terroristas y narcotraficantes; y los gerentes de bancos respetuosos de las leyes palidecen ante la sola idea de perder acceso al dólar. Pero cuando el objetivo de las sanciones es un país, su eficacia depende en gran medida del respaldo internacional, algo cuya obtención puede costar capital político.

Por ejemplo, las sanciones estadounidenses que obligaron a Irán a negociar un acuerdo sobre su programa nuclear fueron eficaces porque una amplia coalición internacional, respaldada en última instancia por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aisló financieramente al régimen persa. Las aplicadas a Rusia tras la anexión de Crimea en 2014 se amplificaron por su simultaneidad con una caída del precio del petróleo, y por la implementación de medidas similares por parte de la Unión Europea, principal socio comercial de Rusia. Sin la participación de la UE, las sanciones estadounidenses hubieran sido mucho menos eficaces.

Pero aunque estas medidas son más creíbles cuando tienen el respaldo de coaliciones internacionales, estas son frágiles y temporales en el mejor de los casos. Apenas un año después del acuerdo sobre el programa nuclear, ya no parece probable que China o Rusia vayan a respaldar otras acciones conjuntas contra Irán, incluso si el acuerdo se resquebrajara. Y en el caso de Rusia, los líderes europeos deben renovar las sanciones cada seis meses, de modo que difícilmente perdurarán lo suficiente para cambiar las políticas del Kremlin.

Las sanciones estadounidenses serán mucho más duraderas, a pesar de la evidente buena conexión que tiene Trump con Putin. Pese a que Obama fue un activo promotor de la entrada de Rusia a la Organización Mundial del Comercio en los primeros tiempos de su presidencia, tuvo que gastar bastante capital político para lograr la derogación de la enmienda legislativa Jackson-Vanik de 1974, que supeditaba la normalización de relaciones comerciales con la Unión Soviética a que esta diera más libertad de emigración a los judíos. Otro reinicio diplomático similar en este momento sería difícil o imposible.

Además de conseguir el respaldo de una coalición para sus sanciones, Estados Unidos debe asegurarse de que su desproporcionada influencia en el sistema financiero internacional sólo se use para promover intereses realmente globales. Pocos discutirían la legitimidad de castigar a delincuentes y terroristas (aunque haya desacuerdos en casos concretos). Y usar sanciones financieras para impulsar iniciativas con amplio respaldo internacional (como la no proliferación nuclear) o defender principios compartidos (como la inviolabilidad de las fronteras) no siempre funciona, pero es una táctica muy aceptada.

Pero la diferencia entre principios globales e intereses nacionales clave suele estar en los ojos de quien la mira: lo que para Estados Unidos puede ser una violación flagrante de normas internacionales, para otros países puede ser una cuestión de intereses puramente locales.

Por ejemplo, las sanciones que Obama impuso el año pasado a Corea del Norte por sus ciberataques contra Sony Pictures no generaron mucha discusión. Pero cuando en 2014 Estados Unidos aplicó al banco francés BNP Paribas una multa de 8900 millones de dólares, con restricción temporal para ciertas transacciones en dólares, por incumplir sanciones contra Sudán, Irán y Cuba, algunos acusaron por lo bajo a Washington de extralimitarse.

Asimismo, un ciberataque contra organizaciones políticas de Estados Unidos en un intento de alterar el proceso democrático en aquel país es una conducta que cualquier nación respetable debería repudiar. Pero algunos observadores lo describirán como un capítulo más en la rivalidad de grandes potencias entre Rusia y Estados Unidos.

Hay un claro riesgo para Estados Unidos en la tentación de usar la restricción del acceso al dólar en defensa de intereses que puedan parecer egoístas o de naturaleza local. ¿Aplicaría sanciones si el ciberataque a Sony hubiera partido de una empresa competidora extranjera en medio de una disputa comercial? ¿O contra un ataque cuya intención manifiesta sea protestar contra políticas controvertidas de Estados Unidos en Medio Oriente?

No son decisiones fáciles, y por eso cualquier gobierno estadounidense debería detenerse a pensar antes de excluir a personas, empresas y países del sistema de transacciones en dólares. Con el tiempo, incluso los actores legítimos hallarán canales comerciales y financieros alternativos, si llegaran a pensar que el acceso al dólar depende de no contrariar los intereses de Estados Unidos.

Las sanciones pueden parecer una respuesta fácil y gratuita ante una violación de normas internacionales, pero no lo son. Estados Unidos debe estudiar cuidadosamente el uso de cada sanción y asegurarse de que refuerce la confianza en el liderazgo estadounidense (y en el dólar) en vez de ponerla en duda.

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