Los bancos centrales y la venganza de la política
Image: REUTERS/Ralph Orlowski
La reputación de los bancos centrales siempre tuvo sus altibajos. Aunque estos últimos años su prestigio se mantuvo extraordinariamente alto, ahora parece inevitable una corrección, y una de las primeras víctimas será la independencia de los bancos centrales.
La reputación de estas instituciones llegó a la cima en los últimos años del siglo anterior y principios de este, gracias a lo que se conoció como la “gran moderación”. La inflación (baja y estable), el crecimiento sostenido y el alto empleo llevaron a muchos a ver a los bancos centrales como una especie de “amos del universo”, que podían (y debían) manejar la economía en beneficio de todos. Que al presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, Alan Greenspan, se lo apodara “Maestro” es buen ejemplo de esta apreciación.
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Al principio, la crisis financiera global de 2008 reforzó aun más la reputación de los bancos centrales. Las acciones decididas de las autoridades monetarias fueron fundamentales para evitar una repetición de la Gran Depresión, y les valieron nuevos elogios cual salvadoras de la economía mundial.
Pero los éxitos de los bancos centrales alimentaron expectativas demasiado altas, lo que alentó a la mayoría de las autoridades políticas a delegar casi toda la gestión macroeconómica a las autoridades monetarias. Esta “sobrecarga de expectativas”, y la consiguiente “sobrecarga operativa”, terminaron dejando al descubierto las verdaderas limitaciones de la política monetaria.
Es decir, la buena reputación de los bancos centrales ahora parece jugarles en contra. Y la “sobrecarga de personalismo” (cuando la fe en el éxito de la política monetaria se concentra en la persona al mando de la institución) implica que es probable que la reputación de directivos individuales también salga dañada.
Pero los bancos centrales no pueden desprenderse tan fácilmente de sus nuevas cargas operativas, particularmente en lo que atañe a la estabilidad financiera, que (como la crisis de 2008 demostró elocuentemente) no puede mantenerse sólo a fuerza de estabilidad de precios. Por el contrario, un período de tasas bajas y estables puede incluso fomentar la fragilidad financiera y llevar a un “momento Minsky”, en el que los precios de los activos se derrumben de pronto y arrastren consigo a todo el sistema. Los límites de la estrategia de metas de inflación ya son evidentes, y es hora de descartarla.
Ahora los bancos centrales tienen que reconciliar la necesidad de mantener la estabilidad de precios con la responsabilidad (incluida en su mandato legal, o no) de reducir la vulnerabilidad financiera. No será tarea fácil, sobre todo porque a muchos bancos centrales se les impuso una nueva carga operativa: la regulación macro y microprudencial.
La parte microprudencial, en particular, implica un riesgo de presiones políticas, interferencia con la independencia de los bancos centrales y objetivos divergentes, todo lo cual puede influir en la conducta de los intermediarios financieros, al alentarlos a correr más riesgos: saben que las autoridades supervisoras cuentan con potentes herramientas (por ejemplo, pueden reducir el costo del crédito y así proteger a los bancos, al menos por un tiempo) y un fuerte interés en cuidar su propia reputación. Pero dada la sobrecarga impuesta a los bancos centrales, esa defensa de la reputación puede superar sus capacidades.
Aunque es un fenómeno global, afecta especialmente al Banco Central Europeo. Como banco central de los 19 miembros de la Unión Monetaria Europea (UME), el BCE también enfrenta una “sobrecarga extrainstitucional”, algo que quedó de manifiesto en mayo de 2010, cuando asumió la responsabilidad de comprar bonos de países que de lo contrario hubieran experimentado importantes subas de los tipos de interés a largo plazo.
Esa intervención planteó al BCE un dilema. Básicamente, la motivación fue política: el BCE tuvo que tomar el lugar de autoridades políticas que no cumplían sus obligaciones. Pero si se hubiera negado a intervenir, podía sobrevenir una importante conmoción financiera, y (con o sin razón) se le hubiera echado la culpa al BCE.
Desde aquel momento, el BCE asumió el papel político de garantizar no sólo la supervivencia del euro, sino también la permanencia de cada país miembro de la UME. En 2012, el presidente del BCE, Mario Draghi, consolidó esta responsabilidad alcomprometerse a hacer “lo que fuera necesario” para preservar el euro. “Y créanme”, aseguró, “será suficiente”.
Por esta postura, muchos acusaron al BCE de extralimitarse de su mandato y violar los tratados europeos. Pero el Tribunal Europeo de Justicia y el Tribunal Constitucional Alemánrechazaron esa acusación en términos generales. Aun así, ya hay nuevos planteos judiciales en curso contra las políticas monetarias heterodoxas del BCE.
En este contexto, no parece sorprendente que la independencia (de iure o de facto) de los bancos centrales esté otra vez en la picota. Su finalidad siempre ha sido permitir que la política monetaria se concentre en mantener la estabilidad de precios, libre de presiones políticas. Aunque esta estrategia siempre fue polémica (ya que implica entregar una parte importante del control de la economía a tecnócratas no electos), el recuerdo de pasados episodios inflacionarios le valió una amplia aceptación.
Pero cuando los mandatos de los bancos centrales no se limitan a la estabilidad de precios, su independencia puede resultar cada vez más cuestionable en una sociedad democrática. Esto vale especialmente para el BCE: cuanto más fuerte parezca el vínculo entre la extensión de su mandato y la política, más críticas suscitará su independencia.
La incapacidad de los políticos electos para actuar adecuadamente (en particular, en algunos países de la eurozona) convirtió a los bancos centrales en “la única alternativa”. Y esto ya no le hace un favor a su reputación, sino que se está convirtiendo en una amenaza a su independencia. El BCE, sobre todo, recibirá cada vez más cuestionamientos en este frente, sin importar que pueda o no “salvar” la UME. Después de todo, para tener éxito necesitaría mucho poder: mucho más del que cualquier democracia puede tolerar.
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