El derecho universal al ingreso de capital
Image: REUTERS/David Gray
El derecho a la holgazanería tradicionalmente ha sido sólo para los ricos hacendados, mientras que los pobres han tenido que luchar por salarios y condiciones laborales decentes, un seguro de desempleo y discapacidad, una atención médica universal y otros elementos de una vida decorosa. La idea de que los pobres deberían recibir un ingreso incondicional suficiente para vivir ha sido un anatema no sólo para los ricos y poderosos, sino también para el movimiento laboral, que abrazó una ética que gira en torno de la reciprocidad, la solidaridad y el aporte a la sociedad.
Sin embargo, cuando hace décadas se propusieron los esquemas de ingresos básicos incondicionales, inevitablemente se toparon con reacciones indignadas de parte de asociaciones de empleadores, sindicatos, economistas y políticos. De todas maneras, la idea ha vuelto a resurgir recientemente y reunió un respaldo sorprendente de la izquierda radical, del gobierno verde y hasta de la derecha libertaria. La razón es el ascenso de las máquinas que, por primera vez desde el inicio de la industrialización, amenazan con destruir más empleos de los que crea la innovación tecnológica -y con asestarles un duro golpe a los profesionales administrativos.
Pero al igual que ha regresado la idea de un ingreso básico universal, también lo hizo la resistencia tanto de la derecha como de la izquierda. En la derecha apuntan a la imposibilidad de recaudar el ingreso suficiente como para financiar este tipo de esquemas sin sofocar al sector privado, y a una caída de la fuerza laboral y de la productividad, debido a la pérdida de incentivos de trabajo. A la izquierda le preocupa que un ingreso universal debilite la lucha para mejorar las vidas laborales de la gente, legitime a los ricos ociosos, erosione los derechos ganados de negociación colectiva (favoreciendo a empresas como Uber y Deliveroo), mine los cimientos del estado benefactor, aliente a una ciudadanía pasiva y promueva el consumismo.
Los defensores de estos esquemas -en la izquierda y en la derecha- coinciden en que un ingreso básico universal favorecería a quienes ya aportan un valor incalculable a la sociedad, principalmente las mujeres en el sector asistencial -o, por cierto, los artistas que producen grandes obras públicas casi sin recibir dinero a cambio-. Los pobres serían liberados de las viciosas pruebas de haberes del estado benefactor y una red de seguridad que puede enredar a la población en una pobreza permanente sería reemplazada por una plataforma en la cual podría permanecer hasta conseguir algo mejor. Los jóvenes ganarían la libertad de experimentar con diferentes carreras y estudiar temas que no se consideran lucrativos. Es más, en la economía de los trabajos temporales de hoy, cada vez más generalizada, en la que los sindicatos se achican junto con su capacidad para proteger a los trabajadores, se recuperaría la estabilidad económica que la mayoría de la gente está perdiendo.
La clave para avanzar es una perspectiva fresca sobre la conexión entre la fuente de financiamiento de un ingreso básico universal, el impacto de los robots y nuestra capacidad de entender qué significa ser libre. Eso implica combinar tres propuestas: los impuestos no pueden ser una fuente legítima de financiamiento para estos planes; se debe aceptar el ascenso de las máquinas y un ingreso básico universal es el principal requisito para la libertad.
La idea de que usted trabaja mucho y paga sus impuestos a las ganancias, mientras que yo vivo de su amabilidad forzada, sin hacer nada por elección, es insostenible. Si un ingreso universal básico ha de ser legítimo, no puede estar financiado por el impuesto que le cobro a Jill para pagarle a Jack. Es por eso que no debería financiarse con impuestos, sino con retornos sobre el capital.
Un mito habitual, promovido por los ricos, es que la riqueza se produce individualmente antes de que sea colectivizada por el estado, a través de los impuestos. En verdad, la riqueza siempre se produjo colectivamente y fue privatizada por quienes tienen el poder de hacerlo: la clase hacendada. La tierra de cultivo y las semillas, formas pre-modernas del capital, se desarrollaron colectivamente a través de generaciones de esfuerzo campesino del que los terratenientes se apropiaron en secreto. Hoy, cada teléfono inteligente contiene componentes desarrollados por algún préstamo gubernamental, o a través de programas de ideas mancomunadas, por los cuales nunca se ha pagado ningún dividendo a la sociedad.
¿Cómo se podría compensar a la sociedad entonces? Con impuestos es la respuesta equivocada. Las corporaciones pagan impuestos a cambio de servicios que les ofrece el estado, no por inyecciones de capital que deben arrojar dividendos. En consecuencia, existe un argumento sólido de que las masas tienen derecho a una porción del capital accionario, y dividendos asociados, que refleje la inversión de la sociedad en el capital de las corporaciones. Y, como es imposible calcular el tamaño del capital estatal y social cristalizado en cualquier empresa, sólo se puede determinar qué porcentaje de su capital accionario debería estar en manos de la población por medio de un mecanismo político.
Una política simple consistiría en implementar una legislación que requiera que un porcentaje del capital accionario (acciones) de cada oferta pública inicial (OPI) sea remitido a un Depositario de Capital de los Comunes, y que los dividendos asociados financien un dividendo básico universal (DBU). Este DBU debe y puede ser completamente independiente de los pagos de prestaciones sociales, seguro de desempleo y demás. Esto aliviaría la preocupación de que estaría reemplazando al estado benefactor, que encarna el concepto de reciprocidad entre los trabajadores asalariados y los desempleados.
El miedo a las máquinas que pueden liberarnos del trabajo pesado es un síntoma de una sociedad tímida y dividida. Los ludistas están entre los actores históricos más incomprendidos. Su vandalismo de la maquinaria fue una protesta no contra la automatización, sino contra acuerdos sociales que los privaban de perspectivas de vida frente a la innovación tecnológica. Nuestras sociedades deben aceptar el ascenso de las máquinas, pero asegurar de que contribuyan a la prosperidad compartida brindándole a cada ciudadano los derechos de propiedad sobre ellas, mediante un DBU.
Un ingreso básico universal permite nuevas concepciones de libertad e igualdad que zanjen bloques políticos hasta hoy irreconciliables, estabilizando al mismo tiempo a la sociedad y revitalizando la noción de prosperidad compartida frente a una innovación tecnológica de otra manera desestabilizadora. Los desacuerdos, por supuesto, continuarán; pero tendrán que ver con cuestiones como la proporción de acciones de las empresas que deberían ir al Depositario, cuánto respaldo de prestaciones sociales y seguro de desempleo debería adicionarse al DBU y el contenido de los contratos laborales.
Todo aquel que todavía no esté reconciliado con la idea de "algo a cambio de nada" debería hacerse algunas preguntas sencillas: ¿Acaso yo no querría que mis hijos tengan un pequeño fondo fiduciario que los proteja del miedo a la destitución y les permita invertir sin miedo en sus talentos reales? ¿Acaso su tranquilidad los convertiría en holgazanes perezosos? Si no, ¿cuál es la base moral para negarles a todos los niños la misma ventaja?
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