La revolución de la inteligencia artificial se aproxima rápidamente. Pero sin una revolución de la confianza, será un fracaso
Image: REUTERS/Michael Buholzer
Desde hace treinta años, los consumidores reciben los beneficios de enormes avances tecnológicos. En muchos países, la mayor parte de la gente lleva en sus bolsillos una computadora personal más potente que cualquier macrocomputadora de los ochenta. La Atari 800XL en la que durante la secundaria yo programaba juegos tenía un microprocesador con 3500 transistores; hoy, la computadora incluida en mi iPhone tiene dos mil millones. En aquel tiempo, un gigabyte de almacenamiento costaba 100 000 dólares y ocupaba el espacio de un refrigerador; hoy prácticamente no cuesta nada y se mide en milímetros.
Incluso con la enormidad de estos avances, es probable que veamos otros aún más veloces conforme todo el planeta (personas y cosas incluidas) se conecte. Ya hay cinco mil millones de personas con acceso a dispositivos móviles, y más de tres mil millonescon acceso a Internet. En los próximos años, también se conectarán a Internet 50 mil millones de objetos (lamparillas, refrigeradores, vestidos, calles, etcétera).
Más o menos una vez por generación, varias tecnologías nuevas convergen y ocurre algo revolucionario. Por ejemplo, cuando a la madurez de Internet, la reducción del costo del ancho de banda y la compresión de archivos se le sumó el emblemático iPhone de Apple, empresas como Uber, Airbnb, YouTube, Facebook y Twitter pudieron redefinir la experiencia del cliente móvil.
Ahora estamos al borde de otra gran convergencia: el análisis de macrodatos, el aprendizaje automático y el aumento del poder de cómputo pronto convertirán la inteligencia artificial (IA) en algo ubicuo.
La IA sigue el dicho de Albert Einstein de que el genio extrae sencillez de lo complejo. La creciente complejidad del mundo hará de la IA la tecnología esencial del siglo XXI, así como el microprocesador lo fue del siglo XX.
Los consumidores ya se cruzan con la IA todos los días. Google usa el aprendizaje automático para completar las expresiones de búsqueda, y a menudo logra predecir acertadamente lo que busca el usuario. Facebook y Amazon usan algoritmos predictivos para ofrecer al usuario recomendaciones basadas en su historial de lecturas o compras. La IA es el componente central de los autos sin conductor (que ya son capaces de evitar choques y atascos de tráfico) y de sistemas de juego como AlphaGo de Google DeepMind, la computadora que hace unos meses derrotó al maestro de go surcoreano Lee Sedol en un torneo a cinco partidos.
Dada la amplitud de aplicaciones de la IA, todas las empresas necesitan imperiosamente integrarla en sus productos y servicios; de lo contrario, no podrán competir con otras que usen redes de recolección de datos para mejorar las experiencias de los clientes y guiar las decisiones empresariales. La próxima generación de consumidores habrá crecido con tecnologías digitales a su alrededor, y esperará que las empresas se anticipen a sus necesidades y entreguen respuestas instantáneas y personalizadas a cada consulta.
Hasta ahora, la IA ha sido demasiado cara o compleja como para permitir un uso óptimo en la mayoría de las empresas. Su integración con las operaciones habituales puede ser difícil, y generalmente demanda emplear a expertos en ciencia de datos. Por eso muchas empresas siguen tomando decisiones importantes guiadas por el instinto en vez de la información.
Esto cambiará en los próximos años, conforme el uso de la IA se extienda, con el potencial de hacer a cada empresa y a cada empleado más inteligentes, veloces y productivos. Los algoritmos de aprendizaje automático pueden analizar miles de millones de señales para redirigir llamadas de clientes al agente más adecuado, o identificar clientes interesados en la compra de un producto.
Y las aplicaciones de la IA no se limitan al comercio electrónico: según la consultora A. T. Kearney, el 90% de las ventas minoristas todavía se hace en tiendas físicas. Pronto, cuando los clientes entren a una de estas tiendas, los recibirán chatbots interactivos que podrán recomendarles productos según su historial de compras, ofrecerles descuentos especiales y manejar cuestiones de servicio al cliente.
Los avances en “aprendizaje profundo”, una rama de la IA que toma como modelo la red neural del cerebro, tal vez permitan que asistentes digitales inteligentes ayuden a planear vacaciones tan bien como un asistente humano, o que las empresas evalúen las actitudes de los consumidores respecto de una marca según millones de señales originadas en redes sociales y otras fuentes de datos. En el ámbito de la salud, los algoritmos de aprendizaje profundo pueden ayudar a los médicos a identificar células cancerosas o anomalías intracraneales desde cualquier lugar del mundo en tiempo real.
Para hacer un uso eficaz de la IA, las empresas deberán tener presentes la privacidad y la seguridad. La IA se alimenta de datos: cuantos más tenga una máquina respecto de un individuo, mejor podrá predecir sus necesidades y actuar en representación suya. Pero por supuesto, la recolección de ese inmenso flujo de datos personales implica un riesgo de abuso de confianza. Las empresas deberán ser transparentes respecto del uso que hacen de los datos personales de la gente. Además, la IA puede servir para detectar y prevenir accesos a información no autorizados, y tendrá un papel esencial en la protección de la privacidad de los usuarios y la obtención de su confianza.
Como en otros períodos de transformación económica, la IA hará posibles nuevos niveles de productividad, mejorará nuestras vidas (en lo personal y lo profesional) y planteará cuestiones existenciales sobre la sempiterna relación entre el hombre y la máquina. Alterará industrias y desplazará trabajadores al automatizar cada vez más tareas. Pero lo mismo que Internet hace veinte años, la IA también facilitará los empleos actuales y generará otros nuevos. Debemos prepararnos para el cambio y hacer las adaptaciones necesarias, lo que incluye proveer capacitación para los empleos del mañana y redes de seguridad para los que queden rezagados.
La IA todavía está muy lejos de superar a la humana. Ya pasaron sesenta años desde que John McCarthy, teórico de la computación y padre putativo de la IA, introdujo el término en una conferencia celebrada en la Universidad Dartmouth; y recién ahora las computadoras han sido capaces de identificar un gato en un video de YouTube o decidir la mejor ruta para llegar al aeropuerto.
Es de prever que la innovación tecnológica seguirá a un ritmo todavía más veloz que en las generaciones anteriores. La IA será como la corriente eléctrica: invisible pero necesaria para casi todas las actividades. Dentro de treinta años, nos preguntaremos cómo hacíamos para vivir sin la ayuda de nuestros (aparentemente telepáticos) asistentes digitales, así como ahora no imaginamos estar más de unos pocos minutos sin revisar la macrocomputadora de los ochenta que llevamos en el bolsillo.
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