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Lecciones de Wuhan: empezar una cuarentena es difícil; terminarla, más aún

Residentes con máscaras faciales caminan en una antigua comunidad residencial bloqueada por barreras en Wuhan, provincia de Hubei, el epicentro del brote de la enfermedad coronavirus de China (COVID-19), el 5 de abril de 2020.

Residentes con máscaras faciales caminan en una antigua comunidad residencial bloqueada por barreras en Wuhan, provincia de Hubei, el epicentro del brote de la enfermedad coronavirus de China (COVID-19), el 5 de abril de 2020. Image: REUTERS/Aly Song - RC2DYF9H9GFZ

Macarena Vidal
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COVID-19

  • Nadie se atreve a bajar la guardia en la ciudad china donde estalló la pandemia y los ciudadanos siguen sometidos a numerosos controles en su vida cotidiana

El bloqueo por cuarentena de Wuhan se levantó la semana pasada, después de dos meses y medio. Sin embargo, viajar entre esta ciudad china de 11 millones de personas y Pekín, sigue siendo una carrera de obstáculos burocráticos. El temor a que pueda filtrarse algún caso de Covid-19 sin detectar que pueda desatar una nueva ola de contagios es la peor pesadilla de las autoridades chinas, que han impuesto una serie tan amplia como cambiante de requisitos cada vez más estrictos para poder desplazarse a la capital. Estos requisitos son especialmente exigentes si se llega del foco original de la pandemia.

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Para viajar desde la ciudad a orillas del Yangtzé a Pekín es necesario, primero, solicitar un permiso a las autoridades locales en la capital, mediante una aplicación de móvil. Una vez aprobado —si no se planea recorrer los mil kilómetros de distancia en coche—, se puede solicitar el billete de tren o de autobús: aún no se han reanudado los vuelos entre Wuhan y Pekín. Y toca esperar sentado: solo pueden viajar mil personas al día desde la urbe hasta la capital.

Desde el miércoles pasado, además, hace falta someterse a la prueba del coronavirus, cuyos resultados se reciben en 48 horas. Pero su validez es de solo una semana desde que se toma la muestra, por lo que si el billete de tren tarda en aprobarse, es posible que toque someterse a una segunda. Los requisitos continúan: al llegar a Pekín es necesaria una segunda prueba, un análisis de sangre, y una cuarentena domiciliaria, o en un centro designado, de 14 días.

Nadie se atreve a bajar la guardia en Wuhan. En la ciudad, donde murieron más de 2.500 personas y se infectaron más de 50.000, aún quedan 93 enfermos graves de Covid-19. El miedo al virus está aún muy presente. Los complejos de viviendas, que tímidamente comienzan a autorizar salidas cada vez más largas de sus residentes, deben entrar de nuevo en modo de confinamiento si se descubre algún caso asintomático entre sus vecinos.

Las pruebas del coronavirus se llevan a cabo por doquier: muchas empresas las exigen a sus empleados antes de que se reincorporen a sus puestos de trabajo, e incluso organizan ellas mismas tomas colectivas de muestras. En hospitales, como los números 3 y 7 del distrito de Wuchang, el personal sanitario reconoce un mayor flujo de pacientes que solicitan la prueba por motivos laborales o de viaje.

En la comunidad de Liuhe, cerca del popular barrio colonial del distrito de Hankou, continúan las barreras azules que en su día sirvieron para reforzar el confinamiento de calles y barrios, y que aún ahora separan aquí los pequeños comercios de sus clientes en la calle. Escritos en cartones que cuelgan de las vallas, los tenderos invisibles tras esas cortinas de hierro, figura lo que venden y los precios. Algunos han abierto agujeros en las vallas, para hacer más fáciles las transacciones. A otros, no les queda más remedio que gritar el pedido y recoger la compra que les pasan por encima de las barreras.

“La policía es mucho más estricta ahora. Vienen y me dicen que meta la mercancía dentro de la tienda. Que la ponga así o asá. No es bueno para el negocio, la gente no puede ver lo que vendo y entonces no compra”, se lamenta la señora Li, dueña de una tienda de tofu fresco. Su marido, pescadero en el puesto de al lado, contemporiza. “Sí, estamos vendiendo quizá solo dos terceras partes de lo que vendíamos antes. Pero estas medidas son por nuestra seguridad. Todo este control quiere decir que no vamos a enfermar, así que bienvenido sea”.

Aunque lentamente, la ciudad —que ha estado paralizada durante 11 semanas, hasta el miércoles— va recuperando la confianza en su recién ganada libertad. Las calles, desiertas hace apenas 10 días, cada vez registran más tráfico, y algún atasco. Ha vuelto el servicio de taxis, blancos y amarillos. Vuelven a navegar, ondeando la bandera roja con cinco estrellas de China, los ferris que cruzaban el Yangtsé, el río que divide y que da forma a la ciudad. En los centros comerciales más de moda, los jóvenes que los primeros días tras el fin de la cuarentena apenas se atrevían a dar un paseo, guardan cola para volver a entrar a sus tiendas favoritas de ropa y complementos.

Pero tras esa imagen de la misma normalidad de los tiempos pasados, la realidad. De tanto en tanto, los guardias de seguridad separan a esos mismos jóvenes y les recuerdan la necesidad de guardar la distancia social. Para entrar en el centro comercial, como para entrar en cualquier otra parte —el metro, edificios de oficinas, la estación de tren— hace falta un control de temperatura y mostrar el código verde, la aplicación móvil que da fe de que no se tienen síntomas de Covid-19 ni se ha estado cerca de ningún caso confirmado.

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La vida normal tardará aún un tiempo en regresar. Y eso, si no hay contratiempos por el camino. Los restaurantes solo sirven comida para llevar; cines, teatros, y pabellones deportivos aún no pueden abrir, por miedo a las aglomeraciones en espacios cerrados. Lugares turísticos, como la emblemática Pagoda de la Grulla Amarilla —símbolo de Wuhan— admiten por teléfono que aún no han “recibido instrucciones para la apertura”. Los colegios no tienen tampoco fecha todavía para retomar las clases presenciales.

“Dos o tres meses”, calcula el pescadero Li que se mantendrán aún las vallas en torno a su mercado. “Si todo va bien”.

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