Salud y sistemas de salud

Aplanar la curva del COVID-19 en los países en desarrollo

Una paseante con mascarilla camina dentro de las instalaciones del metro mientras continúa el brote de la enfermedad coronavirus (COVID-19), en la Ciudad de México, México 24 de marzo de 2020.

Una paseante con mascarilla camina dentro de las instalaciones del metro mientras continúa el brote de la enfermedad coronavirus (COVID-19), en la Ciudad de México, México 24 de marzo de 2020. Image: REUTERS/Gustavo Graf - RC2GQF9QX6IB

Ricardo Hausmann
Founder and Director, Growth Lab, Harvard University
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Desequilibrios económicos globales

El COVID-19 está haciendo estragos en economías avanzadas como Italia, Francia, España y Estados Unidos. Más allá de las muertes y del sufrimiento humano, los mercados están dando por cierta una recesión catastrófica acompañada de defaults masivos, como quedó de manifiesto en la revisión radical del riesgo de crédito corporativo por parte de los mercados financieros.

Por más terrible que suene, la situación en las economías avanzadas probablemente sea mucho más benigna de la que enfrentan los países en desarrollo, no sólo en términos de la carga de la enfermedad, sino también en términos de la devastación económica que enfrentarán. Y si bien dos comunidades académicas –los expertos en salud pública y los macroeconomistas- están empezando a dialogar entre sí, desafortunadamente la conversación ha involucrado, esencialmente, sólo a los países avanzados.

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La comunidad de la salud pública ha popularizado las ecuaciones diferenciales que gobiernan el contagio. La gente ahora habla del rol del factor R0 (el número promedio de nuevas infecciones causadas por cada persona infectada) y de la necesidad de aplanar la curva de contagio mediante el distanciamiento social y los confinamientos.

Los macroeconomistas en un principio consideraron que la pandemia era un shock de demanda negativo que tendría que ser contrarrestado por políticas monetarias y fiscales expansionistas para respaldar el gasto agregado. Rápidamente, muchos de ellos tomaron conciencia de que esta crisis es diferente. A diferencia de la crisis financiera global de 2008, que condujo a un colapso en la demanda, la pandemia del COVID-19 es, antes que nada, una crisis de oferta. Eso cambia todo.

Si la producción colapsa porque la gente no quiere o no puede gastar, agregar poder de compra puede ayudar. Pero si los teatros de Broadway, las universidades, las escuelas, los estadios deportivos, los hoteles y las aerolíneas están cerrando para frenar la propagación del virus, darle dinero a la gente no reavivará esas industrias: no carecen de demanda. Están cerradas como parte de las políticas de salud pública implementadas para aplanar la curva. Si las empresas no están produciendo porque sus trabajadores están confinados, impulsar la demanda no hará que los productos aparezcan por arte de magia.

Como consecuencia de ello, los macroeconomistas hoy se están centrando en cómo hacer que el distanciamiento social y los confinamientos resulten tolerables y en limitar el daño que generará el shock de oferta. En Estados Unidos y el Reino Unido, los gobiernos están planificando grandes paquetes fiscales para expandir la provisión de atención sanitaria, proteger las nóminas, ofrecer seguro de desempleo adicional, demorar los pagos de impuestos, evitar quiebras innecesarias, apuntalar el sistema financiero y ayudar a las empresas y hogares a capear la tormenta.

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Pero una hipótesis muchas veces no explícita de esta estrategia es que los gobiernos podrán movilizar los recursos necesarios, esencialmente endeudándose más, si fuera necesario, con sus propios bancos centrales, al tiempo de que ponen en marcha el alivio cuantitativo (QE). Los economistas se refieren a la capacidad de endeudamiento de los gobiernos como espacio fiscal. En resumidas cuentas, cuanto más plana uno quiere que sea la curva de contagio, más necesario será cerrar el país –y más espacio fiscal hará falta para mitigar la recesión más profunda que resultará de ello.

Eso deja a los países en desarrollo en la estacada. Aún en la mejor de las circunstancias, muchos de ellos tienen un acceso precario a los mercados financieros, y recurrir a imprimir dinero conduce a una corrida monetaria y a un pico inflacionario. Y éstas no son las mejores circunstancias.

La mayoría de los países en desarrollo dependen de los ingresos del exterior a partir de una combinación de exportaciones de materias primas, turismo y remesas: se espera que todos colapsen, dejando a las economías escasas de dólares y a los gobiernos, escasos de ingresos tributarios. Al mismo tiempo, el acceso a los mercados financieros internacionales se ha interrumpido en tanto los inversores se apresuran a refugiarse en los activos emitidos por el gobierno de Estados Unidos y otros países ricos. En otras palabras, justo cuando los países en desarrollo necesitan hacer frente a la pandemia, la mayoría han visto evaporarse su espacio fiscal y enfrentan grandes brechas de financiamiento.

La prescripción habitual para las caídas de los ingresos y los problemas de financiamiento externo es una combinación de austeridad (para poner al gasto en línea con el ingreso), devaluación (para que las divisas resulten más costosas) y asistencia financiera internacional para suavizar el ajuste. Pero esto dejaría a los países sin recursos para combatir el virus y sin medios para proteger a la economía de los efectos nocivos de las medidas de aislamiento. Por otra parte, la prescripción estándar es más ineficiente si todos los países la ponen en práctica a la vez, debido a los efectos negativos de derrame sobre sus vecinos.

En estas condiciones, aún si los países en desarrollo quisieran aplanar la curva, no tendrían la capacidad de hacerlo. Si la gente debe elegir entre un 10% de chance de morir si va a trabajar y se contagia el COVID-19 y morirse de hambre con seguridad si se queda en casa, es muy probable que opte por ir a trabajar.

Darles a los países la capacidad financiera para aplanar la curva requiere un nivel de respaldo financiero que no será factible con las estrategias existentes y con los balances actuales de las organizaciones internacionales. Para ayudar a manejar la pandemia en el Sur Global, por lo tanto, es esencial que el dinero que huye de los países en desarrollo regrese. Para hacerlo, el G7 y el G20 deberían considerar varias medidas.

Primero, la Reserva Federal de Estados Unidos ha anunciado líneas de swap con los bancos centrales de Australia, Brasil, Dinamarca, Corea, México, Noruega, Nueva Zelanda, Singapur y Suecia. Este mecanismo debería extenderse a muchos más países. Si el miedo al default es la razón para no hacerlo, estos fondos podrían ser intermediados por el Fondo Monetario Internacional, que debería rediseñar su Instrumento de Financiamiento Rápido existente para satisfacer las necesidades actuales.

Segundo, en tanto los bancos centrales implementan el alivio cuantitativo, deberían comprar bonos de mercados emergentes, especialmente los menos riesgosos, para liberar más espacio a fin de que las instituciones financieras internacionales se centren en los casos más difíciles.

Tercero, a las economías dolarizadas o euroizadas que no tienen su propia moneda y, por ende, no tienen un prestamista de última instancia, como Panamá, El Salvador y Ecuador, se les deberían ofrecer mecanismos financieros especiales para que sus bancos centrales puedan respaldar sus sistemas bancarios.

Por último, los países desarrollados no deberían –como desafortunadamente acaba de hacer la Unión Europea- impedir o prohibir las exportaciones de kits de pruebas, productos farmacéuticos y dispositivos médicos.

Aplanar la curva del COVID-19 exigirá una acción económica concertada a nivel internacional, especialmente con respecto a los países en desarrollo. Dada la naturaleza global del problema, hacer lo moralmente correcto es también lo más inteligente.

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