Las caras del cambio climático en la agricultura y la pesca
Image: REUTERS/Beawiharta
A estas alturas parece claro que el impacto del cambio climático sobre las cosechas y la pesca es una realidad, pero no es el único factor a tener en cuenta, ya que la capacidad de reacción y la adaptación tienen también gran relevancia.
Todavía hoy en Estados Unidos se recuerda aquel verano de 2012, el más caluroso de su historia desde que se tienen registros. Las altas temperaturas y la escasez de precipitaciones provocaron uno de los estíos más secos que ha padecido el gigante norteamericano, con la cuenca del río Misisipi, una de las rutas predilectas para la agricultura, como la principal damnificada. Las pérdidas alimentarias y económicas fueron cuantiosas ante la reducción del tráfico de embarcaciones y la desaparición de miles de empleos asociados al sector. Apenas unos meses después, en la primavera de 2013 y como si del negativo de una fotografía se tratara, la sequía cedió el testigo a una letanía de inundaciones. Sequías e inundaciones. Dos fenómenos aparentemente opuestos con efectos prácticamente idénticos.
“Nos preocupan los impactos en el suministro global de alimentos porque su escasez puede causar crisis humanitarias y problemas de seguridad nacional”, admiten desde la Agencia de Protección Ambiental de EE UU (EPA). Se hacen eco de los múltiples estudios de caso que recoge el Programa de Estados Unidos de Investigación sobre el Cambio Mundial (USGCRP) y que vinculan estas oscilaciones climatológicas a “la severidad del continuo cambio climático”. Y no se trata de advertencias únicamente válidas para el país de las barras y las estrellas, sino de secuelas de alcance internacional. Con el agravante, inciden desde la Agencia estadounidense, de que en los países llamados en vías de desarrollo, “las posibilidades de adaptación son más limitadas que en las naciones industrializadas”.
El clima de la Tierra nunca ha sido estático. La temperatura media de la superficie terrestre ha subido aproximadamente 0,8 grados centígrados en el último siglo, en buena medida, por el aumento de las emisiones de dióxido de carbono (CO2) y de otras que también provocan el efecto invernadero, detrás de las cuales está principalmente la mano del hombre. Si bien el consenso acerca de la cifra es prácticamente unánime, las causas antropogénicas suscitan alguna discrepancia en la que este análisis apenas va a detenerse: así lo aconseja el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), subrayando con un “95% de certeza que la actividad humana es actualmente la causa principal del calentamiento global”. Esta misma tesis es compartida por la mayoría de los estudios científicos que se publican al respecto (hasta el 97%, según varias investigaciones).
Pero ¿qué consecuencias acarrea el cambio climático, concretamente, en la agricultura y la pesca? El debate oscila entre quienes lo ven con buenos ojos y quienes encienden el piloto de alarma. Entre medias, toda una escala de gradaciones, con el CO2 a cuestas. Porque en el aumento del dióxido de carbono está una de las piedras angulares de la disyuntiva.
“Estoy de acuerdo en que tanto la temperatura como el CO2 han aumentado. Lo que niego es que vayamos a peor, todo lo contrario: ese pequeño incremento es bueno. Y lo afirmo no solamente sobre modelos teóricos, sino basándome en la práctica”, indica el paleoclimatólogo Antón Uriarte, autor del libro Historia del clima de la Tierra. Se define como “escéptico” y enfatiza los beneficios del dióxido de carbono para la agricultura, “pues está probado que con más CO2las plantas crecen más. Por algo se utiliza en los invernaderos desde hace muchísimo tiempo. Con más CO2 la fotosíntesis funciona mejor; incluso se necesita menos agua. Sin CO2 en la Tierra no habría oxígeno. Pero es evidente que el alarmismo vende”.
Una media verdad o una media mentira, según se mire, a tenor de las palabras del experto en cambio climático Lluís Torrent: “El aumento del CO2 es positivo para la agricultura y la pesca de algunas zonas, pero no de otras. Mientras en las zonas templadas, parte de Norteamérica y de Europa, además de ciertas zonas de Asia, se prevé un aumento de la producción de los rendimientos agrícolas; en los trópicos y el hemisferio Sur habrá pérdidas. El efecto es diferenciado”. Así lo corroboran desde el Instituto Internacional de Investigación sobre Políticas Alimentarias (IFPRI) que, de cara a 2050, vaticinan un diferenciado grupo de regiones beneficiadas frente a otro de perjudicadas con respecto a los rendimientos promedio previstos para el maíz, la patata, el arroz y el trigo.
Si se cumplen los pronósticos del modelo (HadGEM2) con el que trabaja el IFPRI, Norteamérica perdería en torno al 20% de la producción de maíz, si bien continuaría liderando el sector. En Suramérica, países como Brasil verían caer su producción de dicho grano un 16%. Y mientras en el norte de Europa la patata extendería su período de crecimiento, los campos del sur del viejo continente serían cada vez más secos. Por su parte, los cambios en Asia se estiman cuantiosos, dados la población y el tamaño de Estados como India y China, que experimentaría grandes pérdidas de tierras cultivables; en Indonesia preocupa el futuro del maíz, que se reduciría el 20%.
De estos cuatro cultivos, el maíz, la papa, el arroz y el trigo, vitales para la alimentación global pero también local de muchas comunidades cuya existencia depende directamente de estas cosechas, el trigo parece ser el que tiene por delante un horizonte más benévolo, con una caída del 3%, mientras que los descensos serían mayores tanto en las patatas (9%) como en el arroz (11%) y, sobre todo, en el maíz (24%). Torrent aprovecha estos datos para recordar dónde están los mayores productores de este tipo de cereales y tubérculo: en América Latina (México, Argentina y Brasil), en Norteamérica (Estados Unidos) y en zonas de África (la región subsahariana, principalmente) además del sur y el sureste de Asia (India, Bangladesh, China, Tailandia, Camboya). En buena lógica, éstos serían los más damnificados por el cambio climático en cuanto a la agricultura.
Muy diferentes son, sin embargo, los datos que exponen las voces más escépticas. Basándose en estudios como el de Luigi Mariani, defienden que con dos grados más de temperatura y 560 partes por millón (ppm) de CO2 (frente a las aproximadamente 400 ppm actuales), se obtendría el 115% más de producción agrícola de trigo, maíz, arroz y soja; y con cuatro grados más y 800 ppm, el porcentaje sería del 124%. “La mala prensa del CO2 es que está ligado al carbón, que es la fuente de energía que se supone hay que eliminar para hacer sitio a otras; principalmente la nuclear. El lobby nuclear es el que inicia el énfasis político de la lucha contra el CO2. Luego vinieron los de las renovables”, responde Uriarte al ser preguntado por la escasa presencia de estos estudios en el mundo académico y periodístico.
La pesca tampoco sale indemne de su relación con el cambio climático que, por una parte, aumenta la temperatura del agua en buena parte del planeta; y por otra, y a medida que de forma paralela sube la concentración de dióxido de carbono, también incrementa la acidez del vital líquido. Las consecuencias recaen tanto en las diferentes especies de peces, alterando por ejemplo su reproducción y sus patrones de migración (lo que puede acarrear otros efectos en cadena, como la competencia entre especies y alimentos); como a los propios hábitats, especialmente a las zonas coralinas, las de mayor biodiversidad.
Los países afectados son muy conscientes de ello y, de hecho, hace tiempo que sacan conclusiones al respecto. Así lo hace la EPA en sus múltiples informes y tras analizar pormenorizadamente datos como la migración aguas arriba y abajo de las diferentes especies: “El cambio climático puede empeorar el estrés que ya sufren muchas piscifactorías”, “algunos brotes de enfermedades marinas están relacionadas con el cambio climático” (mencionan, por ejemplo, el caso de un parásito que afecta a las ostras, además de otras afecciones en corales y pastos marinos), “los cambios de temperatura y las estaciones pueden afectar a la sincronización de la reproducción y la migración” (lo que a la postre, combinado con otros efectos, reduciría drásticamente el número de especies como el salmón) o “la acidificación pone en peligro los ecosistemas de los que algunos pescados y mariscos dependen”.
Los datos que reúne la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación (FAO) corroboran que el cambio climático “generará cambios significativos tanto en la disponibilidad como en el comercio de productos pesqueros, con consecuencias geopolíticas y económicas potencialmente importantes, principalmente, en los países más dependientes del sector”. Uno de sus últimos informes al respecto, “Impactos del cambio climático en la pesca y la acuicultura” (2018), señala concretamente cuatro Estados que “actualmente se enfrentan un nivel alto de estrés que previsiblemente será mayor en el futuro”: España, Marruecos, Irak y Pakistán.
Dicho estudio cuantifica las consecuencias del cambio climático en la pesca: en las regiones marinas, las proyecciones el potencial máximo de captura se reducirá entre el 2,8% y el 12,1% de cara a 2050, una relación variable en función del escenario de emisión de gases de efecto invernadero que se tenga en cuenta. Si bien “este promedio no es especialmente significativo a escala global”, indican desde la FAO, “los impactos son mucho mayores a escala regional”, con las peores consecuencias en los trópicos, principalmente en las regiones del Pacífico Sur. Mientras tanto, es probable que las regiones a alta latitud incrementen su potencial de captura o, al menos, no se vean tan afectadas.
En el Estado español, el guante lo recogen publicaciones como el “Informe sobre sostenibilidad en España 2018. Cómo anticiparse a la crisis del cambio climático”, elaborado por la Fundación Alternativas. Entre sus páginas se mencionan preocupaciones como el incremento de la frecuencia y la intensidad de los fenómenos meteorológicos extremos, la reducción de la disponibilidad de agua y la subida de las temperaturas. Advierten que deben tenerse en cuenta las especificidades locales, “pues no hay una receta universal en el diseño de políticas”, pero sin perder de vista el contexto global: “Es necesario actuar atendiendo a una estrategia común”. Entre las medidas concretas que apunta la Fundación Alternativas destacan la mejora de la eficiencia en los sistemas de irrigación (por ejemplo, el riego por goteo), la conservación de la humedad del suelo (con técnicas como la reducción del laboreo), la desalinización o la reutilización de aguas residuales.
“Ante un fenómeno transfronterizo como es el cambio climático, la respuesta tiene que ser, en todo caso, multinivel: local, regional y global”, reincide Lluís Torrent, para quien “la responsabilidad es compartida, pero diferenciada. Quien tiene el peso en las decisiones es el estamento político, que es quien posee el poder de ejecución y de legislación, además de disponer de buena parte de la financiación. Hay movimientos sociales muy importantes que están reclamando nuevos modelos, pero su actuación debe venir impulsada por un liderazgo político muy claro”.
Sucedió a finales de 2015, el año que se despidió con, sobre el papel, el mayor pacto global hasta la fecha para atajar el calentamiento global: el Acuerdo de París. Aquel compromiso mundial fue ratificado en los meses siguientes por casi 200 países, la práctica totalidad del mundo contemporáneo. Al menos sobre el papel, era el paso adelante que muchos y desde hacía tiempo exigían a los representantes políticos. Este junio, cuando se cumplían cerca de tres años de aquel hito histórico enmarcado en la Convención Marco de Naciones Unidas contra el Cambio climático (CMNUCC), Estados Unidos anunció su retirada del pacto.
La espantada protagonizada por el Presidente estadounidense, Donald Trump, no parece sin embargo preocupar en exceso a las voces consultadas para este artículo. Coinciden en que incluso ha podido provocar el efecto contrario, consiguiendo que Europa y China sumen aún más fuerzas frente al cambio climático. Algo parecido a lo que estaría sucediendo en el interior del propio país norteamericano, con estados como California que siguen su propio rumbo medioambiental.
Más allá de los liderazgos políticos, el profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña (UPC) Jordi Ortega apunta a “la interpretación que hacen las sociedades del cambio climático, a su capacidad o incapacidad para responder ante sus retos. Porque el cambio climático no puede ser descrito solo de manera científica, como si fuera únicamente una verdad física. Es también una realidad social. Se trata de modificar las estructuras mentales, de movilizar las pautas de aprendizaje hasta desprenderse de las antiguas”.
Destaca en positivo el caso de Filipinas, “vulnerable por frecuentes catástrofes sísmicas y que, sin embargo, ha desarrollado capacitaciones sociales adaptativas”. Y Egipto, con su modelo de producción agroecológica en pleno desierto. Y California, con su objetivo del 33% de energías renovables para 2020. Un listado al que Torrent añade los sistemas de irrigación de Israel y las nuevas técnicas que emplea China, “una especie de pasta que beneficia la porosidad de los suelos, lo que beneficia su humedad, algo imprescindible en las plantaciones”. Entre las menciones de Ortega tampoco faltan los ejemplos negativos, como la ciudad de Nueva Orleans, que en 2005 “transformó unas inundaciones climáticas en inundaciones raciales”. El profesor de la UPC se refiere a las consecuencias del huracán Katrina, uno de los fenómenos atmosféricos más destructivos y mortales para la costa Atlántica aquel año, que se cebó con Nueva Orleans (EE UU), el municipio que más muertes registró, mención aparte de los desplazamientos forzados, protagonizados principalmente por residentes afrodescendientes, el sector más empobrecido, entre ellos, muchas mujeres. “Hay sociedades capaces de cambiar sus estructuras mentales y otras que no y terminan con genocidios y disparates”, finaliza Ortega.
En suma, el cambio climático influye pero no determina por sí solo el devenir de la agricultura y de la pesca en las diferentes partes del mundo, que también se ven condicionadas por otros múltiples factores, entre ellos, su capacidad de reacción y adaptación. Son las diferentes caras del cambio climático, esa variación de temperatura de la superficie terrestre, dióxido de carbono incluido, cuya influencia es directa en fenómenos como las crisis alimentarias y los desplazamientos ambientales forzados, en los que para las regiones más vulnerables está en juego mucho más que pérdidas económicas y laborales.
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