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Disturbios violentos en aumento. ¿Se puede culpar a la desigualdad? 

Pro-Houthi protesters demonstrate to demand the opening of humanitarian corridors in Hodeidah, Yemen December 31, 2018. REUTERS/Abduljabbar Zeyad - RC14EB0E4250

Image: REUTERS/Abduljabbar Zeyad

Robert Muggah
Co-founder, SecDev Group and Co-founder, Igarapé Institute
Clionadh Raleigh
Professor of Political Geography and Conflict, University of Sussex
Este artículo es parte de: Reunión Anual del Foro Económico Mundial

¿El mundo se está volviendo más violento? La respuesta es sí y no. El mundo es menos mortal, pero está más turbulento. A pesar del enorme derramamiento de sangre en Afganistán, Siria y Yemen, la incidencia del conflicto a gran escala ha disminuido en comparación con el pasado. Hoy hay menos guerras transfronterizas y civiles y muchas menos personas asesinadas violentamente en comparación con el siglo XX. Sin embargo, los conflictos armados contemporáneos parecen ser más difíciles que nunca de resolver. Se presentan en diversas formas y tamaños, y son precisamente estas manifestaciones alternativas las que están aumentando y contribuyendo a los disturbios. En un momento en que la mayoría de los países han experimentado mejoras generales en el desarrollo, ¿qué explica esta situación particular?

Una razón de la persistencia del conflicto armado de baja intensidad es la fragmentación y la proliferación de grupos armados. Los conflictos actuales rara vez están limitados a fuerzas del Estado y a uno o dos grupos guerrilleros. Desde 2010, casi la mitad de todos los conflictos armados involucraron a diez o más elementos armados. En diversas zonas de conflicto —Mali, Libia o Siria— cientos de grupos armados están compitiendo por poder. Algunos de ellos están motivados por objetivos políticos, mientras que otros son meramente mentes criminales. Hoy en día, la mayoría de los insurgentes, la milicia, los extremistas y los mafiosos muestran tácticas e ideologías fluidas increíblemente similares que involucran la persecución de poder y lucro. No solo son difíciles de distinguir las modalidades de violencia, también se están fusionando las motivaciones.

Dos tendencias opuestas han ayudado a asegurar la continuidad de los conflictos armados inextricables y la proliferación de grupos violentos. La primera es la inequidad: cuando son más grandes y más amplios los segmentos de la población que se sienten excluidos y marginados del poder, el descontento puede escalar a un malestar social e incluso a una rebelión absoluta. Este movimiento desde la intención hacia la perpetración requiere organización. Es por ello que el segundo factor es tan crucial como el primero: el ascenso y el dominio de las élites políticas. Durante años, muchos gobiernos posconflicto y recientemente democráticos fueron forjados sobre la base de complejos acuerdos de distribución de poder entre las élites. En algunos casos, las élites trabajaron para solucionar pacíficamente los desacuerdos potencialmente violentos, mientras que en otros casos utilizaron la violencia para preservar o incrementar su poder.

En resumen, la violencia organizada es completamente racional y no una aberración. En muchos países, la violencia organizada es una característica intrínseca del sistema político, no un síntoma deplorable de su debacle. La violencia es ejercida con precisión instrumental porque es muy efectiva en señalar quejas específicas e incrementar la competitividad de determinados grupos elitistas. Mientras que todo esto es descaradamente obvio para los profesionales, durante décadas los hacedores de políticas han interpretado la violencia organizada como el resultado irracional de estados fallidos y frágiles. Los diplomáticos y los investigadores lo han descrito como un "arma de los débiles" y una consecuencia del colapso del estado. Como resultado, las medidas convencionales para prevenir y reducir el conflicto armado frecuentemente enfatizan el fortalecimiento de la capacidad del Estado y la inclusión selecta. Sin embargo, estos son precisamente los factores que pueden también intensificar la violencia política competitiva.

La violencia comunitaria o étnica es con frecuencia orquestada por las élites, incluso si se describe en los canales de noticias como un estallido de odio instintivo.

Tomemos el caso de la República Democrática del Congo, donde millones de personas han sido asesinadas en violencia organizada desde la década de 1990. La RDC nunca ha tenido una transferencia pacífica de poder desde 1960, y el 2019 no es la excepción. Parte de la razón es que las élites están movilizando sistemáticamente la milicia para asegurar sus intereses. Una zona donde se ha materializado de forma particularmente devastadora es en Ituri, la provincia más volátil de la RDC , al este del país. Durante décadas, ha habido disputas frecuentes entre los grupos Lendu y Hema, con frecuencia caracterizados como un conflicto entre los agricultores y los pastores locales. Es verdad que a menudo hay una competencia (violenta) por la tierra y el pastoreo. Pero también es cierto que los sucesivos gobiernos tienen una larga historia de movilizar los grupos étnicos que compiten entre sí para su propio beneficio personal, en particular para debilitar a la oposición. Las élites con base en todas partes desde la capital nacional, Kinshasa, hasta ciudades provinciales como Bunia han movilizado a la milicia étnica para influir en las elecciones y controlar las lucrativas explotaciones mineras en toda la región.

Image: Informe mundial sobre la violencia en el mundo. Editado por Etienne G. Krug, Linda L. Dahlberg, James A. Mercy, Anthony B. Zwi y Rafael Lozano/ OMS

En conjunto, la violencia organizada es una de las maneras más estratégicas, eficientes y lógicas para las élites políticas y criminales para mantener su poder. Como la mayoría de los mediadores de paz saben, se implementa para reforzar el poder de negociación y retener el control de los lucrativos dividendos políticos y económicos. Esto explica por qué las elecciones en muchos países están acompañadas con frecuencia de un aluvión de violencia, gran parte de la cual es montada por una turba alquilada. Del mismo modo, la violencia comunitaria o étnica es con frecuencia orquestada por las élites, incluso si se describe en los canales de noticias como un estallido de odio instintivo. Las élites habitualmente contratan su acumulación de poder a empresarios de la violencia ideológicamente dúctiles, desde la milicia hasta la mafia. La incapacidad y la renuencia de muchas élites en invertir para mejorar los servicios públicos básicos, desde la seguridad hasta el bienestar social, asegura una reserva dispuesta de reclutas.

Mientras que el aumento del malestar puede ser una consecuencia de las decisiones racionales, tiene secuelas altamente destructivas. Como puede verse en lugares como Afganistán y Libia o Brasil y México, los grupos de milicias fuertemente armados se están convirtiendo en participantes poderosos por sí mismos. Y mientras que las élites con frecuencia reclutan estas bandas armadas para obedecer sus órdenes, sus tropas a menudo están motivadas por frustraciones legítimas y se dedican a actividades lícitas e ilícitas. Algunos pueden ser matones: jóvenes excluidos de la fuerza laboral formal con una baja adhesión a alguna causa específica. Otros pueden ser más coherentes y organizados, y haber desarrollado marcas atractivas que trascienden los límites tradicionales de clase, etnia o secta. Consideremos a Al-Qaeda, Boko Haram, Al-Shabab o ISIS; cada uno ha atraído a una gran diversidad de seguidores, a menudo al expandir sus huellas digitales.Muchas de las organizaciones de ayuda aún no se enfocan en el rol de las élites en perpetuar un statu quo violento. Parte de la razón es que es muy “político” y podría meterlos en problemas rápidamente.

En su lugar, el énfasis ha sido trabajar con los reclutas y desarrollar modos de desarmarlos, desmovilizarlos y reintegrarlos. Por su parte, los investigadores de conflicto con frecuencia han trazado una línea entre la pobreza, el subdesarrollo y los agravios históricos y la aparición y duración de la violencia organizada contemporánea. Una serie de teorías surgieron para explicar las causas estructurales subyacentes de las guerras civiles en particular, muchas de las cuales están fundamentadas por las nociones de ambición y agravios y las “débiles” capacidades de los países en desarrollo. Una conclusión fue que los conflictos ocurren porque los estados frágiles simplemente carecen de recursos. La idea de que los países más pobres —y la gente pobre— son los principales perpetradores y víctimas de la violencia ha demostrado ser sorprendentemente sólida. Hay solo un problema: no es verdad.

Una reinterpretación más convincente es que la violencia organizada está motivada, financiada y dirigida por los ricos e influyentes. En su mayoría, las élites provocan la violencia, son responsables de terminar la violencia y se benefician directamente de su uso. Las élites no solo son fundamentales para moldear la incidencia y la intensidad del conflicto armado, sino todo, desde la represión estatal hasta el crimen organizado. Al mirarlo de esta manera, se hace enseguida evidente que la violencia organizada está difícilmente circunscrita a los países y las comunidades subdesarrolladas. De hecho, el ejercicio violento del poder por parte de las élites es endémico también a lo largo de estados y ciudades de ingresos medios y altos. Son asesinadas casi la misma cantidad de personas en manos de agentes policiales y paramilitares en América Latina y el sudeste de Asia, por ejemplo, que civiles en zonas de guerra a lo largo de toda África. La idea de que la violencia organizada es prolífica en los niveles más adinerados no es un mensaje que los responsables políticos deseen escuchar.

Si vamos a prevenir y reducir la violencia organizada, debemos repensar cómo se define. Durante los últimos cincuenta años, los estudiosos lógicamente se han enfocado en sus manifestaciones más visibles y trágicas, en particular, las muertes de soldados y civiles en las zonas de guerra alrededor del mundo. A medida que las guerras internacionales a gran escala comenzaron a declinar, los investigadores se volcaron a las guerras civiles y el terrorismo, en especial en África, el Medio Oriente, Asia y América Latina. Así, el conflicto y el terrorismo han sido tratados como un problema de los países en desarrollo. En su mayoría, la represión estatal y el crimen organizado fueron tratados como categorías completamente separadas y, hasta hace bastante poco, sometidas a mucho menos escrutinio. Aún hoy en día, los estados y los criminales matan muchas más personas que los conflictos armados y el terrorismo. En 2017, por ejemplo, Brasil registró más muertes violentas que la cantidad de bajas en Afganistán, Siria y Yemen juntas. Una interpretación más amplia de la violencia organizada es el primer paso para pensar en soluciones.

Poder abordar la violencia organizada que se está propagando actualmente necesitará revertir antiguos supuestos y prejuicios peligrosos. Mientras que la pobreza absoluta y las enemistades históricas profundamente arraigadas pueden contribuir a exacerbar y prolongar la violencia organizada, puede ser más valioso enfocarse en la búsqueda de poder político y económico de la élite como factor explicativo. Para estar seguros, otros factores (como la demografía de un país, su composición social y nivel de desarrollo) indudablemente moldearán la experiencia y las trayectorias de la violencia organizada. Pero el camino más seguro para compensar las “causas fundamentales” del conflicto armado, el terrorismo, la represión estatal y el crimen organizado es desarrollar interpretaciones más sofisticadas de las políticas domésticas y de la competencia pura entre élites. A pesar de que echar luz sobre las relaciones de poder establecidas puede ser amenazante para algunos, es crucial desarrollar estrategias para interrumpir la violencia organizada en el largo plazo.

Robert Muggah, cofundador, Instituto Igarapé y Grupo SecDev

Clionadh Raleigh, profesor de Geografía Política y Conflicto, Universidad de Sussex

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