La escuela de las miles de cosas
Image: REUTERS/Ilya Naymushin
Dice Martín Caparrós que estamos en la sociedad de las miles de cosas y enuncia que, por ejemplo, un niño en Inglaterra puede tener 238 juguetes, eso sí, apenas juega con diez o doce, o que en Estados Unidos un hogar promedio posee 300.000 cosas que pasan desde clips hasta tablas de planchar. Un apiñamiento de cosas que parece que nos hace sentir bien y anuncia, en este modelo de sociedad, que vamos por “buen” camino.
Esa acumulación obsesiva que ha sido confundida con progreso no solo sucede en los hogares, también en las escuelas; en vez de clips, planchas o juguetes, el arrume es de papelería correspondiente a los miles de informes que son solicitados diariamente por las autoridades educativas. Una acumulación que se ha vuelto rutina y que convierte la escuela en una revoltosa oficina. La sensación es la misma: un empalagamiento que hastía y enferma.
Basta con preguntarle a un profesor acerca de las condiciones agobiantes propias de su oficio, para reconocer que, además de las condiciones sociales, económicas y culturales del contexto, se suman con ahínco, aquellas referidas a las tareas burocráticas que roban el tiempo de lo realmente esencial. La enseñanza y el aprendizaje secuestrados por tareas administrativas. El mundo de la hiperproductividad se afinca con fuerza en la escuela afectando los procesos pedagógicos: la calidad se confunde con cantidad, los procesos con estadísticas inocuas, las dinámicas internas con agendas externas impuestas y los agentes educativos con gerentes y gestores. En este absurdo abultamiento de tareas, la escuela se hace pesada y trivial.
Un viejo amigo y rector, Óscar Henao, en sus conferencias, estimaba con sabiduría que el liderazgo pedagógico trastoca la escuela, permitiendo la “escena viva del aprendizaje”, mientras la gestión burocrática, por su parte, paraliza esta escena. Para Hargreaves (2009), cuando los contextos educativos son ocupados por la estandarización, entonces la escuela y el sistema de liderazgo se constituyen en gran medida en una cuestión de gestión, y configura ya no líderes con lealtad hacia las escuelas, sino “gestores con lealtad hacia los mandatos de implementación del sistema”. Diane Ravitch, quien hizo parte del gobierno de George H. W. Bush (a inicios de los noventas) y promovió las políticas educativas tendientes a la lealtad al sistema, encontró muchos años después que dichas políticas no contribuían a una mejora de la enseñanza sino que, por el contrario, tenían un efecto devastador; sus palabras, que son más que autocrítica, son bastante elocuentes: “Hoy, observando los efectos concretos de estas políticas, cambié de opinión: ahora considero que la calidad de la enseñanza que reciben los niños es más importante que los problemas de gestión, organización o evaluación de los establecimientos”.
Un reciente estudio publicado en España identificó alrededor de 81 tareas burocráticas que tiene el profesorado y que además de adelgazar los procesos pedagógicos, menoscaban la salud física y mental del profesorado. Sugiere este estudio, entre otras cosas, simplificar procedimientos, evitar la solicitud de información trivial, descongestionar los programas, además de un trabajo adecuado desde la dirección escolar (tiempos y procesos), entre otras cosas.
En Latinoamérica, por su parte, las tareas burocráticas están vinculadas a una colonialidad del poder y del saber, que configuran una escuela cuyos referentes son los estándares occidentales, y en el que el profesorado está en función del accountability (palabra inglesa que ha cuajado y se corporifica en los sistemas de calidad adoptados por las escuelas: cuantificación de lo que se hace, de lo que gestiona, de lo que se “produce”). Aquello que Diane Ravitch rechazó con potentes argumentos, es lo que muchos países de Centro y Suramérica -vía Banco Mundial- reciben con júbilo como quintaesencia de la educación. Las escuelas latinoamericanas vistas como franquicias de occidente.
Seamos serios. Convendría en las escuelas más liderazgo pedagógico que gestión, pues esta última, cuando es la prioridad, ubica el aprendizaje y la enseñanza en un segundo, tercer, cuarto renglón y ordena la escuela para que se acomode al sistema, y no para que el sistema se subordine a los sujetos. La exclusión hace fiesta.
El liderazgo pedagógico promueve el cambio a partir de la construcción de propuestas colectivas, genera espacios y tiempos para el encuentro, pone el foco en la enseñanza y el aprendizaje, cree en los sujetos. Mientras la gestión, tal como se entiende hoy, está ligada a los procesos de escolarización y en un hacer desenfrenado convertido en principio; el liderazgo pedagógico, por su parte, convoca otros valores en los que el hacer se instala en el pensamiento y en los territorios: un hacer bien, pensado. Hace falta, como asume el filósofo esloveno Slavoj Zizek, dejar aquel activismo vertiginoso por un detenimiento que permita el pensamiento y la reflexión. Y pensar, en tiempos contemporáneos -volviendo a Caparrós- implica bajarnos del avión capitalista que ruge a 800 kilómetros por hora para generar otros procesos.
La dirección escolar debe tener esto en cuenta, pues se necesitan más líderes pedagógicos que gestores. Estos últimos, en el delirio burocrático, cansan al profesorado y lo someten a estrés, desfiguran la función social de la escuela y trastocan los valores democráticos. Hay mucha tinta que no representa participación real y que al final sucumbe en los rincones de algún lugar. Las autoridades educativas deben reducir la carga burocrática a la que someten a los directivos escolares y comprender que la gestión debe estar al servicio de los procesos pedagógicos (no al contrario), así las fuerzas estarán concentradas en la “escena viva del aprendizaje”.
A este ritmo, la escuela de las miles de cosas, preferirá administradores de empresas que profesores, eso sí, si es que antes el sistema no los ha mandado a una casa de reposo o a un hospital. Ante tal panorama, la desaparición del oficio del profesor, si no hay freno, es posible que tenga cabida. Enrique Dussel, ante el avance de fuerzas externas que nos corrompen y ante nuestra aceptación, manifiesta: “Quizá cuando tengamos que empezar a pegar con nuestra propia cara en el suelo de la humillación y de la desesperación nos pongamos de pie”. Es necesario entonces ponernos de pie. Todos. Ya.
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