Estamos a tiempo: podemos evitar otra crisis económica
Image: REUTERS/Marcos Brindicci
Antes de nada, un aviso para lectores incautos. A algunos economistas les encanta dibujar escenarios terribles que nunca se concretan, porque saben que eso llama la atención de los periodistas sobre sus servicios de asesoramiento, que nadie penaliza las previsiones salvajes y absurdas cuando fallan (se olvidan en el infinito fluir de las noticias) y que los encumbrarán como grandes gurús o casandras si dan en la diana. A la población en general y a la comunidad inversora en particular les fascina la idea de que alguien pueda ver el futuro. Por eso los medios no suelen presentar las intuiciones acertadas de los economistas sobre una crisis venidera como lo que fueron: una ronda excelente de un gran tirador de dardos.
Dicho esto, lo que de verdad sabemos hoy es que la economía global está preparándose para aterrizar ralentizando su crecimiento, algo que no hará hasta 2020, según el Fondo Monetario Internacional. Tenemos tiempo, si desplegamos las políticas adecuadas y enfriamos el debate público, para no complicarnos la vida. Si el año pasado, en términos de crecimiento, fue tan bueno que sólo podía compararse con 2011, este año y el que viene serán aún mejores. Pero cuidado: viajamos en un avión propulsado por la inercia de los bajos precios de la energía, las políticas crediticias ultraflexibles y la recuperación, animada últimamente por las rebajas fiscales de Donald Trump. Ese combustible, por definición, no va a durar mucho tiempo.
Los precios de la energía van a seguir recuperándose hasta el punto de que el regulador de la primera potencia del planeta espera que el barril de petróleo Brent, de referencia en Europa, pase de 53 a 70 dólares en los próximos dos años. La era del oro negro tirado de precio que provocó la OPEP para hacerle pagar a Rusia su exitosa intervención en Siria y destruir la competencia del shale estadounidense ha terminado con la derrota de Arabia Saudí y las monarquías del Golfo. Este período, que va de finales de 2014 a finales del año pasado, supuso una transferencia de riqueza asombrosa de los países productores a los importadores netos como España y, muy especialmente, a los que contasen con una fuerte industria pesada como en el caso de muchos emergentes.
En paralelo, las políticas crediticias ultraflexibles de los bancos centrales, que aplastaron el precio del dinero y de la deuda para estimular las economías durante la crisis, o han empezado a retirarse o están a punto de hacerlo. La Reserva Federal, que fijó los tipos de interés por debajo del 0,5% desde finales de 2009 a finales de 2016, los ha multiplicado por cuatro desde entonces y espera seguir subiéndolos en los próximos meses. Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, anunció en junio que éste sería el último año de su programa de expansión cuantitativa, el instrumento que ha mantenido hundido el precio del euro. Son muy pocos los que descartan ya una subida de tipos en 2019.
Las inercias del círculo virtuoso de la recuperación, si no se acompañan de reformas que mejoren la productividad y aplaquen la indignación contra la creciente desigualdad, también se agotan. Al fin y al cabo, el FMI ha rebajado las previsiones de crecimiento para la eurozona, Reino Unido, Japón, Argentina, Brasil e India. Al mismo tiempo, el impacto de la impresionante rebaja fiscal de un billón y medio de dólares que sacó adelante Donald Trump a finales de 2017 ha empezado a desvanecerse. Ése es uno de los motivos por los que está planteándose otra más modesta, de 100.000 millones, que beneficiaría sobre todo a grandes inversores.
Con todo, el principal problema es que el final de estos vientos de cola favorables -la energía barata, el dinero barato y las inercias de la recuperación- no llega precisamente en el mejor momento. La suma de las deudas pública y privada globales parece desatada, supera el 200% del PIB global y no había estado tan alta desde 2009, el segundo año fatídico de la crisis financiera. En la última década, los países emergentes, con el habitual liderazgo de China, son los que más la han disparado. Esto, que puede resultar raro si recordamos el peso de los Estados del bienestar europeos, el fulminante envejecimiento de la población, la sangría del paro para las arcas públicas y los rescates masivos de bancos en EE UU o España, lo es menos si tenemos en cuenta las circunstancias específicas de China. Históricamente, casi ninguna gran economía mundial ha acumulado tanta deuda en tan poco tiempo como Pekín en los últimos diez años. Dos de las excepciones son Japón en los 80 y Estados Unidos en los años 20 o, dicho de otra forma, justo antes de que les estallase en la cara una crisis brutal. Esto se debe a tres grandes motivos.
Primero, Pekín ha sostenido con discreción a sus grandes bancos estatales con toneladas de dinero público. En segundo lugar, ha forzado a esos bancos quebradizos a prestar grandes cantidades de recursos a empresas públicas teniendo más en cuenta la creación de empleo y la paz social que la solvencia de las empresas o la rentabilidad de los proyectos. La consecuencia ha sido que muchos deudores no pueden devolver el dinero o sólo pueden devolverlo renegociando plazos y condiciones. Y tercero, la combinación entre la burbuja inmobiliaria y el entusiasmo por consumir a crédito ha llevado a los hogares a catapultar su deuda hasta el 106% de su renta disponible, según los cálculos del Financial Times.
Aunque China es una economía inmensa que cuenta con muchos recursos para mitigar una fuerte recesión, lo cierto es que su extraordinario nivel de deuda preocupa a expertos como el economista de Harvard Kenneth Rogoff, que la ven claramente vulnerable. Las autoridades chinas han acumulado miles de millones en créditos (hasta superar los 1,7 billones de dólares en deuda externa) mientras los tipos de interés que imponían la Fed o el Banco Central Europeo han estado por los suelos.
Ese mundo del dinero barato -lo decíamos antes- empezó a acabarse a finales de 2016 y los emergentes ya han visto cómo pesaba más y más su deuda externa con cada escalada del dólar. Esta experiencia como de soga que se cierra lentamente sobre el cuello ha sido mucho más drástica para algunos países como Argentina y Turquía, dos economías sostenidas por pilares mucho más frágiles. Sus ejemplos son instructivos porque, en los próximos meses, no serán los únicos.
Los acreedores internacionales de Turquía no están nada contentos con una inflación acumulada desde enero que puede rondar el 100%, ni con un déficit superior al 7%, ni con un Gobierno autoritario que no sólo tiene problemas con Trump -un importante socio comercial- sino también con su propia población. Los acreedores no se fían de que vayan a devolverles el dinero -la deuda externa de Turquía supera el 50% del PIB- y la fuga de capitales del país ha pasado este año de herida a hemorragia salvaje. El hundimiento de un 40% de la lira turca, que primero reflejó el pánico de los inversores y ahora también la sed de los especuladores que creen que pueden sacar tajada, ha disparado el coste de la financiación. El banco central ha subido en más de 11 puntos porcentuales el precio del dinero desde abril. Para que se entienda el alcance: la Fed ha subido los tipos menos de dos puntos en los últimos dos años.
El caso de Argentina, que ha tenido que pedir un crédito al FMI, es algo distinto aunque no del todo. La inflación ha pasado este año del 25% a superar el 30%, se ha desatado la peor sequía de las últimas décadas (recordemos que la agricultura representa casi el 10% de su producción nacional) y la deuda externa roza el 40% del PIB. Los acreedores, que ya se temían en primavera que el peso estaba sobrevalorado, comenzaron a llevarse a raudales su dinero del país. El banco central argentino ha encadenado cuatro subidas de los tipos de interés hasta llevarlos al 60%. Tiene unos tipos 30 veces superiores a Estados Unidos.
De todos modos, la deuda y la sangría de algunos emergentes no son los únicos problemas con los que va a coincidir el final de los vientos de cola. El aterrizaje de la economía mundial también se las verá con las decisiones proteccionistas de Donald Trump, que podrían provocar una guerra comercial de más de 400.000 millones de dólares según el FMI y consecuencias imprevisibles para las instituciones y las relaciones multilaterales. Todos sabemos cómo puede empezar una guerra comercial entre EEUU y China pero nadie, ni siquiera sus máximos mandatarios, sabe cómo acabará.
Por si fuera poca incertidumbre, hay que añadir a la lista de preocupaciones graves las implicaciones de la escena final del Brexit y la emergencia de un eje nacional-populista en el corazón de Europa, con partidos con decenas de millones de votantes detrás en Alemania o Francia y algunos Gobiernos bajo su control como los de Italia, Austria, Hungría o Polonia. Si el nacional-populismo ha encontrado suelo fértil durante la fuerte recuperación y los partidos moderados han sido incapaces de capitalizarla… ¿Qué ocurrirá cuando la economía pierda fuelle?
De todos modos, es un buen momento para recordar que el futuro no está escrito en absoluto y que lo que tenemos hoy es una economía global que aterriza suavemente aunque lo haga con dudas importantes a su alrededor. Los emergentes pueden estabilizar su transición a una época de financiación más cara si es necesario con ayuda de instituciones internacionales, China cuenta con recursos y una larga lista de reformas pendientes para evitar una recesión, el poder de las decisiones de Donald Trump se puede ver mermado con las legislativas de noviembre y, si la experiencia sirve de algo, Europa ya ha visto cómo se apaga la llama del populismo en democracia cuando los políticos radicales tienen que responder a las necesidades de los mercados internacionales, sus socios europeos y, sobre todo, sus ciudadanos.
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Kimberley Botwright
11 de noviembre de 2024