Es hora de hablar del impacto social y medioambiental del coche eléctrico
Image: REUTERS/Arnd Wiegmann
El pasado 8 de noviembre, la Comisión Europea lanzó su iniciativa para fomentar “el liderazgo mundial de la UE en el ámbito de los vehículos limpios”. El desafío es doble. Por un lado, posicionar la industria automovilística europea a la vanguardia de la innovación y el desarrollo tecnológico. Por otro, reducir un 40% nuestras emisiones de CO₂ de aquí a 2030, que es el compromiso adoptado en el Acuerdo de París.
La piedra angular del nuevo paradigma de la movilidad limpia son los denominados coches híbridos o eléctricos que, poco a poco, van ampliando su cuota de mercado. En España suponen solo el 0,69% del mercado, pero en los últimos dos años las matriculaciones se han duplicado (de 6.180 vehículos en 2016 a 13.021 en 2017). El Gobierno ya busca la manera de incentivar su compra. No es el único: se trata de una tendencia global, incluso en aquellos países donde su arraigo es mayor.
Inglaterra y Francia han anunciado su intención de prohibir la venta de automóviles diésel y gasolina a partir de 2040. Las grandes ciudades europeas como Londres, Roma, Barcelona y Madrid están implantando medidas similares para reducir la contaminación de los tubos de escape. Por ejemplo, zonas de acceso limitado para ciertos vehículos a motor, prohibiciones de estacionamiento y restricciones de velocidad.
Todos estos incentivos públicos contribuirán a incrementar la demanda de coches eléctricos en los próximos años, pero nada de esto sería posible sin las innovaciones técnicas que han visto la luz en la última década. Sobre todo, la nueva generación de baterías de litio.
Los costes de fabricación de estas baterías todavía son más elevados que el de las de plomo-ácido de los coches convencionales. Sin embargo, ofrecen cada vez mayor autonomía y mejores prestaciones, al tiempo que reducen la contaminación y sus efectos nocivos sobre la salud y el medioambiente.
Todo esto es positivo, pero no deberíamos perder de vista que todo desarrollo científico nos abre un horizonte de posibilidades ambivalente. Si algo nos enseñó el difunto sociólogo alemán Ulrich Beck es que combatir los problemas de la sociedad industrial termina generando otros nuevos, como el cambio climático.
Estas nuevas problemáticas cuestionan las certezas del pasado y nuestra capacidad para resolver los desafíos del presente. Todo ello nos sume en la incertidumbre. La diferencia con otras épocas es que, como diría Beck, somos más conscientes de los riesgos que entraña cada innovación y eso nos obliga a considerar sus consecuencias antes de que se produzcan.
La expansión del coche eléctrico debería plantearnos interrogantes más allá de su desarrollo tecnológico y los incentivos comerciales que requiere. Es necesario considerar también sus impactos sociales y medioambientales. Estos últimos llevan tiempo sobre la mesa, pero apenas hemos oído acerca de los primeros.
A día de hoy son pocas las reflexiones sobre las consecuencias que va a tener la movilidad limpia en los mercados de materias primas.
Las baterías de litio llevan en su composición entre un 15 y un 40% de cobalto, según el modelo. Las que impulsan los coches eléctricos emplean en su fabricación unos 26 kilos de este elemento químico. Así, no es de extrañar que entre 2016 y 2018, el precio del cobalto por tonelada métrica se haya cuadruplicado. Su evolución muestra que los picos más altos se alcanzan conforme las compañías automovilísticas (Tesla, BMW, Volvo) anuncian sus nuevos modelos híbridos o eléctricos.
Las estimaciones más conservadoras hablan de una demanda global de cobalto que se va a quintuplicar de aquí a 2030. Hay quien duda de que las reservas mundiales puedan satisfacerla.
Más allá del quebradero de cabeza que plantean la oferta y la demanda, no debemos perder de vista otro tipo de problemas. El azar geográfico ha querido que las principales reservas de cobalto (dos tercios de la producción mundial) se concentren en la República Democrática del Congo (RDC).
El año pasado, dicho país exportó alrededor de 64.000 toneladas métricas. El segundo importador más importante, Rusia, se quedó en 5.600 toneladas métricas. Todo indica que el bum del cobalto podría convertirse en una inmensa fuente de riqueza para el país y en un potencial motor para su desarrollo.
Sería una buena noticia de no ser porque el país africano es uno de los más afectados por eso que los economistas llaman la “maldición de los recursos”. La correlación entre recursos naturales y alta conflictividad es evidente en la RDC. A la “Segunda Guerra del Congo”, que asoló el país entre 1997 y 2003, se la conoce como la “Guerra del Coltán” por la importancia que desempeñó dicho mineral.
La correlación no implica causalidad, pues en los conflictos inciden otros factores de tipo histórico, sociopolítico y cultural, pero estas materias primas son una importante fuente de ingresos para el crimen organizado y las partes en conflicto. No son la causa que desata la violencia, pero son el combustible que la prolonga. Esta idea sirve para entender no solo las dinámicas de conflicto en la RDC, sino también en Colombia, Venezuela, República Centroafricana y Birmania.
La Unión Europea es consciente de este problema y aprobó el año pasado un reglamento para regular el comercio de minerales procedentes de zonas en conflicto y promover prácticas de suministro responsable entre las empresas. Por desgracia, presenta limitaciones importantes.
El principal inconveniente es que solo cubrirá a los importadores directos de los denominados 3TG (estaño, tantalio, wolframio y oro). No afectará a las empresas que importen productos manufacturados con estos minerales. Además, estos cuatro no son los únicos minerales asociados a conflictos.
El cobalto también ha sido vinculado a casos de explotación infantil. Por lo tanto, las empresas que emplean este mineral, si bien no tienen obligación legal de cumplir con las directrices OCDE de diligencia debida, sí tienen la obligación moral de hacerlo. Como suele decirse, lo que hoy es soft law mañana se convertirá en hard law.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de la UPNA Traductor de ciencia.
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Anja Eimer
11 de noviembre de 2024