Cómo hacer los trayectos cotidianos más seguros para las mujeres
Image: REUTERS/Baz Ratner - RTS13XW6
Los diseños de los espacios públicos no son neutros. Cuando la configuración espacial se traza sin tomar en cuenta la perspectiva de género, los territorios pueden reforzar desigualdades sistémicas y agudizar las limitaciones de movimiento y las violencias que aún sufren las mujeres, las niñas, la comunidad LGTBI y aquellas personas que pertenecen a colectivos vulnerables o estigmatizados.
Tomar un medio de transporte público, asistir a la escuela o incluso ir al baño pueden ser trayectos percibidos como especialmente inseguros. Aunque cada comunidad tiene sus particularidades, organizaciones contra el acoso callejero como Hollaback! o Stop Street Harassment señalan que el problema está extendido globalmente.
Piropos, tocamientos indeseados, violaciones u homicidios por razones de género requieren una respuesta integral que ha empezado a tomar forma en algunas ciudades que, de momento, son la excepción. “El acoso sexual en el espacio público sigue, en gran medida, desatendido”, lamenta la coordinadora de ONU Mujeres en América Latina, Luiza Carvalho, cuya organización instó a los Estados en 2013 a adoptar medidas para erradicar estos tipos de violencia.
“Hay factores que convierten los territorios en zonas de confort para el acoso, como pasos subterráneos, áreas con iluminación escasa o inexistente, calles descuidadas o zonas abarrotadas donde el agresor puede huir impune”, señala Elsa D´Silva, activista india y fundadora de Safecity, una plataforma que mapea estos puntos negros en su país, Nepal, Kenia o Camerún.
Tradicionalmente, las mujeres han debido atenerse a normas no escritas a la hora de desplazarse para garantizar su seguridad. Normas que han restringido su derecho a la ciudad, convirtiendo a la mujer en la responsable de las agresiones, en vez de culpar a su agresor.
Gracias al impulso de organizaciones de la sociedad civil, en colaboración con instituciones públicas y organismos como la ONU y su iniciativa Ciudades Seguras y Espacios Públicos Seguros, se ha producido un avance en la búsqueda de soluciones para abordar el problema de la inseguridad y crear espacios más igualitarios e inclusivos.
Reconfigurar los territorios desde la perspectiva de género es importante, pero no basta para solucionar el problema. “Debemos incidir en la formación y sensibilización social sobre la violencia que sufren las mujeres y generar así un cambio estructural”, como señala Griselda Flesler, titular de la cátedra de Diseño y Estudios de Género de la Universidad de Buenos Aires.
Aunque las expertas a veces son reacias a señalar los “puntos negros” de los espacios públicos para evitar estigmas, afirman que globalmente hay lugares que de forma recurrente aparecen en las denuncias de las mujeres que han sido víctimas de violencia. Por supuesto, cada comunidad tiene sus particularidades. “Lo mejor es siempre prestar atención a lo que las mujeres de la zona reportan y al contexto cultural”, señala D´Silva.
Diferentes estudios indican que las mujeres usan con más frecuencia el transporte público que los hombres. Los vagones del metro, los autobuses o los tranvías no están exentos de violencia. Miradas o gestos lascivos, presión de genitales sobre otro cuerpo o masturbación pública son situaciones que enfrentan a diario las mujeres de todo el mundo.
En las principales ciudades de América Latina, seis de cada diez mujeres han sido acosadas en el transporte público; en Sri Lanka, al menos un 90%, según la ONU. La masificación, la falta de frecuencia y centralización del transporte, la inactividad del resto de pasajeros ante el acoso o los accesos inadecuados son factores que elevan el riesgo y la percepción de inseguridad.
Para frenar estas prácticas machistas, ciudades como México y Tokio han implementado los llamados “vagones rosas”, destinados solo a mujeres. “Es una respuesta muy contextual y válida a corto o medio plazo —explica la socióloga y urbanista Sara Ortiz Escalante del Col·lectiu Punt 6—. Aunque sería interesante que se adoptaran medidas que se dirigieran al agresor en vez de a la víctima”.
“Instalar un sistema de denuncia y de atención a las víctimas es clave —apunta D´Silva—. Si los responsables del transporte no tienen información, no deben asumir que todo va bien”. En ciudades como Quito (Ecuador) o Vancouver (Canadá) se han lanzado aplicaciones móviles que permiten denunciar de manera inmediata el acoso a través de un mensaje de texto en el que se alerta al conductor y se moviliza una brigada especializada en casos de acoso para atender a la víctima. Mientras, en Marrakech se han capacitado en género a más de 1.500 conductores de autobuses.
Iniciativas como éstas han trascendido al sector privado, que no es ajeno al acoso. En El Cairo se ha formado a conductores de tuk tuk, el medio de transporte más usado en la capital egipcia.
Algunos aseos públicos en las grandes ciudades son puntos problemáticos debido a su difícil acceso. Pero para las mujeres y niñas que viven en asentamientos informales o campos de refugiados y no disponen de un baño privado, usar el aseo conlleva en ocasiones hacer cola o desplazarse por caminos mal iluminados, como señala el informe Gender, Urban Sanitation and Everyday Lives, que se realizó en Nueva Delhi (India).
Algunos retretes comunitarios son zonas de confort para los agresores. El informe menciona que deficiencias como “paredes bajas y falta de distancia adecuada entre los cubículos de las mujeres y los de los hombres” facilitan el acoso.
Estas dificultades afectan al tiempo que las mujeres pueden dedicar a otras actividades personales o remuneradas, e incluso a su salud: la mayoría de las consultadas optan por beber lo mínimo posible para evitar ir al baño. Otras se ven forzadas a buscar zonas no habilitadas para ello, por lo que, además de generar un problema de salubridad, aumentan las posibilidades de que sean violadas o acosadas.
Al menos 844 millones de personas no tienen servicio de agua potable, según la Organización Mundial de la Salud. De ellas, 263 millones emplean más de 30 minutos para buscarla lejos de su hogar. Una tarea dura que suele recaer en mujeres y niñas, que son quienes recorren estas largas y a veces peligrosas rutas.
Asumir esa responsabilidad implica una inversión importante de tiempo y salud, lo que limita las opciones de educación y trabajo de mujeres y niñas. En Kenia, India o Ecuador se ha reportado una mayor incidencia de delitos sexuales contra las mujeres en estos trayectos.
“Hay estudios que evidencian que muchas niñas, al cumplir los nueve años, dejan de utilizar, por miedo, espacios públicos destinados al ocio como parques, polideportivos y plazas —lamenta Carvalho—. La ciudad es el espacio de vida, de generación de las riquezas y debe garantizar el acceso al ocio”.
Para abordar las violencias contra las mujeres no se puede obviar la noche. Pese a que, como destacan las expertas, se están desarrollando protocolos para incrementar la seguridad en los espacios de ocio, hay otros aspectos que se están dejando de lado: “Los entornos urbanos no responden a la vida cotidiana de las personas que trabajan en horario nocturno —apunta Ortiz Escalante—. Las mujeres en especial se enfrentan en mayor proporción a problemas de movilidad por la falta de frecuencia del transporte público, al miedo, al acoso sexual y a la dificultad de conciliar la vida personal y familiar”.
Si el transporte presenta deficiencias de género en las ciudades, la brecha es aún más amplia en los sectores rurales. “La falta de frecuencia y la centralización del transporte agravan las limitaciones de movilidad de estas mujeres que, por consecuencia, se ven más expuestas a los diferentes tipos de violencia de género”, explica Flesler.
Los restantes “puntos negros” del urbanismo en las ciudades también se trasladan al campo, cuyas particularidades suelen quedar desatendidas. Las instituciones y organizaciones que velan por los derechos de las mujeres tienden a concentrarse en las urbes. “Estamos capacitando a mujeres rurales en América Latina para que orienten a sus compañeras y a víctimas de violencia de género”, explica Carvalho.
Iniciativas como el dinero electrónico han paliado la situación de las mujeres rurales de muchos países africanos. En Kenia, esta forma de pago y ahorro ha reducido los desplazamientos difíciles que muchas mujeres recorrían para abonar sus facturas ya que ahora pueden hacerlo directamente desde su móvil, sin necesidad de tener una cuenta bancaria. Según el Banco Mundial, los países de rentas bajas representan el 70% del total de las cuentas móviles.
Las mujeres rurales pastún, afganas y paquistaníes componen e intercambian poemas como instrumento de resistencia. Son landays, versos que describen su cotidianidad: “Tú me prohíbes ir a la escuela. Nunca seré médico. Pero piensa que un día caerás enfermo….”.
En Asia meridional, más del 80% de las mujeres sin trabajo agrícola tienen un empleo informal; en el África Subsahariana son el 74% y en América Latina y el Caribe ronda el 54%, según ONU Mujeres. Es la única manera de sobrevivir y sacar adelante a sus familias. Pero mientras venden sus productos en la calle, muchas han sido víctimas de acoso sexual, extorsión y otros tipos de violencia.
El mercado de Kigali (Ruanda) busca ser un ejemplo de urbanismo inclusivo y resiliente. Aquí las mujeres, en colaboración con la ONU, han creado un espacio de venta que, además de contar con una infraestructura adecuada, tiene una zona para las madres lactantes y guardería. En Port Moresby (Papúa Nueva Guinea), las comerciantes se han asociado para redefinir las infraestructuras del mercado con enfoque de género y capacitar a la policía en prevención y atención de las violencias que sufren las mujeres. Su iniciativa se replicará en Fiji, Islas Salomón y Vanuatu.
“Cada vez hay más sensibilización y voluntad política y técnica, impulsada por los movimientos de base, para generar cambios en los espacios públicos —asegura D´Silva—. Pero queda mucho por hacer”.
Desde el urbanismo feminista, Col·lectiu Punt 6 apuesta por seis principios de seguridad para revertir el androcentrismo que determina la configuración de los espacios públicos: “Para que un entorno se sienta seguro para las mujeres debe ser visible, vigilado, equipado, señalizado, vital y comunitario”, señala Ortiz Escalante.
La visibilidad implica una buena iluminación y que no se creen involuntariamente zonas ocultas. Además, Col·lectiu Punt 6 presta atención a la “visibilidad simbólica”, que engloba elementos como vallas publicitarias o murales que facilitan —o dificultan— que un lugar sea cómodo para todo el mundo.
El uso de la señalización (información de horarios de transporte o rutas de interés para residentes y no sólo para los turistas) y contar con instalaciones adecuadas y equipadas (como paradas de bus transparentes o mecanismos de denuncia de agresiones en tiempo real) contribuyen a hacer un territorio más acogedor para sus habitantes. Como medida de precaución y control, el hecho de que la propia vecindad, negocios y transeúntes mantengan una zona “vital” (“vigilancia informal”) es más efectivo que la instalación de cámaras.
Pero estos principios no pueden diseñarse únicamente desde un despacho. El aspecto comunitario es indispensable. “Los espacios seguros deben construirse con la participación de las personas de la zona —señala Ortiz Escalante—. Las mujeres tienen que explicar qué elementos causan seguridad o inseguridad”.
Algunos países como Portugal, Bélgica o India sancionan legalmente el acoso en los espacios públicos. “La legislación es importante —cuenta D´Silva—. Pero no sirve de mucho si se desconoce. Muchas personas no pueden reconocer los diferentes tipos de violencia contra las mujeres. Se requiere una ciudadanía concienciada y activa”.
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