Una buena idea alemana para 2018
Image: REUTERS/Francois Lenoir - RC1B9BF51AF0
En 2016, casi todos los europeos habían llegado a la conclusión de que la política radical y las reformas institucionales eran esenciales para revivir el proyecto europeo. Sin embargo, una reforma seria se vio impedida por el habitual desacuerdo sobre qué debería hacerse -una disputa que Emmanuel Macron, el nuevo presidente de Francia, alguna vez describió como una "guerra santa" entre las elites alemanas y francesas.
El año que acaba de terminar, en el que se destacó la elección de un presidente francés de más agrado de la canciller alemana Angela Merkel, demostró que, en definitiva, no importa realmente quién gobierna en Berlín y en París, o cuánto se agradan mutuamente. La "guerra santa" persiste, aún si los misiles con los que cada lado derriba las propuestas del otro hoy están envueltos en un terciopelo diplomático.
En el corazón de esta guerra franco-alemana está el enfrentamiento entre dos R: el compromiso alemán con la rectitud frente a la inclinación francesa por la redistribución
”En el corazón de esta guerra franco-alemana está el enfrentamiento entre dos R: el compromiso alemán con la rectitud frente a la inclinación francesa por la redistribución. Cuando las autoridades alemanas reciben una propuesta del gobierno francés, computan mentalmente cuál será el costo para los contribuyentes alemanes. Y, detrás de cada contrapropuesta alemana, las autoridades francesas ven un plan para ocultarse detrás de reglas y regulaciones de manera que las elites alemanas puedan tenerlo todo. La continua caída de Europa en el estancamiento y el descrédito es el resultado natural.
Quizá la insistencia alemana en la rectitud sea correcta, aunque no de la manera en que las autoridades alemanes necesariamente apreciarán. Honradamente, no me podría poner del lado de ningún defensor francés, italiano o griego de la redistribución si sus propuestas violaran los principios de la rectitud. Hacer lo correcto es, sin duda, mejor que hacer lo incorrecto, pero conveniente. Pero luego surge la pregunta: ¿qué es lo que se debe hacer? ¿Y cómo podemos ponernos de acuerdo sobre alguna respuesta, considerando nuestros intereses, disposiciones y contextos culturales diferentes?
Una cosa es segura: nunca descubriremos qué manda la rectitud si estamos motivados exclusivamente por nuestros "intereses". El impasse de Europa se debe, en gran medida, a un enfrentamiento entre deseos, objetivos y preocupaciones encontrados: los temores alemanes de un rompimiento de las reglas greco-latino siempre superarán los temores franceses de una construcción de imperio alemana, y viceversa. Pero si los deseos prejuiciosos conducen a un callejón sin salida, y no logran revelar el curso de acción correcto, ¿dónde reside la clave para la rectitud?
"Todos debemos cumplir con nuestro deber" -una respuesta muy alemana- simplemente traslada el desacuerdo a otro plano, donde debatimos interminablemente obligaciones en pugna. Todos los locos en el poder, después de todo, creían que estaban cumpliendo con su deber. Entonces la pregunta que surge es la siguiente: "¿Cómo puedo saber qué conlleva mi deber?" Una respuesta teísta es igualmente inaceptable, dados los crímenes monstruosos perpetrados por fanáticos convencidos de que estaban cumpliendo con su deber divino.
La mejor respuesta que encontré es alemana: la de Immanuel Kant, para ser preciso. Para Kant, que se esforzó por redefinir la ética en una nueva era de sociedades de mercado, nuestro deber puede y debe ser inferido de nuestra capacidad para la racionalidad. A diferencia de los gustos personales, que son caprichosos y no ofrecen un camino seguro a la felicidad o la virtud, los deberes se pueden discernir mediante un mecanismo lógico que es común a todos los seres humanos.
Se podría considerar que Alemania y Francia estarían incumpliendo con sus obligaciones para que Europa funcione.
”Ser racional significa algo más que poder desplegar nuestros medios de manera eficiente para alcanzar nuestros objetivos. Todos los tipos de animales son buenos para hacer coincidir los medios disponibles con determinados objetivos. Pero los seres humanos son únicos, insiste Kant, porque, a diferencia de los gatos y los perros, nosotros podemos aplicar un juicio racional a nuestros deseos. Nos podemos preguntar: "Me gusta X, ¿pero debería gustarme?" Y podemos decir: "Es mi deber hacer Y, aunque Y probablemente me conduzca a resultados que no me gustan, dadas mis expectativas de lo que harán los demás".
Pero si la marca de una persona racional es la capacidad de actuar por razones que trascienden un análisis de costo-beneficio, ¿cómo se puede inferir nuestro deber racional de manera imparcial, libre de la influencia de intereses o prejuicios personales?
Kant ofrece un ejemplo célebre: el idioma es lo que nos distingue de otras especies; sin él, somos simples bestias. Si bien la mentira siempre rinde, si todos mintiéramos todo el tiempo, el idioma se volvería obsoleto. Los seres humanos racionales, concluye Kant, deben reconocer que tienen la obligación de abstenerse de una práctica (mentir) que, si es adoptada por todos al mismo tiempo, anularía nuestra invención más preciosa (el idioma).
No es necesario ningún Dios, no hace falta ninguna moralina, para demostrar nuestra obligación de decir la verdad. Todo lo que se necesita es un razonamiento práctico: un mundo donde todos mienten es un mundo en el que la racionalidad humana, que depende enteramente del lenguaje, muere. De manera que es nuestra obligación racional decir la verdad, sin importar los beneficios que pudiera aportar la mentira en la práctica.
Aplicada a las sociedades de mercado, la idea de Kant ofrece conclusiones fascinantes. Las reducciones estratégicas de los precios para vender más barato que un competidor pasan la prueba de la obligación racional (siempre que los precios no caigan por debajo de los costos). Después de todo, producir cantidades máximas a precios mínimos es el santo grial de cualquier economía. Pero las reducciones estratégicas de los salarios a niveles cada vez más bajos (la uberización de la sociedad) no pueden ser racionales, porque el resultado sería un colapso catastrófico, debido a una demanda agregada que va desapareciendo.
Volviendo a Europa, el principio de Kant implica obligaciones importantes para los gobiernos y los sistemas gubernamentales. Y se podría considerar que Alemania y Francia estarían incumpliendo con sus obligaciones para que Europa funcione.
Si los excedentes de cuenta corriente de Alemania, que hoy rondan el 9% del PIB, fueran universalizados, y el gobierno, sector privado y hogares de cada estado miembro fueran ahorradores netos, el euro se dispararía a las nubes, destruyendo la industria de Europa. De la misma manera, déficits greco-latinos universalizados convertirían a Europa en un caso perdido.
El truco, y nuestro deber racional, es abrazar políticas y crear instituciones que sean consistentes con un comercio y flujos financieros equilibrados. En otras palabras, la auténtica rectitud alemana no se puede alcanzar sin una forma de redistribución que es proclive a chocar con los intereses, digamos, de una oligarquía francesa o griega demasiado perezosa como para aceptar su propia insostenibilidad.
Un crítico de esta idea alemana de reformar Europa posiblemente podría preguntar por qué alguien debería cumplir con su deber racional, en lugar de mantenerse en el camino consagrado del interés personal limitado. La única respuesta sensata es: porque no existe ninguna alternativa verdaderamente racional. O, más bien, las alternativas son pura palabrería.
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