Por qué la inflación baja no es ninguna sorpresa

People cross a street in the Ginza shopping district in Tokyo, Japan, March 24, 2016. Japan's consumer inflation was flat in the year to February as low energy costs and weak consumption put a lid on price growth, keeping the central bank under pressure to top up stimulus even after easing policy less than two months ago. REUTERS/Thomas Peter - GF10000359724

Image: REUTERS/Thomas Peter

J. Bradford DeLong
Professor of Economics, University of California at Berkeley

El hecho de que la inflación se haya mantenido obstinadamente baja en todo el norte global ha representado una sorpresa para muchos analistas económicos. En septiembre, el siempre agudo y reflexivo Nouriel Roubini, de la Universidad de Nueva York, atribuyó esta tendencia a sacudidas positivas de la oferta agregada -o sea, la oferta de ciertos bienes ha aumentado, haciendo bajar los precios.

Como resultado de ello, Roubini observó, "la inflación subyacente ha caído" aunque "se podría esperar que la reciente aceleración del crecimiento en las economías avanzadas traiga aparejado un repunte de la inflación". Mientras tanto, la Reserva Federal de Estados Unidos "ha justificado su decisión de empezar a normalizar las tasas, a pesar de una inflación subyacente por debajo de la meta, con el argumento de que las sacudidas del lado de la oferta que debilitan la inflación son temporarias". Roubini concluye que, "aunque los bancos centrales no están dispuestos a abandonar su meta de inflación formal del 2%, sí están dispuestos a extender el tiempo para alcanzarla".

En mi opinión, interpretar la baja inflación de hoy como un síntoma de sacudidas temporarias del lado de la oferta muy probablemente termine siendo un error. Este diagnóstico parece malinterpretar la evidencia histórica del período entre principios de los años 1970 y fines de los años 1990, y por lo tanto está basado en una presunción fundamentalmente errónea sobre el principal motor de la inflación en el norte global desde la Segunda Guerra Mundial.

Desde los años 1970, los economistas han mantenido una visión casi consensuada de que la curva de Phillips tiene una pendiente sustancial, lo que significa que los precios reaccionan fuertemente a los cambios en la demanda. Según esta visión, los incrementos relativamente pequeños de la demanda agregada por sobre los niveles consistentes con el pleno empleo tendrán un impacto sustancial no sólo en la inflación, sino también en las expectativas de inflación. Un período de inflación de rápida aceleración en el pasado reciente llevará a la gente a creer que la inflación también aumentará en el futuro.

Hace más de 20 años, escribí un documento llamado "Única inflación en tiempos de paz en Estados Unidos: los años 1970", en el que cuestionaba este argumento. Demostré que, cuando se desarrolló la visión hoy estandarizada sobre la inflación en los años 1970, los incrementos en la demanda agregada sobre los niveles consistentes con el pleno empleo en verdad eran pocos, cortos y pequeños, y que los saltos de la inflación pasados no habían sido incorporados en las expectativas futuras tan rápidamente, sino poco a poco con el transcurso del tiempo.

En verdad, llevó tres grandes sacudidas adversas de la oferta para que las expectativas se ajustaran. Además de la guerra de Yom Kippur en 1973 y de la revolución iraní de 1979, el crecimiento de la productividad comenzó a desacelerarse al mismo tiempo que los sindicatos todavía tenían un poder sustancial en la fijación de precios y los incrementos salariales negociados previamente ya estaban bloqueados en los contratos de muchos trabajadores.

A pesar de estas sacudidas, los banqueros centrales, principalmente el entonces presidente de la Reserva Federal Arthur F. Burns, eran reacios a comprometerse a alcanzar una estabilidad de precios. Por el contrario, Burns, entendiblemente preocupado de que una lucha contra la inflación trajera aparejada una profunda recesión, decidió patear el problema para más adelante. Y, como ahora sabemos, eso preparó el terreno para 1979, cuando Paul Volcker sucedió a Burns como presidente de la Fed, aumentó la tasa de los fondos federales (una medida que hoy se conoce como la "desinflación Volcker") y generó la Casi-Gran Recesión de 1979-1982.

Curiosamente, esta historia de lo que realmente sucedió, por alguna razón, fue absorbida por una narrativa alternativa a la que muchos todavía se aferran hoy en día. Según este relato pseudo-histórico, los economistas keynesianos en los años 1960 no entendían la tasa natural de desempleo, de modo que persuadieron a los banqueros centrales y a los gobiernos de implementar políticas excesivamente expansionistas que llevaran la demanda agregada por encima de los niveles consistentes con el pleno empleo.

Esta, por supuesto, fue una afrenta a los dioses del mercado, que respondieron aplicando una retribución divina en la forma de una inflación alta y persistente. La desinflación Volcker fue, entonces, un acto de penitencia. Para expurgar el pecado original, fue necesario sacrificar millones de empleos e ingresos de los trabajadores.

La lección clara de este relato es que nunca más se debe permitir que los economistas y los banqueros centrales implementen políticas excesivamente expansionistas. Pero ése, obviamente, es un mal consejo sobre políticas.

Después de todo, han pasado más de 20 años desde que los economistas Douglas Staiger, James H. Stock y Mark W. Watson demostraron que la tasa natural de desempleo no es un parámetro estable que se pueda estimar con precisión. Y los economistas Olivier Blanchard, Eugenio Cerutti y Lawrence H. Summers han derribado la creencia de que la curva de Phillips tiene una pendiente sustancial. En verdad, decir que tenía una pendiente sustancial inclusive en los años 1970 requiere que apartemos la mirada de las sacudidas de la oferta de esa década, y que atribuyamos a la demanda desenlaces que más factiblemente son atribuidos a la oferta.

Se ha demostrado que todos los que han utilizado la fábula económica prevaleciente sobre los años 1970 para predecir incrementos de la inflación en los años 1990, 2000 y ahora los 2010 estaban equivocados. ¿Por qué entonces hoy seguimos tan aferrados a la narrativa?

La mejor explicación que he oído -aunque inadecuada y sumamente tentativa- es que encaja con nuestros prejuicios cognitivos, porque nos dice lo que queremos oír. Parece ser parte de nuestra naturaleza buscar historias sobre pecado y retribución, crimen y castigo, error y escarmiento merecido.

Averiguar por qué tenemos este prejuicio cognitivo sin duda dará lugar a muchas carreras en psicología en el futuro. Mientras tanto, deberíamos liberarnos de una prisión heurística que nosotros mismos hemos creado.

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