¿Hacia una globalización con características chinas?
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Desde la Asamblea General de la ONU, el Foro Económico Mundial (WEF por sus siglas en inglés) en Davos, las reuniones de líderes del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, hasta el G20, la cumbre de los BRICS o el Foro Global Fortune 2017, el Presidente chino, Xi Jinping, ha reafirmado una y mil veces el compromiso de China con la globalización económica.
En Davos, el líder chino señaló que “lo correcto es enfrentar los desafíos y trazar el curso adecuado de la globalización económica”. El camino es “la innovación, la cooperación abierta y de ganar-ganar, una gobernanza más justa, un desarrollo equilibrado e incluyente”. Para China, el multilateralismo es la solución a los problemas globales y su pilar esencial es la construcción de una comunidad de futuro compartido que pretende materializar a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta, un proyecto que Xi propuso en 2013, popularmente conocido como la nueva Ruta de la Seda.
Esa defensa de la globalización económica es parte de una visión más amplia que apunta a la creación de un nuevo y alternativo modelo de relaciones internacionales. Sorprende, a priori, que China, un país gobernado por un Partido Comunista, se apreste, rauda y veloz, a asumir dicha bandera, especialmente cuando, a la vista está, tantas fuerzas de izquierda en buena parte del mundo contestan la globalización y sus efectos. No es tan sorprendente, sin embargo, si tenemos en cuenta que el gigante asiático ha sido uno de los países más beneficiados de dicho proceso, que en gran medida explica su condición actual de segunda economía del mundo (o primera ya si la medimos en términos de paridad de poder de compra). China es actualmente el principal socio comercial de más de 120 Estados y regiones.
Esta apuesta china es también parte inseparable del reajuste en curso en la geopolítica mundial en la que espera asumir posición y funciones de gran potencia. Es el signo inequívoco de la “nueva era” que anunció el XIX Congreso del PCCh celebrado a finales de octubre. Desde que llegó al poder, Xi Jinping visitó 60 países y elevó significativamente el reconocimiento internacional del gigante asiático. A las contribuciones a las misiones de mantenimiento de la paz de la ONU, que pretende incrementar, sumó el decidido apoyo a los acuerdos de París sobre el cambio climático en una coyuntura especialmente dramática tras el anuncio de retirada de la Administración Trump.
Pero la realidad es más compleja de lo que refleja el discurso chino. ¿Puede liderar China la globalización? El principal motor del crecimiento en los primeros 25 años que siguieron a la guerra fría ha sido la globalización económica. La economía mundial creció más de tres veces, sacando a muchas personas de la pobreza. Pero desde la crisis de 2008, la riqueza y el comercio globales se han reducido y las voces contrarias a la globalización se han vuelto más fuertes. Para China, el problema no reside en la globalización misma sino en la manera en que se gestiona, que considera inadecuada. Alejándose del modelo neoliberal del Consenso de Washington, Pekín intenta presentarse como una alternativa al modelo occidental poniendo el acento en un marco más flexible, abierto, sostenible, que sume las infraestructuras al comercio o que sea más inclusivo y corrector de las desigualdades y desequilibrios.
¿Es creíble? De entrada, no del todo. Muchas de las bondades que se predican como alternativa para el orden económico global presentan en la propia China sombras importantes, ya hablemos de los efectos medioambientales, territoriales o sociales del crecimiento (altamente contaminante, desequilibrado y excluyente). Bien es verdad que estas contradicciones son de dominio público y que China se encuentra en un proceso de transición en el que algunas de las deficiencias señaladas figuran en la agenda y se pueden (deben) corregir. Otras no, ya que son conceptuales, pero chocan con la visión occidental hegemónica (las dimensiones y el papel del sector público, por ejemplo).
Sin embargo, aunque no en las economías más desarrolladas que señalan al gigante asiáticosus contradicciones en materias clave, debiéramos tener en cuenta que en buena parte de los países en vías de desarrollo, el discurso chino puede obtener un eco considerable. China puede lograr más socios que acepten su visión, sus proyectos y sus recursos financieros y con ellos intentar construir un nuevo patrón de apertura al exterior. Justin Yifu Lin, antiguo economista jefe chino del Banco Mundial, lo decía muy claramente en el Diálogo de Alto Nivel del PCCh con partidos políticos de todo el mundo celebrado en Pekín este diciembre: “la competencia debe ser igual entre iguales, nuestras empresas y nuestro mercado necesitan apoyo para competir, estar a la altura y no ser arrollados por las empresas de los países con una economía más avanzada”. Este punto de vista, que atiende a una apertura controlada y a la protección de la industria nacional, cosecha adeptos, más cuando se adereza con anuncios de incremento de las importaciones y de rebajas de aranceles para “promover un comercio equilibrado”.
Y no solo se trata de la economía. En la capital china, en otro foro reciente Sur-Sur sobre derechos humanos, los participantes exigieron que el mundo respete la voluntad de las naciones en vías de desarrollo en la promoción de los derechos humanos, atendiendo a las condiciones nacionales específicas y las necesidades sociales, enfatizando el derecho a la subsistencia y el desarrollo y el conjunto de los derechos económicos, sociales y culturales frente a las prerrogativas de orden político individual.
El enfoque es otro en los países desarrollados. Así se ha podido constatar con rotundidad en la reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) celebrada recientemente en Buenos Aires, Argentina. Tanto la UE como Japón y hasta EE UU, tres de las cuatro mayores economías del mundo, hicieron piña para condenar lo que llaman “excesos comerciales” de China. El bloque de economías desarrolladas acusa al gigante asiático de beneficiarse de condiciones competitivas injustas a causa de la persistencia de la práctica de subsidios, del destacado papel desempeñado por las grandes empresas estatales o de las transferencias tecnológicas forzadas. Esto ha incidido igualmente en el reconocimiento de China como una economía de mercado que EE UU le niega, rechazando de manera formal la solicitud china al respecto. Ello a pesar de que el artículo 15 del protocolo de ingreso del gigante asiático en la OMC (2001) dicta que ese reconocimiento se producirá de forma automática transcurridos 15 años, expirando el enfoque de país sustituto. La UE, por su parte, intentando sortear dicha limitación, publicó nuevas reglas antidumping que eliminan la distinción entre “economías de mercado y de no mercado”, una nueva metodología que fue de inmediata rechazada por China que acusa a Bruselas de “violar las reglas” de la OMC.
En China funciona el mercado –como la planificación–, pero es un mercado gobernado por el PCCh. En tanto internacionalmente no se admita que una economía de esas características es también una “economía de mercado” –definición consagrada por las economías liberales occidentales–, China será una economía con mercado.
Por lo tanto, la conjunción del retraimiento estadounidense, la persistencia globalizadora en el marco europeo o japonés pero con importantes frentes abiertos y la visión china que apunta esencialmente a los países en vías de desarrollo parece aventurar la configuración de dos globalizaciones simultáneas que podrán coexistir con intersecciones y pugnas varias que podrían ir en aumento en los años venideros.
El abanderamiento de la globalización por parte de China oculta, en realidad, un muy poderoso nacionalismo económico. Internamente, en Pekín preocupa naturalmente la estabilidad social y le interesa proteger su industria y su nivel de empleo. Por eso, el país toma medidas para mejorar la competitividad exportadora de las empresas y alarga su gama tecnológica, incluyendo, según sus rivales occidentales, una estrategia de captación de secretos industriales que levanta ampollas.
La protección del mercado interno –incluido el laboral–, que abre a la inversión extranjera de manera cuidadosa y progresiva, mientras en el exterior promueve a sus grupos industriales, constituye un inapelable éxito singular del PCCh. El ejemplo más evidente de este proceso es el ferrocarril. Con la Iniciativa de la Franja y la Ruta contornea las influencias europea, estadounidense o japonesa, y las empresas públicas chinas implicadas en infraestructuras de transporte o energía se benefician del apoyo del Estado consciente del valor estratégico que supone más allá de la rentabilidad económica de los proyectos. Pronto habrá ocasión de observar ese proceso en otros dominios como la industria nuclear, beneficiada igualmente de la transferencia de tecnologías, condición impuesta a terceras empresas para poder acceder a su mercado.
Y en paralelo, si la gobernanza global no ha logrado mantener el paso y las instituciones y el orden internacional no están afrontando de manera efectiva los desafíos, esto tiene para Pekín una lectura política complementaria: los intentos de transformar el mundo con los valores y el sistema político occidental están lejos de lograr sus objetivos y han traído nuevos problemas.
La crisis del discurso occidental raramente se traducirá en un aumento del poder de atracción de su modelo político pero puede proveer a China de grandes oportunidades aun a costa de exacerbar tensiones con las economías más desarrolladas. Y pese a que el propio PCCh insiste a partes iguales en que no importará ni exportará modelos, la realidad, no obstante, a medida que crezca su influencia económica, industrial, comercial y financiera y se complemente con estructuras globales plenamente operativas (Banco Asiático de Inversión en Infraestructuras, Nuevo Banco de Desarrollo, etcétera), podría deparar sorpresas.
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