Brexit: lo que sabemos ahora

A taxi driver shouts at anti-Brexit protesters demonstrating outside the Houses of Parliament in London, Britain, December 13, 2017. REUTERS/Simon Dawson - RC1FBB999110

Image: REUTERS/Simon Dawson

Tony Blair
Prime Minister of the United Kingdom (1997-2007); Executive Chairman, Tony Blair Institute for Global Change

Este año que empieza va a ser decisivo para el destino del Brexit y Reino Unido. En 2017, las negociaciones eran todavía incipientes. Para 2019 será demasiado tarde. Desde una perspectiva realista, 2018 será la última oportunidad para tener voz y voto a la hora de saber si la nueva relación con Europa es mejor que la actual, y para insistir en que el “acuerdo” sea lo bastante detallado como para que ese voto sea significativo. Por eso publicamos hoy “Lo que sabemos ahora”, lo que hemos aprendido sobre el Brexit desde el 23 de junio de 2016.

Nunca he ocultado mi deseo de que Reino Unido permanezca en la Unión Europea. Esta es la decisión más importante que hemos tomado como nación desde la Segunda Guerra Mundial, una decisión que va a determinar el destino de nuestros hijos durante mucho tiempo. Estoy apasionadamente convencido de que, al salir del poderoso bloque regional de los países vecinos, a los que estamos unidos físicamente por el túnel del Canal de la Mancha, comercialmente por el Mercado Único, históricamente por infinitos vínculos culturales y políticamente por la necesidad de una alianza en una era dominada por Estados Unidos en Occidente y China e India en Oriente, estamos cometiendo un error que el mundo contemporáneo no puede comprender y las generaciones futuras no podrán perdonar. Pero lo primero que hay que conseguir no es revocar la decisión, sino reivindicar el derecho a cambiar de opinión cuando conozcamos los términos de la nueva relación.

Nadie discute la votación de 2016.Y nadie discute que, si se mantiene como expresión de la opinión de los británicos, nos iremos de la Unión. La cuestión es si, a medida que se conocen más datos, a medida que avanza la negociación y vemos con claridad la alternativa a la pertenencia actual a la UE, vamos a tener derecho a cambiar de opinión; si la “voluntad del pueblo” —una expresión de la que se abusa— es inmutable o se permite que cambie cuando nuestra percepción de la realidad se base en una información mejor.

Cuando votamos en 2016, sabíamos que estábamos votando contra nuestra situación actual en Europa, pero no sabíamos cómo sería la futura relación con el continente. Fue como tener unas elecciones generales en las que la pregunta es “¿Le gusta el Gobierno?” Si se preguntara eso, pocos Gobiernos en el poder serían reelegidos. Una vez conocida la alternativa, deberíamos poder pensárnoslo de nuevo, a través del Parlamento, unas elecciones o un nuevo referéndum, que, por supuesto, no será una repetición del anterior porque esta vez decidiríamos conociendo cuál es la alternativa.

En los últimos meses, el paisaje del Brexit —hasta ahora oculto en la niebla de las afirmaciones de un lado y otro— se ve cada vez con más claridad. Ahora contamos con la predicción presupuestaria de que, debido al Brexit, el crecimiento económico estará por debajo de las expectativas, no solo este año sino los próximos cinco años, con un promedio del 1,5%. Algo que no sucede desde hace más de 30 años. Y a eso hay que añadir la caída de nuestra moneda, la bajada del nivel de vida y la primera subida del desempleo.

Reivindiquemos el derecho a cambiar de opinión cuando conozcamos los términos de la nueva relación.

Junto a eso hemos sabido que vamos a tener menos dinero para gastar en el Servicio Nacional de Salud y que, al menos durante unos cuantos años, Europa no nos va a devolver ningún dinero, sino que tenemos que pagar una gran suma.

Luego está la negociación sobre Irlanda del Norte. Afirmar que el problema se ha “resuelto” es ridículo. Se ha aplazado, nada más. Por el contrario, la negociación ha sacado a la luz la verdadera naturaleza de las decisiones a las que nos enfrentamos y las tensiones en la posición negociadora del Gobierno.

Al abordar la negociación del Brexit hay, en definitiva, cuatro opciones:

1. Cambiar de opinión y permanecer en Europa, sobre todo en una Europa reformada, en la que podamos utilizar el voto del Brexit para imponer esas reformas.

2. Abandonar las estructuras políticas de la UE pero permanecer en las estructuras económicas, es decir, el Mercado Único y la Unión Aduanera.

3. Salir de las estructuras políticas y económicas pero intentar negociar un acuerdo a medida que reproduzca las ventajas económicas actuales y nos mantenga políticamente cerca de Europa.

4. Salir de las dos estructuras, hacer de la salida virtud, negociar un Acuerdo de Libre Comercio básico y vendernos como “No Europa”.

Lo que pasa es que, aunque las tres últimas opciones sean Brexit, tienen repercusiones muy distintas. El Gobierno ha descartado la opción 2 y está tratando de negociar la 3, pero una parte importante del Partido Conservador está dispuesto a seguir la opción 4. Lo malo de la opción 3 es que no se puede negociar sin hacer unas concesiones de tal dimensión que dejan en ridículo los argumentos para marcharse. Lo malo de la opción 4 es que supondría tremendas dificultades económicas, en la medida en que habría que ajustar nuestra economía a las nuevas condiciones comerciales.

El crecimiento estará por debajo de las expectativas. Caerá nuestra moneda, el nivel de vida y el empleo.

Es absurdo decir que es antidemocrático exigir que la gente tenga libertad para votar sobre el acuerdo definitivo, dada la enorme disparidad de variantes y sus consecuencias. ¿Cómo podemos juzgar la verdadera “voluntad del pueblo” sin saber cuál sería la alternativa a la situación actual, dadas las distintas repercusiones de cada alternativa? Irlanda del Norte es una metáfora del dilema central de esta negociación: o estamos en el Mercado Único y la Unión Aduanera, o tendremos una frontera dura y un Brexit duro.

Es la misma diferencia que hay entre la situación de Noruega y la de Canadá. Noruega tiene pleno acceso al Mercado Único, pero también sus obligaciones, incluida la libertad de circulación. En el caso de Canadá, hay un Acuerdo de Libre Comercio que facilita enormemente la circulación de bienes pero que incluye controles fronterizos y no supone acceso a los servicios del Mercado Único. Es un juego de suma cero: cuanto más se parezca a la opción de Noruega, más obligaciones hay; cuanto más se parezca a la opción de Canadá, menos acceso.

No se trata de saber quién es el negociador más duro. El dilema deriva de cómo se concibió el Mercado Único. Es una zona comercial única, con un sistema único de regulación y un sistema único de arbitraje, el Tribunal de Justicia Europeo. Lo importante es que no es un Acuerdo de Libre Comercio. Es otra cosa. Así que es imposible disfrutar de sus ventajas sin atenerse a sus reglas. El Mercado Único es una cosa, y un Acuerdo de Libre Comercio es otra.

Imaginemos una analogía. Supongamos que la Federación de fútbol inglesa quiere jugar un partido con Francia. Negocian el campo, la fecha, el precio de las entradas, etcétera. Pero entonces la Federación inglesa le dice a la francesa que también quieren negociar la posibilidad de tener 15 jugadores en el equipo, en lugar de 11. Los franceses dirían que lo sienten pero se han equivocado de deporte y deben hablar con la Federación de rugby.

Pues eso es lo que parece estar haciendo el Gobierno. David Davis asegura que vamos a abandonar el Mercado Único y la Unión Aduanera pero que tendremos “exactamente las mismas ventajas” en un nuevo Acuerdo de Libre Comercio. Boris Johnson habla de distanciarnos de la normativa europea pero tener unas relaciones comerciales sin fricciones y pleno acceso al mercado europeo de servicios. La primera ministra insiste en que vamos a contar con el acuerdo comercial más amplio de la historia y se olvida curiosamente de que ya lo tenemos.

No se trata de saber quién es el negociador más duro. El dilema deriva de cómo se concibió el Mercado Único.

Philip Hammond propone una estrecha armonización con Europa después del Brexit. Liam Fox, por su parte, habla sin parar sobre los acuerdos comerciales que lograremos una vez que estemos fuera de la Unión Aduanera y y lejos de esa armonización. Por supuesto, el Acuerdo de Libre Comercio puede ser de gran alcance, aunque, cuanto más abarque, más complicada será la negociación y mayor la armonización reguladora. Pero nunca podrá reproducir “exactamente las mismas ventajas” del Mercado Único sin obedecer sus obligaciones y regulaciones.

Las concesiones que se nos ha obligado a hacer, con razón, en el caso de Irlanda del Norte, ponen de relieve en qué consiste el dilema. Si queremos libertad de circulación de personas a través de la frontera en Irlanda, tendremos que abandonar los controles fronterizos a la inmigración. De modo que una persona podría ir del continente a Dublín, de ahí a Belfast y de ahí a Liverpool sin pasar ningún control.

Los partidarios del Brexit suelen decir que Noruega y Suecia no tienen una frontera dura para la circulación de personas. Es verdad. Pero el motivo es que Noruega forma parte del Mercado Único y, por tanto, acepta la libertad de circulación.

En cualquier caso, casi todo el mundo reconoce ya que Reino Unido necesita a la mayoría de los trabajadores inmigrantes que llegan de Europa, y, como muestra nuestro estudio, el Brexit está perjudicando ya seriamente la contratación en sectores cruciales, incluido el Servicio de Salud. Si queremos tener libre circulación de bienes, Irlanda del Norte deberá tener una relación con la UE que se rija por las normas de la Unión Aduanera. Pero, en ese caso, ¿cómo podrá estar Reino Unido fuera de esa situación?

Ese es el dilema que nos vamos a encontrar en todos los aspectos del acuerdo. ¿Cómo van a poder operar libremente los servicios financieros y otros sectores en Europa sin una armonización regulatoria? Incluso si suponemos que Europa acepta mirar caso por caso, la “armonización” tendrá que ser la que imponen las normas europeas. ¿Y cómo se resolverán las disputas en estas circunstancias si no es a través del Tribunal Europeo de Justicia? Cuando surjan estos interrogantes durante la negociación, volverán a aflorar las divisiones en el Gobierno.

La primera ministra seguirá siendo partidaria de la opción 3, hacer las concesiones necesarias y tratar de presentarlas como una forma de “recuperar el control”. Los verdaderos partidarios de marcharse se darán cuenta de que las concesiones contradicen los motivos esenciales para irse y preferirán la opción 4. Los funcionarios públicos británicos son seguramente —o al menos lo eran en mi época— los mejores de Europa. El problema no está en los negociadores sino en la negociación.

Casi todos reconocen ya que Reino Unido necesita a la mayoría de los inmigrantes que llegan de Europa.

El peligro es que acabemos quedándonos con lo peor de ambos mundos. Iremos tirando, alternando entre las opciones 3 y 4 según qué sector del Partido Conservador predomine en cada momento, intentaremos “marcharnos” sin marcharnos verdaderamente, con un batiburrillo de disposiciones que permita al Gobierno asegurar que se ha materializado el Brexit pero que, en realidad, solo significará que hemos perdido nuestro puesto en la toma de decisiones.

Ese sería un resultado nefasto para el país. Y aquí es donde el Partido Laboristase enfrenta a su propio reto.Me gustaría que los laboristas mantuvieran la superioridad moral de la política progresista, que explicaran por qué la pertenencia a la Unión Europea es lo mejor por principio, por motivos económicos pero también por motivos profundamente políticos.

Estoy en desacuerdo con nuestra posición actual, por razones estratégicas, pero también tácticas. En primer lugar, cuando el Partido Laborista dice que nosotros también llevaríamos a cabo el Brexit, no puede criticar su terrible efecto de distracción. El Partido Laborista podría atacar con todas sus fuerzas los fracasos del Gobierno, desde el penoso estado del Servicio Nacional de Salud hasta la criminalidad, que, debido al abandono y la falta de apoyo a la policía, ha vuelto a aumentar. Pero para ello habría que decir: estas son las cosas que se podrían hacer por la gente si no fuera porque el Gobierno dedica todas sus energías y grandes cantidades de dinero al Brexit.

Y en segundo lugar, esta actitud nos coloca en una posición vulnerable cuando el Gobierno concluya “el acuerdo” en algún momento de 2018. Mi predicción es que el Gobierno intentará negociar un acuerdo que deje fuera muchos detalles, porque no hay forma de resolver el dilema. Aprovecharán ciertas ventajas fáciles de obtener, como el acceso a los bienes sin barreras arancelarias (y dejará para más tarde las cuestiones que no tienen que ver con los aranceles). Para Europa, que tiene un tremendo superávit de bienes respecto a Reino Unido, este aspecto está muy claro.

Ahora bien, en el acceso a los servicios, que han impulsado el crecimiento de nuestras exportaciones durante los últimos 20 años y son el 70% de nuestra economía y en los que tenemos superávit nosotros, no tendremos nada que hacer sin unas concesiones importantes. Salvo que el Gobierno encuentre una solución milagrosa para el dilema, seguramente intentará emular el “acuerdo” de diciembre sobre Irlanda del Norte, disponer de varios encabezados generales —más con aspiraciones que con detalles— y dejar muchas cosas para negociarlas a partir de marzo de 2019, durante el periodo de transición en el que Reino Unido seguirá rigiéndose por las normas del Mercado Único.

Los laboristas deben mantener la superioridad moral de la política progresista, explicar por qué pertenecer a la UE es mejor.

El Gobierno dirá entonces que es este acuerdo o nada, y el Partido Laborista se limitará a decir que habría negociado mejor. Una afirmación poco creíble. Los laboristas también pretenden repicar y andar en la procesión. El responsable de Hacienda dice que no estaremos en “el” Mercado Único sino en “un” Mercado Único. El responsable laborista de Industria habla de conservar las ventajas de los acuerdos de la Unión Aduanera pero, al mismo tiempo, tener libertad para negociar nuestros propios acuerdos comerciales.

Todo esto hace que sea un terreno muy confuso para pelear. Es mucho mejor luchar por el derecho del país a cambiar de opinión, a conocer los detalles de la nueva relación antes de abandonar la vieja, oponernos al Brexit y criticar a los conservadores por su incapacidad de abordar los verdaderos problemas del país. El Brexit tiene que ser un Brexit conservador. Tiene que ser suyo al 100 por cien. Hay que demostrar a la gente por qué el Brexit no es ni ha sido nunca la respuesta. Abramos un diálogo con los líderes europeos sobre las reformas necesarias, un diálogo que están muy dispuestos a tener ahora porque son conscientes de que el Brexit también es perjudicial para Europa, económica y políticamente.

En cada sesión de preguntas al Gobierno, hay que desmontar cada mentira de la campaña del Brexit, decir que las divisiones de los conservadores están debilitando nuestro país; pero eso solo es creíble si nos oponemos al Brexit de verdad, no defendiendo un Brexit distinto, y si cuestionamos la tomadura de pelo de que una primera ministra esté llevando a nuestra nación en una dirección por la que ni siquiera ahora se atreve ella a decir que votaría.

Si nos marchamos de Europa, tendrá que ser por decisión de la derecha conservadora. Pero, si los laboristas siguen dejándose llevar e insisten en abandonar el Mercado Único, esa timidez contribuirá al Brexit.

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