¿Hacia dónde nos llevan los últimos desarrollos en inteligencia artificial o robótica?

An illustration projected on a screen shows a robot hand and a human one moving towards each others during the "AI for Good" Global Summit at the International Telecommunication Union (ITU) in Geneva, Switzerland, June 7, 2017.    REUTERS/Denis Balibouse - RC1248394150

Image: REUTERS/Denis Balibouse - RC1248394150

Gonzalo López Molina

En un artículo publicado en 1961, Nicholas Kaldor defendía la necesidad de que las abstracciones representadas por los modelos teóricos tuvieran relación con la experiencia, con lo observado: “cualquier teoría debe necesariamente estar basada en abstracciones; pero el tipo de abstracción elegida no puede decidirse en el vacío”. Para lidiar con ello propuso lo que conocemos en la actualidad como los “hechos de Kaldor”, o Kaldor’s facts, una serie de “hechos estilizados” –como él mismo los bautizó– que sirvieran de “punto de partida para la construcción” de modelos macroeconómicos teóricos. Representan evidencias o tendencias de largo plazo que pueden parecer obvias dado el estado actual de la ciencia económica, pero no lo eran tanto medio siglo atrás. Uno de los puntos, relevante en este caso, establecía que el capital y el trabajo ocupan porciones constantes de la renta nacional. Constantes, por supuesto, no implica iguales. Como aproximación, las proporciones de la renta nacional –según esta clasificación funcional– se han repartido en 2/3 para el trabajo y 1/3 para el capital.

Fuente: The labor share in G-20 economies. OECD.

Así había sido hasta los años 80 del siglo pasado, al menos. A partir de ese momento, numerosas investigaciones han identificado que el factor trabajo –medido como sueldos y salarios de los trabajadores, contribuciones sociales, etc.– está perdiendo peso en favor del capital. Aunque quizá no sea este el espacio para discutir a fondo las numerosas causas detrás de este fenómeno, podríamos nombrar algunas: la concentración empresarial, la deslocalización de empleos en los países desarrollados como respuesta a la globalización o, sobre todo, el cambio tecnológico y lo que ello supone: automatización de empleos rutinarios y caída del precio relativo de los bienes de inversión relacionados con la información, la comunicación y la propia tecnología.

Las implicaciones de este hecho en términos distributivos son importantes. Dao et al. escriben en este post del FMI: “la proporción de renta que va a parar al trabajo disminuye cuando los salarios crecen más despacio que la productividad”. Es decir, por lo general, cuando las ganancias de productividad en un país no se transmiten de forma directa a los salarios de los trabajadores, una mayor parte va a parar al capital. Como el capital está repartido, a su vez, de manera (muy) desigual, la caída de las rentas del trabajo puede implicar un aumento de la desigualdad. Esto es, de hecho, lo que parece que observamos en la realidad: aquellos países en los que las rentas del trabajo han caído más (respecto a su media), la desigualdad ha aumentado también más (respecto a su media).

Esta generalización esconde, sin embargo, tendencias muy divergentes para distintos países, industrias, sectores e incluso trabajadores. Según documentan varios economistas del Fondo Monetario Internacional en el World Economic Outlook de abril de este año (el capítulo 3 se dedica a esta cuestión), “entre 1991 y 2014 la participación del trabajo en la renta nacional disminuyó en 29 de las 50 mayores economías” del mundo. Aumentó en Francia, Brasil o Reino Unido, y cayó en China, Alemania o Estados Unidos. Además no todos los trabajadores han corrido la misma suerte. Los cambios tecnológicos de las últimas décadas, y los que están por venir, no son neutrales en términos de habilidades. Lo más probable es que aquellos con una cualificación media y baja sean los más afectados, algo que ya hemos visto con la polarización del mercado de trabajo.

El problema que nos encontramos mirando hacia adelante, pensaría uno, es que si estos avances tecnológicos están detrás de la caída en importancia del trabajo y han conseguido eliminar ya empleos rutinarios, ¿hacia dónde nos llevarán los últimos desarrollos en inteligencia artificial o robótica? David Autor y Anna Salomons en un artículo reciente ofrecen algunas respuestas. Según sus resultados parece que sí: aumentos de la productividad en una industria van aparejados con una caída en el empleo en esa misma industria. Estos serían los efectos directos. Pero hay indirectos: una mayor productividad produce efectos derrame en forma de mayor demanda final (y ganancias de ingresos), o demanda intra-industria, permitiendo a otros sectores absorber los trabajadores desplazados. Hasta aquí bien, entonces: “los efectos netos de la productividad en el empleo son positivos” (línea gris pespunteada del gráfico inferior).

Donde no encontramos tan buenas noticias es examinando cómo los aumentos de productividad cambian la composición de las habilidades que se demandan en el mercado de trabajo. Cuando un trabajador de la industria manufacturera, de la construcción o de la minería pierde su empleo, ¿tiene fácil salida? La respuesta parece ser que no. El cambio tecnológico hace que se demanden cada vez en mayor medida trabajadores con altas competencias, así que la recolocación de esos trabajadores se hace en muchas ocasiones hacia empleos que requieren una menor cualificación y remuneración. “El reto no es la cantidad de trabajos. El reto es la calidad de los trabajos disponibles para los trabajadores con habilidades medias o bajas”. De cualquier forma, puede que estemos dando demasiada importancia a la automatización y la robotización como causas últimas del aumento o caída del trabajo: “se estima que el motor principal del crecimiento del empleo es el crecimiento de la población”, escriben Autor y Salomons. Tan simple (o no) como eso.

Visto que ninguna tecnología actual es capaz de generar un “Robocalipsis” de trabajo, sí deberíamos concentrar esfuerzos para hacer que la recolocación que algún día se dará en muchos empleos sea lo más llevadera posible. Y para eso necesitamos saber quiénes son los más necesitados. Esto es precisamente lo que ha hecho Aina Gallego en un artículo reciente publicado en el Observatorio Social de “la Caixa”. Utilizando la medida de riesgo de automatización de las ocupaciones que desarrollaron Frey y Osborne, asigna un valor a cada persona activa menor de 65 años que formara parte de la séptima ola de la Encuesta Social Europea. Esto le permite obtener estimaciones del riesgo de automatización por país (que depende de la composición de la fuerza laboral de cada uno) y, quizá más interesante por la novedad que supone, dibujar el perfil sociodemográfico y político de esta población de referencia en España.

Uno de los resultados más sorprendentes y trascendentes de cara al desarrollo de políticas públicas es la enorme diferencia en el riesgo de computerización que existe entre las ocupaciones que desempeñan los trabajadores con educación universitaria y el resto. La necesidad de reducir las tasas de abandono escolar y lograr que los estudiantes alcancen, como poco, una formación de segundo ciclo orientada al mercado laboral (Formación Profesional) es imperiosa. Merece la pena destacar que los individuos que poseen un título de FP tienen un menor riesgo que los que han cursado algún tipo de educación secundaria, síntoma de que estos cursos “transmiten habilidades específicas valiosas y distintivas” (aunque no tanto como nos gustaría). Aun así, esta brecha de alrededor de 30 puntos porcentuales en el riesgo de automatización entre los muy educados y el resto se mantiene estable cuando entramos en el terreno de los ingresos del individuo. Más pobre, más vulnerable. Es lógico: los trabajos mejor remunerados y menos expuestos son ocupados de forma mayoritaria por personas con una alta cualificación.

Por último, en el perfil político apunta Aina Gallego algunos motivos que hacen de la exploración de las demandas políticas de los trabajadores en riesgo un hecho al que atender en profundidad. Puede darse el caso de que los trabajadores más vulnerables sean, además, políticamente menos activos. Si esto fuera así perderían por partida doble: primero, porque están empleados en ocupaciones que de por sí más susceptibles de desaparecer en un futuro próximo; y segundo, porque la menor participación política “limita su capacidad de transmitir sus preocupaciones y demandas al sistema político”, y hace que “los partidos políticos [tengan] menos incentivos para proponer medidas dirigidas a atajar los problemas propios de este grupo”.

Nos guste o no es lo que observamos. Los trabajadores en mayor riesgo de ser sustituidos tienen un menor interés en política, votan menos y participan menos en actividades relacionadas con la política (firma de peticiones, colaboración con partidos, etc.). Están más a favor de la redistribución, pero es difícil saberlo. Y la otra cara de la moneda: los trabajadores en menor riesgo votan más, suelen estar en contra de la redistribución, y están bastante interesados en política, además de movilizados. Los más vulnerables acaban siendo los menos escuchados. Hacer de esta una sociedad inclusiva requiere dar respuesta a esta situación.

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