El español en EE UU: acoso y derribo
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Una brecha lleva años abriéndose en el ideal monolítico de una América angloparlante: el español se ha convertido en lengua de uso habitual para unos 40 millones de estadounidenses, algo que no deja a nadie indiferente.
Unos lo celebran como un hito propio de una nación multicultural. Otros lo deploran y persiguen activamente como una amenaza a la identidad del país, a la integración de las diferentes comunidades y a la buena marcha de una economía que ha triunfado imponiendo el inglés como lengua vehicular del mundo globalizado.
A pesar de los intentos de ese segundo grupo por atajar el auge del español, éste se ha establecido como una lengua de referencia para casi la sexta parte del país. Pero ¿goza este idioma de una salud tan robusta como parece en Estados Unidos?
Atendiendo sólo a factores demográficos, el español parece imparable. Se espera que en 2055 la población latina del país llegue a los 155 millones de habitantes, superando así en número a la comunidad blanca angloparlante. Los más alarmistas lo ven como un verdadero fenómeno sísmico que redefinirá y desnaturalizará la patria, pero la realidad es que ese fenómeno puramente demográfico no irá acompañado necesariamente de un predominio equivalente de la lengua española.
Hay una creciente tendencia de los hispanohablantes estadounidenses al bilingüismo, o incluso al abandono total del español en beneficio del inglés, que les ayuda a asegurarse una mayor integración y unas mejores perspectivas profesionales. A su vez, cada vez más latinos de Estados Unidos serán nativos del país y no inmigrantes, lo que reforzará la lengua inglesa dentro de la comunidad.
Según Pew Research Center, el porcentaje de hispanos nacidos en EE UU ha crecido hasta el 65,6%, mientras que en 2000 no llegaba al 60%. Alrededor del 37% de los latinos menores de edad se ha criado en hogares donde sólo se habla inglés, mientras que a principios de este siglo sólo el 30% aseguraba haber crecido en tales condiciones. Son cambios relativamente lentos, pero que acabarán dando primacía al inglés.
También es preciso considerar el descenso de la inmigración procedente de México —origen predominante de la población hispanoparlante en EE UU—, que ha reducido el número de familias latinas de primera generación. De esa forma, el uso del español dentro de la comunidad latina irá decreciendo aun cuando el número de sus miembros aumente.
Otro factor que amenaza la pujanza o incluso la pervivencia del español es el desacoplamiento entre identidad étnica y lingüística. Si bien la inmensa mayoría de los hispanos considera importante que las generaciones venideras conserven esta lengua, el 71% cree que hablarla ya no es un requisito necesario para sentirse parte de su comunidad.
La propia historia de la inmigración en Estados Unidos permite quizás vislumbrar el futuro. Si varios grupos nacionales, como los chinos, los italianos, los holandeses o los alemanes, acabaron abandonando su lengua y adoptando el inglés durante los compases fundacionales de la nación, ¿no es natural que ahora le ocurra lo mismo al español?
Los factores que apuntan a un futuro declive del español no han frenado el alarmismo del frente anglófono, que ha encontrado a uno de sus principales voceros en el actual presidente de Estados Unidos. Donald Trump nunca ha ocultado su antipatía por el auge del español y la necesidad de consolidar el inglés como la única lengua con peso en el país. Su campaña electoral estuvo cuajada de referencias despectivas al español, e incluso en las primarias llegó a reprocharle a uno de sus rivales, el entonces favorito Jeb Bush, por contestar a un periodista en ese idioma.
La victoria de Trump debilita el consenso sobre estrategia política que ensalza el conocimiento del español como una herramienta electoral indispensable para llegar al poder. Trump consiguió vencer haciendo gala de instintos contrarios. Se llevó además el voto de alrededor del 28% de los latinos, una cifra similar a la del candidato republicano Mitt Romney —quien, al contrario que el actual Presidente, consideraba que saber hablar español habría sido un honor para él— en las elecciones presidenciales de 2012.
Muchos potenciales candidatos habrán tomado buena nota: los esfuerzos por conquistar el voto latino no deben distraerlos de la tarea aún más importante de asegurar los sufragios de esa América medular, angloparlante y poco amiga de cosmopolitismos que aún puede allanar el camino a Washington.
A las promesas electorales de Trump siguieron —en este caso— los hechos. En enero de este año se eliminó la web en español de la Casa Blanca (la promesa de remplazarla por una nueva lleva meses en el limbo). No obstante, se amplió el contenido en español —aunque en una traducción defectuosa— de la página web de la Oficina de Inmigración y Aduanas del gobierno federal. Un intento quizás más intimidatorio que bienintencionado para avisar del riesgo de deportación a los potenciales infractores.
Es improbable que las medidas simbólicas y discursivas de Trump contra el español socaven por sí solas el uso de este idioma. Son otras coyunturas demográficas y sociales a largo plazo, y no los desmanes políticos del momento, las que determinarán su futuro. Pero la falta de complejos con la que el Presidente ha conducido su cruzada contra el español podría envalentonar a muchos ciudadanos y comunidades angloparlantes que ven esa lengua como una amenaza a su modo de vida e identidad. Por el contrario, otros comentaristas piensan que la actitud de Trump y sus intentos por suprimir el español acabarán fortaleciendo la voluntad de sus hablantes, convirtiendo el idioma en un símbolo de resistencia contra una administración monolingüe y hegemonista.
Más allá de discursos ofensivos y páginas web que se eliminan y nunca se reponen, hay medidas que exceden lo simbólico y que amenazan con limar literalmente el número de hispanohablantes. Una de ellas es la eliminación del Programa de acción diferida para los llegados en la infancia (DACA), que podría llevar a la deportación de unos 800.000 jóvenes —también llamados Dreamers, la inmensa mayoría de ellos procedentes de países de lengua española— que llegaron a EE UU ilegalmente cuando eran menores de edad.
La intención de acabar con DACA obedece al objetivo confeso de desmantelar los grandes planes de Barack Obama y materializar las promesas electorales de Trump contrarias a la inmigración, sin que en principio parezca una estrategia diferida de socavamiento del español. Pero, si el Congreso no acuerda sustituir el programa por una alternativa igualmente garantista, cientos de miles de personas podrían ser deportadas. Se asestaría así un tremendo golpe a un grupo social eminentemente bilingüe y que encarna la natural convivencia y pujanza futura de los dos idiomas.
A la espera de que se abra camino la ley RAISE para reducir la inmigración a la mitad —mediante la imposición de impedimentos adicionales para acoger a familiares extranjeros—, el Presidente ha encontrado en la ofensiva contra DACA una fórmula cuyo efecto a largo plazo será dañino para el español. Ni siquiera le ha hecho falta que llega a materializarse el delirante proyecto del muro en la frontera con México.
Las leyes expresamente lingüísticas del país ofrecen otra vía de debilitamiento. Algunos grupos llevan años pidiendo que el inglés obtenga el estatus de idioma oficial —EE UU es uno de los pocos países que no cuentan con una lengua legalmente reconocida como oficial—. La iniciativa no ha prosperado por el momento a nivel federal, pero la presión es constante: los activistas peinan de arriba abajo los pasillos de Capitol Hill, donde algunos parlamentarios comprometidos con esa causa llevan años intentando la aprobación de una Ley de unidad del idioma para toda la nación.
La normativa propuesta cuenta, por el momento, con el apoyo de solo 39 miembros de la Cámara de Representantes. No obstante, si esa ley llegara a imponerse, los requisitos de conocimiento del inglés para los expedientes de naturalización se endurecerían —es más, el propio acto público de la naturalización debería conducirse obligatoriamente en inglés—, dificultando a muchos extranjeros la obtención de la nacionalidad.
La iniciativa de hacer el inglés la lengua oficial no ha fructificado a nivel federal, pero hay ya 31 estados de la Unión —además de muchos pueblos y condados— que han aprobado leyes en este sentido y que son de aplicación en sus respectivos territorios. Su alcance práctico es limitado, pero estas medidas de los estados se han complementado con otros intentos que, si acaban imponiéndose, sí supondrán un menoscabo directo del español.
El de mayor envergadura es la Proposición 227 aprobada en California en 1998, que eliminaba las clases bilingües en los colegios públicos en beneficio de una educación exclusivamente en inglés. A pesar de que entonces contó con un fuerte apoyo —casi el 61% de los votos—, en 2016 se aprobó otra normativa, la Proposición 58, que revertía los efectos de la 227 al conceder a los centros educativos y a los padres de los alumnos el derecho a elegir si las clases serían sólo en inglés o bilingües.
Si bien la educación bilingüe no está generalizada en el país, todos los estados de la Unión —con la sola excepción de Arizona, cuyas leyes establecen expresamente que los programas educativos de inmersión lingüística sólo deben ser en inglés— permiten, al menos sobre el papel, impartir clases en los idiomas nativos de los inmigrantes, además de en inglés.
Se respeta así el espíritu y la letra de una normativa federal insuficientemente invocada en los debates actuales, la Ley de educación elemental y secundaria de 1965 —reautorizada por última vez en 2015—, que favorece e incentiva los programas educativos bilingües para estudiantes que no dominan la lengua inglesa.
En todo caso, y aun cuando el bilingüismo no se imponga, el español parece tener un futuro robusto en la educación, al menos como lengua extranjera, ya que es el idioma foráneo preferido más demandado en los centros educativos.
Más allá de los intentos normativos de frenar el auge del español, es probable que la propia lengua contenga en Estados Unidos los elementos de su declive y desnaturalización, sin que ningún malintencionado político o grupo de interés la empujen al abismo. Así, buena parte del español que se habla en el país es realmente Spanglish, una lengua híbrida sin reconocimiento oficial ni académico que fusiona inglés y español, sometiendo a ambos idiomas a una “deformación”, según la Real Academia de la Lengua.
Independientemente de sus detractores, el Spanglish, del que se desconoce su número exacto de hablantes, va camino de suplantar al español propiamente dicho al configurarse como referencia lingüística de los latinos. Y, por muy bien que refleje las pulsiones de una comunidad en ascenso y su interacción con una sociedad y cultura hegemónicas a las que sus miembros han tenido que adaptarse, el Spanglish no puede considerarse español.
Este lenguaje inmensamente popular le está ganando la partida a Cervantes, lo que ha trascendido hasta el anecdotario político. En las primarias republicanas de 2016 participaron dos contendientes de origen cubano, Ted Cruz y Marco Rubio. El primero se había criado en la Texas blanca, baptista y anglófona, y reconoció abiertamente que no hablaba español sino Spanglish; por el contrario, Rubio, que proviene de la bilingüe Miami, se ufanó de un perfecto manejo de la auténtica lengua española.
Ambos candidatos fueron derrotados por Trump, pero Cruz obtuvo más apoyos que Rubio entre las bases republicanas. Probablemente, este hecho no pase de ser una curiosidad política, pero más allá de la anécdota subyace el hecho de que los latinos se identifican más con el Spanglish que ensambla su comunidad en el día a día, que con la corrección del español verdadero, ajeno a la vida de cada vez más estadounidenses de origen latino.
Esto es especialmente entre los jóvenes, ya que más del 70% de ellos hablan Spanglish con mayor o menor frecuencia. Su uso es especialmente habitual entre los inmigrantes de segunda generación —el 79% lo emplea en cierta medida—. En la tercera generación su uso decae, pero no en beneficio del español, sino del inglés.
Aun habiéndose consolidado como el segundo idioma en importancia del país, el español tiene unas perspectivas menos halagüeñas de lo que podría sugerir el mero cómputo de la población hispana. El vínculo directo entre el aprendizaje del inglés y la movilidad social, los intentos políticos y normativos para minarlo y la mutación del idioma en una forma híbrida, podrían contener drásticamente su expansión.
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