Cómo combatir la adicción de los niños por la comida calórica
Image: REUTERS/Tatyana Makeyeva
Existen personas que defienden muchos discursos e ideas. Otras, más cabales, que sostienen un número limitado de las mismas, las que consideran más relevantes. Y luego están los eruditos, que manejan quizá solo una, pero la sostienen y desarrollan de muchas formas distintas”. Esta confesión que en una ocasión compartió conmigo el filósofo Daniel Innerarity me viene con frecuencia a la mente e influye en la manera que tengo de abordar los temas que expongo en esta sección. En innumerables ocasiones hemos remarcado la dimensión social, ética, creativa, afectiva y, especialmente, saludable de la cocina y la alimentación. No obstante, hay que seguir insistiendo, a la vista de los datos y previsiones que para los próximos años maneja la Organización Mundial de la Salud, en relación con el incremento de la obesidad, sobre todo en los niños.
Ese esfuerzo pedagógico y educativo hacia la población infantil es labor de todos, de la población en su conjunto. Por ello, me gustaría llamar la atención sobre dos hechos concretos, aparentemente intrascendentes pero, desde mi punto de vista, significativos. El primero es la tan extendida costumbre de premiar a los niños con golosinas. Personalmente, se me encoge el alma al observar cómo el consumo de esas calorías vacías se transforma en un momento altamente placentero que, incluso, llega a sustituir una merienda, o puede que a una comida saludable a largo plazo.
El esfuerzo pedagógico y educativo hacia la población infantil es labor de todos, de la población en su conjunto
”El otro punto a recalcar apela a la forma que tenemos de influir en la creación de apetencias en los más pequeños a través de los menús infantiles en los restaurantes. Lejos de encaminarlos hacia la paleta de alimentos y elaboraciones más adecuadas para su desarrollo, los premiamos o castigamos, según cómo se mire, delimitando sus opciones a un mundo de pasta, pizzas, hamburguesas, fritos, salchichas, bikinis de jamón y queso… Y pollo, mucho pollo en forma de nuggets, milanesas, muslitos crujientes o fingers.
Parte del problema radica en que, para la industria, los más pequeños son un objetivo que atacar si se desea atraer a los padres a un establecimiento. Y la propuesta que nos hacen no puede ser más perversa: productos baratos de producción masiva e industrial, texturas que oscilan entre la ternura y el crujiente, y sabores grasos, salados y dulces. ¿Y por qué agradan tanto a los niños estas características? Porque su gran palatabilidad e impacto calórico intensifican los mecanismos cerebrales de gratificación. Nuestros cerebros, adaptados evolutivamente a entornos de escasez, articularon hace mucho tiempo estructuras diseñadas para atraernos hacia alimentos ricos en nutrientes. La recompensa se ofrece en forma de cóctel de neurotransmisores que actúan sobre los centros del placer de una forma similar a las drogas. Los hidratos de carbono y sus combinaciones con texturas grasas son una mezcla irresistible para nuestro cerebro.
Por si fuera poco, hasta pasada la adolescencia el cerebro está experimentando y formándose, demostrando una enorme atracción por los reforzadores —drogas, sexo o comida con alta densidad calórica— aunque sin capacidad para evaluar los efectos negativos y percibir las consecuencias. Desde el punto de vista de la adquisición de adicciones puede resultar un tanto exagerado, pero piense que cada vez que da a sus hijos comida chatarra es como si estuviera metiéndoles un cigarrillo en la boca. Creemos adictos, sí, pero a la buena comida, a la cocina variada, a los platos que suman, que ayudan a crecer. No a los que propician un paladar infantil para siempre. Nuestros hijos nos lo agradecerán.
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