La socialdemocracia en el rincón de pensar

Spain's Socialist Party (PSOE) leader Pedro Sanchez attends the national congress in Madrid, Spain June 18, 2017. REUTERS/Javier Barbancho - RC140595D1E0

Image: REUTERS/Javier Barbancho - RC140595D1E0

Antonio García Maldonado

En una entrevista reciente, Manuel Valls, ex primer ministro francés, afirmaba que “la socialdemocracia se está muriendo”. Más allá de que su relato tenga algo de exculpatorio tras su cambio de partido y su fracaso como candidato en las primarias socialistas, los resultados son incontestables. También en España, donde el mejor de los horizontes de recuperación que hoy se plantea el PSOE (alrededor del 30%) es similar a los peores pronósticos de cualquier encuesta previa a la crisis.

El declive de la última década ha sido ampliamente atribuido a la falta de alternativa al paradigma neoliberal con el que se ha gestionado la abundancia y la austeridad de la crisis. La izquierda, una vez consiguió generalizar un razonable programa básico y que liberales y derecha lo asumieran con más o menos entusiasmo, se habría diferenciado centrándose en minorías históricamente agraviadas para así intentar ganar a través de alianzas coyunturales, sin cuestionar la esencia de la gestión económica. A la vista están los resultados cuando ha tocado tomar decisiones económicas en crisis.

Y a medida que llegaban las debacles emergía el diagnóstico: la desigualdad, la precariedad laboral o la degradación del ambiente social hacen urgente una nueva socialdemocracia para el siglo XXI. El consabido relato. Los expertos se preguntan cómo conseguirlo, si volviendo a las raíces, abrazando la revolución tecnológica y el libre comercio o pergeñando una tercera vía con lo mejor de ambos mundos. Los resultados electorales de una y otra corriente se blanden como argumentos generalizables según uno se sienta más próximo a la izquierda clásica o al socioliberalismo. Todos tienen argumentos, y por tanto nadie los tiene si lo que se busca es un relato abarcador.

El declive de la última década ha sido ampliamente atribuido a la falta de alternativa al paradigma neoliberal con el que se ha gestionado la abundancia y la austeridad de la crisis.

Y a medida que llegaban las debacles emergía el diagnóstico: la desigualdad, la precariedad laboral o la degradación del ambiente social hacen urgente una nueva socialdemocracia para el siglo XXI. El consabido relato. Los expertos se preguntan cómo conseguirlo, si volviendo a las raíces, abrazando la revolución tecnológica y el libre comercio o pergeñando una tercera vía con lo mejor de ambos mundos. Los resultados electorales de una y otra corriente se blanden como argumentos generalizables según uno se sienta más próximo a la izquierda clásica o al socioliberalismo. Todos tienen argumentos, y por tanto nadie los tiene si lo que se busca es un relato abarcador.

La socialdemocracia es el ideario político más dañado por la malaise occidental que ha producido la crisis y su gestión, los cambios laborales consecuencia de (o excusados en) la revolución tecnológica y la competencia con una Asia sin protección social y laboral. ¿Es tan sorprendente el abandono de una base social obligada a asumir la incertidumbre y la degradación de sus condiciones de vida y de sus expectativas? Vivimos un momento propicio para repliegues conservadores e identitarios, democráticos o no.

La necesidad de la socialdemocracia parece obvia, pero es difícil ofrecer una alternativa clara de futuro estando tan lejos de saber cómo será ese futuro. La reconfiguración del orden mundial y los avances científico-técnicos dejan antigua cualquier previsión. ¿Creemos a quien vaticina un mundo sin enfermedades gracias a la edición genómica? ¿Funcionará la schumpeteriana destrucción creadora o nos quedaremos sin trabajo? No hay certezas, y en este marco el conservadurismo es casi instintivo.

Ha escrito el politólogo Tymothy Snyder que “la política de la inevitabilidad es un coma intelectual autoinducido”. La socialdemocracia, más que empeñarse en tener un programa cerrado para un siglo imprevisible, debe empezar por compensar la gestión cotidiana de gobierno y de partido con un debate permanente de ideas y escenarios para no arriesgarse a afrontar los cambios con tan poco músculo como hizo con la crisis del petróleo en los 70 o con la financiera hace una década.

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