Estos son los cinco países que más luchan contra la desigualdad
Image: REUTERS/Chris Helgren (ICELAND - Tags: SOCIETY) - RTXTD0U
Éstos son los cinco países que, según un reciente índice de Oxfam, más luchan contra la desigualdad en tres frentes básicos: el gasto social, el sistema fiscal y las políticas laborales.
La estrategia antidesigualdad sueca se apoya en un generoso Estado de bienestar que, al contrario que en otros países europeos (donde las pensiones se llevan la mayor parte), deja margen para un cuantioso gasto en segmentos poblacionales como las personas pobres en edad de trabajar o los discapacitados. Suecia ostenta, junto a Francia, el mayor gasto público proporcional en sanidad de la UE (equivalente a un 11,1% de su PIB) y su desembolso social equivale al 20,9% del PIB.
Los grandes dispendios públicos se nutren de una fuerte fiscalidad —el trabajador paga un tercio de su salario en impuestos— que conforma la base, construida durante decenios, del Estado-familia paternalista o folkhemmet. La tributación es además progresiva, ya que los ingresos inferiores a 438.900 coronas (unos 44.000 euros) están totalmente exentos de los impuestos nacionales sobre la renta. A su vez, el blindaje de los derechos laborales, apoyado en una cuota de filiación sindical del 67%, ha contribuido a paliar la desigualdad entre asalariados.
La proverbial generosidad del Estado de bienestar lleva años inmersa en un gradual resquebrajamiento, especialmente desde las reformas fiscales liberales de los 90, que aliviaron los impuestos sobre el capital y eliminaron los gravámenes sobre las grandes fortunas. Se atenuó así la progresividad fiscal y se asentó una pauta generalizada en la que el gasto social crece a menor ritmo que la economía del país.
Según la OCDE, el aumento de la desigualdad de ingresos entre 1985 y 2010 en Suecia fue el más alto de entre sus miembros. Un resultado visible de ese proceso es que el número de suecos excepcionalmente ricos creció un 22% entre 2015 y 2016, y hoy poseen activos por un valor que duplica al del Estado.
Los sólidos cimientos del igualitarismo sueco están en peligro, pero no por ello dejan de surgir iniciativas políticas de mitigación de la desigualdad. Una de las más destacadas es un programa lanzado por la ciudad de Goteburgo para hacer de la igualdad un factor transversal y permanente en todas las medidas municipales, en vez de ser objeto de actuaciones puntuales. Está por verse su éxito, pero al menos evidencia un instinto reflejo por salvaguardar lo mucho que aún queda de igualitario en el sistema sueco.
Es uno de los pocos países que no ha visto fuertes aumentos de la desigualdad durante la reciente crisis económica sufrida en Europa, lo que le ha permitido mantener su coeficiente Gini —que mide la desigualdad en valores comprendidos entre 0 y 1— en un notable 0,262. No obstante, la divergencia entre ricos y pobres se había agudizado tiempo atrás: entre 1990 y 2009, el 30% más pobre de la población vio sus ingresos caer alrededor del 10%, mientras que aquéllos en la cúspide de la sociedad cosecharon aumentos medios del 30%.
Al margen de esos desequilibrios, Bélgica apoya sus esfuerzos igualitarios en un inclusivo Estado de bienestar —su gasto social está ligeramente por encima del 20% de su PIB, en el grupo que encabeza la Unión Europea— caracterizado por una importante presencia de ayudas sociales no contributivas y que son financiadas mediante impuestos (los gravámenes sobre los ingresos personales superan el 28% de media, una de las tasas más altas de la OCDE).
Pero no todo es tan igualitario en la fiscalidad que rige el territorio de Bélgica. Bruselas alberga a una cuantiosa —y, por lo general, acaudalada— comunidad de funcionarios de la Unión Europea que no pagan el impuesto nacional sobre la renta, sino que están sujetos a un gravamen especial comunitario más reducido que el que se aplica a los trabajadores del servicio público belga. Esto crea una distorsión adicional en el sistema impositivo y contribuye a la desigualdad, si bien la medida no es imputable a Bélgica sino a la UE. A su vez, en su informe Oxfam caracteriza a Bélgica como un paraíso fiscal y señala que, de haber tenido en cuenta este hecho, su puntuación en materia de igualitarismo tributario habría sido mucho más baja.
Dejando de lado esos detalles de fiscalidad injusta, no siempre inherentes al sistema belga propiamente dicho, la sostenibilidad del modelo de bienestar es objeto de debate debido a la gran cantidad de personas que se acogen a las ayudas. Los beneficiarios son sobre todo inmigrantes de primera y segunda generación, que reciben principalmente subsidios por desempleo. La asistencia desproporcionadamente dirigida a extranjeros no refleja sólo la generosidad y amplitud del sistema belga, sino también una incapacidad mayor que la de otras economías de su entorno para procurar empleo a los nacionales de terceros países.
Otra de las claves que favorecen una menor desigualdad en Bélgica es la protección de los asalariados, gracias a un alto blindaje de los derechos laborales. La pertenencia a sindicatos es elevada, y la negociación colectiva sirve para dirimir los acuerdos entre actores sociales y las empresas, con escasa intervención de las autoridades. Este sistema ha contribuido a mitigar el fenómeno de los trabajadores en riesgo de pobreza y, en definitiva, a reducir la desigualdad entre las personas con empleo.
El tercer país que más hace por mitigar la desigualdad se caracteriza por el amplio alcance de su Estado de bienestar, cuya largueza se manifiesta en varios ejemplos ilustrativos: bajas parentales de 52 semanas por cada nacimiento para ambos progenitores, sanidad gratis para todos o educación igualmente gratuita, incluyendo la universitaria. En términos generales, Dinamarca es el tercer país de la UE que más gasta en protección social —una cantidad equivalente al 23,6 % de su PIB—. Más de la mitad del desembolso se destina a asalariados pobres y ancianos sin recursos.
Para sufragar este modelo, los daneses soportan una tasa media de impuestos directos del 36%, la más alta de la OCDE. La progresividad caracteriza a los gravámenes, que oscilan entre el 9% aplicado de media a las personas con los ingresos más bajos, y el 47% que se carga a quienes cuentan con ganancias superiores a un millón de coronas danesas (unos 135.000 euros).
La generosidad del Estado y la tributación progresiva, unidas a un entorno laboral altamente sindicalizado que blinda los derechos de los trabajadores, han actuado como frenos tradicionales contra la desigualdad. Sin embargo, la crisis económica de 2008-2012 ha dejado una mácula en Dinamarca: según Eurostat, la desigualdad creció un 12% en ese período, más que en cualquier otro país europeo con excepción de Islandia.
También la OCDE ha mostrado su preocupación. Si bien el coeficiente Gini del país es envidiable (0,249 en 2016, según la propia OCDE), durante los años de la crisis se ha observado que los ingresos del 10% más pobre de la población cayeron un 32%, mientras que los del 10% más acaudalado aumentaron un 7%. Ese 10% más rico posee un patrimonio equivalente al 70% de lo que tiene el resto de los daneses.
Ante esa situación, se han levantado voces que piden una redistribución fiscal aún mayor, o directamente la expansión del gasto social, sobre todo en sanidad, subsidios adicionales para los asalariados pobres y más ayudas a los ancianos. Estos llamamientos condicionan el ecosistema político: el ultranacionalista Partido del Pueblo Danés, segundo en las elecciones generales de 2015, es uno de los principales defensores de incrementar las ayudas y, por tanto, un competidor en el discurso social tradicional de la izquierda.
El país gasta una cantidad equivalente al 25% de su PIB en programas sociales, generosidad que puede financiarse gracias a una fuerte presión fiscal —los noruegos pagan de media alrededor de un 40% en gravámenes directos—. Más significativa que la cuantía es la vocación redistributiva. Noruega ha experimentado un fuerte aumento de la desigualdad antes de impuestos en los últimos decenios, pero ha podido paliarla gracias a un reparto de la carga impositiva que repercute en mucho mayor medida sobre las rentas altas —sobre todo, las del tramo superior a los ingresos de 600.000 coronas— que a las bajas —siendo el segmento más desfavorecido el que cuenta con ingresos de menos de 120.000 coronas—.
Los ingresos impositivos sobre los ciudadanos se complementan con los enormes beneficios obtenidos por la venta de petróleo y gas, lo que ha permitido al país acumular un fondo soberano de alrededor de un billón de dólares (mil millones de euros), destinado fundamentalmente a asegurar las pensiones. Pocos países gozan de una pujanza financiera comparable para responder a los retos de la desigualdad.Por su parte, la normativa laboral ha contribuido a frenar las diferencias entre los asalariados. Noruega posee altos niveles de democracia en el trabajo, una cuota de afiliación sindical del 52% y una larga tradición en la negociación colectiva con escasa interferencia estatal que se ha traducido en una brecha salarial comparativamente pequeña. Todo ello ayuda a los trabajadores, incluidos los más vulnerables, a mantenerse a flote en un país donde no existe salario mínimo legal —éste se negocia directamente entre sindicatos y empleadores— y que posee el coste de vida más alto de Europa.
Como componente más novedoso, Noruega cuenta también con programas tripartitos acordados por sindicatos, empresas y autoridades para mitigar el dumping social en sectores específicos especialmente proclives a ello, como el de los servicios de limpieza, la hostelería y el transporte. Estos acuerdos benefician sobre todo a los trabajadores con condiciones más precarias, que por lo general son inmigrantes.
A pesar de las buenas prácticas mencionadas, la desigualdad es un elemento estructural. El 10% más acaudalado del país ostenta el 53% del total de la riqueza nacional.
El Estado de bienestar alemán muestra ciertos elementos igualitarios y paternalistas: es el tercer país de la UE que más gasta en sanidad en relación al PIB —una cantidad equivalente al 11%— y destina alrededor del 19% de sus recursos a distintas medidas de protección social.
La brecha entre trabajadores y desempleados se compensa mediante un bien estructurado sistema de subsidios a parados. Pero la complacencia está castigada. Desde 2003, los requisitos para acceder a las ayudas por desempleo se han ido endureciendo y, en general, se empuja insistentemente a los receptores a buscar empleo. Estas medidas han cumplido su cometido de reducir el paro —actualmente en el 5,5%—, lo que contribuye a mitigar la forma más acuciante de desigualdad: la que existe entre personas con y sin ingresos.
Sin embargo, el hincapié alemán en crear empleo casi a cualquier precio ha dado lugar a distorsiones que incrementan la desigualdad entre asalariados. Una de las razones que han contribuido a mantener el paro bajo control es la expansión de los minitrabajos, una institucionalización de la precariedad que ha disparado el número de empleados pobres —ya constituyen el 9,7% del total, una cifra sólo superada en la UE por Hungría y Chipre— y, por tanto, ha acrecentado la desigualdad entre personas con trabajo.
Alemania tiene un sistema fiscal marcadamente progresivo en el que se aplican muy ligeros gravámenes a las rentas bajas, mientras que los porcentajes se disparan a medida que suben los ingresos. Sin embargo, la aplicación abusiva de impuestos indirectos como el IVA (regresivos por naturaleza) tiene un efecto pernicioso sobre la igualdad: las familias o individuos en el tramo del 10% con menos ingresos acaban pagando una cantidad superior al 20% de sus rentas en tributos indirectos, mientras que los afincados en el 10% más acomodado de la sociedad sólo destinan al pago de impuestos indirectos una cantidad equivalente al 8% de sus recursos.
Con luces y sombras, Alemania es una sociedad, comparativamente, muy igualitaria. Pero no por ello se sustrae a las tendencias que han sacudido a las economías avanzadas en las últimas décadas: las familias e individuos en la cima de la sociedad vieron sus ingresos reales crecer un 27% entre 1991 y 2014; en ese mismo período, las rentas de las clases medias subieron un 9%, mientras que las del segmento más pobre cayeron un 8%. Según el Bundesbank, el 10% más rico de la población posee el 60% de los activos.
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Kimberley Botwright
11 de noviembre de 2024