¿Por qué nunca pensamos a solas? (y lo que piensas es lo que piensan los demás)
En términos generales, los hechos no cambian las opiniones. La imagen de un tipo reflexionando, con la cabeza apoyada en el puño, tiene más de impostura que de reflexión real. Y la mayoría de la gente considera que ahora está más informada que antes debido a internet, cuando no necesariamente es así, lo que propicia que las opiniones se vuelvan más cuñadas y, también, más endogámicas (porque en internet filtramos la información que favorece nuestro criterio y evitamos el que lo impugna, eliminando a todas las voces discordantes de nuestras redes sociales).
Eso es todo lo que tratan de examinar, punto por punto, Steven Sloman, profesor de la Universidad de Brown, y Philip Fernbach, profesor de la Universidad de Colorado en Leeds School of Business en su reciente libro The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone.
Todos decidimos leer con mayor devoción el periódico que inclina su balanza a favor de nuestra ideología política. También nos rodeamos de amigos que, en general, opinan similar a nosotros. Con el advenimiento de las redes sociales, sin embargo, no hemos abierto nuestras miras. Más bien al contrario: ahora podemos controlar con quién y con qué nos relacionamos con tanta precisión que nuestra burbuja de información se ha vuelto aún más refractaria a las realidades ajenas.
También se da la circunstancia de que ese control se ejerce sin nuestro consentimiento en función de los gustos y preferencias que desplegamos. Es lo que se denomina filtrado algorítmico, y tiene lugar en redes sociales como Facebook o Twitter.
Según el ingeniero de Facebook Andrew Bosworth, el equipo que desarrolló el botón «Me gusta» estuvo valorando otras posibilidades, desde estrellas al signo del pulgar hacia arriba, pasando por un «Impresionante». En puridad, no importan estos detalles para el filtrado algorítmico: este opera de forma inquebrantable dando mayor visibilidad en Facebook a las historias que reciben más apoyo, es decir, consiguen más «Me gusta». Estas historias suelen ser más agradables o generar algún tipo de morbo en las masas. Y gran parte de lo que leemos en Facebook está determinado por ese gusto mayoritario.
En Twitter ocurre algo similar: si bien estoy al tanto de los tuits de las personas que sigo, no me llega nada de los tuits que esta mantiene con personas que no sigo. La consecuencia directa de ello es que, mientras que las charlas entre mis amigos (que tenderán a ser como yo) están excesivamente representadas, las que podrían mostrarme nuevas ideas son eclipsadas. Por esa razón, muchas veces nos sorprende que la gente vote a Trump: si no nos gusta Trump y no tenemos amigos que hablen favorablemente de él, nuestra capacidad no ya de empatizar, sino incluso de entender la postura contraria se diluye. Lo más probable es que acabemos por tildar tales posturas como bárbaras e ignorantes. Y viceversa.
Estos sesgos también propician que acabemos enemistados con grupos contrarios, ya sean países, bloques de vecinos, culturas, etnias, ideologías políticas o religiones. Y con equipos de fútbol, naturalmente.
Los individuos con escaso nivel intelectual y cultural tienden sistemáticamente a pensar que saben más de lo que saben y a considerarse más inteligentes de lo que son. Eso es lo que postula el efecto Dunning-Kruger, del que ya hemos hablado por aquí en alguna ocasión. Las personas más cultas e inteligentes tampoco están a salvo de este sesgo, que en ellas resulta mucho más peligroso: dado que saben argumentar mejor y tienen más datos para hacerlo, dialécticamente resulta difícil evidenciar su error. Y hasta puede que acaben por convencernos.
El psicólogo de Yale Frank Keil quiso demostrar este sesgo incluso en temas cotidianos: el funcionamiento de cremalleras, inodoros y bolígrafos. Los participantes en su estudio respondieron que tenían una comprensión razonable del funcionamiento de tales objetos. A la hora de la verdad, sin embargo, casi nadie supo explicar dicho funcionamiento de forma satisfactoria.
Si ello ocurre con simples cremalleras y bolígrafos, imaginad lo que sucede con asuntos que requieren lógica, razonamiento profundo y análisis de diversas variables. La clase de asuntos que deben cimentar nuestra ideología política.
A decir verdad, si bien vivimos en una época en la que tenemos muchos más conocimientos en general que nuestros antepasados, continuamos siendo profundamente ignorantes en muchos campos del saber. Mucha gente, de hecho, es ignorante en temas que parecen obvios para alguien mínimamente formado. Ya no hablamos de temas científicamente probados, como el efecto placebo de la homeopatía, sino de grupos considerablemente amplios de personas que consideran que la Tierra es plana, o que ignoran que los antibióticos matan las bacterias, no los virus. En Estados Unidos, solo una minoría puede nombrar incluso a un único juez de la Corte Suprema.
Este problema de déficit de conocimiento tiene su lógica porque, como ha afirmado el científico cognitivo Thomas Landauer, los seres humanos solo pueden retener alrededor de un gigabyte de información, solo una fracción de lo que una unidad flash moderna puede contener. Y gran parte de esa capacidad de almacenaje la usamos para aprendernos los nombres de los jugadores del equipo de fútbol del que somos forofos, por ejemplo.
A las limitaciones de nuestra memoria se suma que no somos muy duchos a la hora de diferenciar lo que hay en nuestra cabeza de lo que hay en la cabeza de los demás, o sencillamente la información que orbita a nuestra alrededor.
En otras palabras, el conocimiento que usamos reside en la comunidad. Esto es cierto en los niveles macro: los valores y creencias fundamentales que definen nuestras identidades sociales, políticas y espirituales están determinados por nuestras comunidades culturales. También es cierto en el nivel micro: somos colaboradores naturales, jugadores de equipos cognitivos. Es decir, que alimentamos las intuiciones del otro, completamos los pensamientos del otro, tenemos conocimientos que otros pueden usar.
A nivel cognitivo, pues, cada comunidad vive en su propio Matrix. La tecnología parece que está exacerbando esa división. Estamos más convencidos de lo que creemos porque todo lo que hay a nuestro alrededor confirma nuestras creencias, y por contrapartida consideramos a los que creen cosas distintas como seres irracionales, estúpidos o directamente enemigos de la verdad. Nos estamos convirtiendo en sabelotodos ignorantes. Cuñados digitales con miles de webs, vídeos y audios que refrendan nuestros contundentes golpes en la mesa.
Ante lo cual, quizá la verdadera revolución tecnológica llegue cuando el filtrado algorítmico obligue a las sociedades del mundo entero a simplemente entrar en otras burbujas de información. Y asomarse al abismo de la ignorancia.
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