La inteligencia emocional será la base del éxito laboral en el futuro

A pedestrian walks past the Google offices in Cambridge, Massachusetts, U.S., June 27, 2017.  This logo has been updated and is no longer in use. REUTERS/Brian Snyder - RC19229EBB50

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Estevan Ordóñez

Disponer de una buena inteligencia emocional ayudará en el futuro a encontrar trabajo en un mundo en que los oficios técnicos irán, poco a poco, siendo fagocitados por la robótica. La perspectiva de un trasvase masivo de puestos de trabajo hacia las máquinas inquieta a quienes estudian el funcionamiento del mercado laboral. La solución se enmarca en el ámbito de lo que se denominan capacidades blandas, emocionales. Son «habilidades que la tecnología nunca va a dominar», como indicó, Vikas Pota, director ejecutivo de la Fundación Verkey. Y así se abre la puerta a una nueva veta de empleo.

Las habilidades blandas podrían reforzar, por un lado, trabajos ya existentes y, por otro, configurar nuevas modalidades de empleo. El trabajo emocional es aquel en el que los sentimientos integran las competencias de un profesional, tanto a la hora de gestionar equipos como de atender al público o de asistir a personas enfermas o dependientes. Se desarrolla en una doble dirección, se aplica para generar cierto estado anímico en el cliente (o paciente) y para gestionar inquietudes y malestares del propio trabajador.

La base es la empatía. La comprensión sincera del otro permitirá que, ante situaciones de conflicto, el profesional comprenda el fondo que levanta la indignación o turbación de una persona y pueda lidiar directamente con ese aspecto. También al contrario: si se abre un entendimiento, el cliente empatizará más fácilmente con el trabajador. Comprender las emociones ajenas supone comprender las necesidades de un individuo y humanizarlo.

Sin embargo, adquirir y, sobre todo, desplegar estas competencias exige un cambio radical en cómo se diseñan los puestos de trabajo. ¿La razón? Urgiría gastar mucho tiempo en aspectos intangibles y no medibles. Justo la orientación contraria a la que promueven las políticas actuales. Los dependientes de los comercios funcionan, cada vez más, como máquinas expendedoras. Ocurre en todos los sectores, incluso en grandes librerías que presumían del asesoramiento literario como marca de identidad. Se reduce el personal, se precarizan los contratos: se trabaja a destajo y se quiebra, en consecuencia, la interlocución sosegada entre cliente y el librero.

En un amplio artículo publicado en Aeon, la reportera Livia Gershon glosa a David Deming de la Universidad de Harvard: «Casi todo el crecimiento del empleo en Estados Unidos entre 1980 y 2012 estaba en el trabajo que requiere grados relativamente altos de habilidades sociales».

En el sector sanitario y de cuidados estas habilidades se tornan absolutamente insoslayables. Guadalupe Sánchez, de la Escuela Universitaria de Enfermería y Terapia Ocupacional de Terrassa, escribió una tesis titulada Las emociones en la práctica enfermera. «Si la relación interpersonal entre los enfermeros y el paciente no genera una conexión emocional, cuidar con una perspectiva integral es muy complicado: podemos cuidar la enfermedad, pero no a la persona, que es más que su cuerpo», explica a Yorokobu.

El trabajo emocional, según Sánchez, beneficia a la actividad sanitaria en diversas dimensiones. «Lo que más valora la gente es el tipo de trato que ha recibido del personal sanitario. Tenemos muchos problemas porque algunos tratamientos se inician y después se abandonan. Hay estudios que señalan que cuando los médicos o enfermeros conectamos emocionalmente, se producen menos casos de abandono precoz del tratamiento y, por tanto, menos recaídas», expone.

En su opinión, estos comportamientos contribuirían a desatascar las urgencias. «En el momento en que atiendes mejor a la gente y disminuye su nivel de estrés, ansiedad o miedo, posiblemente habrá menos interconsultas innecesarias en urgencias y centros de atención primaria. Un ejemplo: las urgencias pediátricas están abarrotadas de angustia de padres más que de patologías pediátricas». Llevar a cabo una buena asistencia emocional «es imposible sin tiempo, requiere mirar a los ojos, escuchar activamente, poder acompañar». Precisamente, la posesión que más anhela el personal sanitario es el tiempo.

¿Pero cómo repercutiría en las emociones de los profesionales? Los trabajadores, como sistema de protección, aplican la llamada distancia terapéutica. Con ella, se pretende evitar que los dramas personales del paciente les afecten negativamente. Para Sánchez, actualmente carecemos de herramientas para eliminar esta necesidad de abstracción y aprender a manejar las emociones. En tal caso, «la relación terapéutica sería bidireccional; también te ayudaría a crecer como persona y como profesional».

Nuevos puestos de trabajo

Liva Gershon expone la necesidad de «alejarnos de nuestro singular enfoque en el rendimiento académico como el camino hacia el éxito» a la hora de sopesar las nuevas alternativas que surgirán en el mercado laboral en el terreno emocional en su artículo The future is emotional. No se refiere a tareas que haya que inventar, sino que están invisibilizadas.

Amaia Pérez Orozco, defensora de la economía feminista, explica esta situación en su libro Subversión feminista de la economía a través del concepto de trabajadores champiñón: aquel que «solo importa en la medida en que se incorpora al proceso productivo». «Brota todos los días plenamente disponible para el mercado, sin necesidades de cuidados propios ni responsabilidades sobre cuidados ajenos, y desaparece una vez fuera de la empresa». Sin embargo, detrás de él hay personas, mujeres mayoritariamente, que lo disponen todo para que el trabajador pueda aflorar. Ellas forman parte también de la economía productiva —sin ellas no funcionaría—, pero no perciben remuneración ni reconocimiento.

Ha existido siempre una arquitectura social que sostiene las actividades que se consideran valiosas. Por eso, al incorporarse la mujer a la actividad profesional, se han tambaleado los cimientos de la sociedad. En esta tesitura, ha surgido la necesidad de que alguien ocupe el lugar de los cuidados. La tarea ha recaído sobre mujeres de clase baja, inmigrantes que, a su vez, en sus países de origen, delegan en otras para que asistan a los suyos. Que estos sean trabajos sin contrato y mal pagados evidencia que todavía necesitamos adecuar el sistema a una nueva forma de funcionar que ya es una realidad. Para Gershon, el camino está en «dar más respeto y mejores salarios (…) y valorar las habilidades más frecuentemente encontradas en mujeres de clase obrera».

Hay un riesgo, sin embargo, en las alternativas que ofrece Gershon. Apoyándose en el hecho de que, por aprendizaje social, las mujeres poseen más habilidades en el cuidado indica que serían ellas quienes podrían desempeñar estas tareas de manera óptima y, además, obtener una recompensa emocional que equilibraría las malas condiciones laborales. «Las personas de clase trabajadora tienden a tener habilidades emocionales más agudas que sus contrapartes más ricas y educadas», señala, marcando un camino que construye un cimiento teórico a la desigualdad.

Dimensionar el trabajo emocional y de cuidados en su justa medida significaría asumir que todos somos interdependientes y debemos responsabilizarnos de esa misión de acompañamiento y empatía de una forma proporcional con el fin de que no quede atribuida al sector más desfavorecido de la población. La tecnología, dicen algunos expertos, configurará un mundo desposeído de puestos de trabajo. Quizás la eclosión de las máquinas, irónicamente, ofrezca la oportunidad de construir un mundo más humano.

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