Los peligros de contratar a ‘los mejores’

Gonzalo Toca

Las grandes multinacionales viven sumergidas en la furia de una nueva obsesión. Necesitan encontrar a los profesionales que dirigirán las empresas en el futuro y les ofrecen soberbios incentivos económicos y experiencias que espolean su curiosidad y aceleran su aprendizaje. También han elegido un nombre para ellos: son el talento de alto potencial o HighPo.

Para formar parte de este selecto club, que agrupa del tres al cinco por ciento de la plantilla según Harvard Business Review, hace falta demostrar un rendimiento extraordinario, una gran capacidad de liderar y gestionar conflictos y un don astuto por llamar la atención de los altos directivos. Tienen que lucir, igualmente, una evidente flexibilidad para adaptarse a distintos departamentos, disciplinas y retos y, al mismo tiempo, una clara voluntad de largarse si sus empleadores no sacian su curiosidad cambiándolos de actividad, localización geográfica y departamento. Huyen de la especialización y de los conocimientos profundos.

No les gusta tampoco la relación puramente jerárquica con sus jefes. Según los estudios de consultoras como Korn Ferry, su productividad y confianza en sí mismos son tan sólidas que les conmueven mucho menos los salarios abultados que los bonus que tienden al infinito. Excitan su deseo las materias que no dominan y las culturas, organizativas y locales, que les faltan por comprender. Su sed de novedad es la sed de alcohol de un pirata del Caribe.

Esta obsesión de las grandes multinacionales con la búsqueda del talento de alto potencial puede resultar eficaz, pero también las invita a cometer gravísimos errores. El primero es que la exaltación del individualismo y la creatividad puede esconder la intención de convertir a los principales mandos intermedios en simples clones de los que mandan ahora.

La clave está en el método más común que se utiliza para identificarlos. Pasa por analizar a los actuales directivos, extraer sus rasgos más relevantes y buscar en la organización a aquellos subordinados jóvenes que poseen las mismas cualidades aunque todavía no las hayan desarrollado. Entonces, se crean programas de formación para que las desarrollen y planes de incentivos para retenerlos.

Bajo la superficie

¿Pero qué es lo que está ocurriendo aquí? Básicamente, los altos directivos se definen unilateralmente como el gran modelo a imitar en su organización (¡porque ellos lo dicen!), buscan a otros que se les asemejen para dejarles el trono a largo plazo, y los forman y los incentivan para que se parezcan cada vez más a ellos.

Asumen, además, que las cualidades de los profesionales geniales pueden identificarse con las nuevas tecnologías y que su rendimiento extraordinario no depende de sus equipos y de las circunstancias. Seguimos creyendo absurdamente que la brillantez de un proyecto colectivo es solo individual y que puede diagnosticarse y predecirse.

En estas circunstancias, corremos también el riesgo de potenciar un lamentable culto al líder, al que hay que parecerse a toda costa, y cercenar la diversidad, el pensamiento crítico y la creatividad. El mensaje está claro: si quieres ascender hasta la cumbre, tienes que ser o fingir como yo.

Esa apisonadora contra la diversidad perjudica, especialmente, a todos los que no sean machos alfa

Esa apisonadora contra la diversidad perjudica, especialmente, a todos los que no sean machos alfa. Como la inmensa mayoría de la alta dirección lo es, previsiblemente el talento de alto potencial que se identifique también lo será. Casi todas las mujeres y la mayoría de los hombres se encontrarán en brutal desventaja. Nunca serán lo suficientemente agresivos, implacables y dominantes.

Otro problema importante es que este esquema asume que las empresas pueden planificar su existencia a largo plazo a pesar de todas las pruebas en contrario. Olvidan que, según Boston Consulting, uno de cada tres negocios estadounidenses no llega a cumplir los cinco años. También olvidan que, como apunta el mismo estudio, la esperanza de vida de las compañías cotizadas en Estados Unidos se ha reducido a la mitad. No es un fenómeno exclusivamente norteamericano. Por cierto, ¿quién se cree con estas estadísticas en la mano que un directivo puede planificar el futuro a largo plazo y anticipar las cualidades que deberán reunir sus sucesores?

Hay más. Las evaluaciones sobre el talento de alto potencial son muy puntuales y dispersas. Eso significa que los HighPo no se someten a un examen continuo y que pueden terminar convirtiéndose durante años en una aristocracia hasta que, por fin, los descabalguen. Mientras tanto, quizás surjan otros profesionales mucho más valiosos que se sientan discriminados y despreciados por la organización.

La aristocracia

Así las cosas, con la excusa de contratar y retener a los más brillantes, estamos invitando a marcharse y triunfar fuera a los mejores mientras cultivamos una nobleza acomodada y protegida. ¿Quién la protege? Los datos del primer procedimiento de identificación, la escasez de evaluaciones continuas, la inversión en formación y rotación que se ha realizado ya (¡no vamos a tirar esa pasta a la basura!) y las redes de contactos e intimidad con los altos directivos que procuran los programas de alto potencial.

Otra circunstancia adversa consiste en que los HighPo no se suelen quedar más de tres años en la empresa. Su voraz curiosidad y afán de probarse continuamente los llevan a buscar nuevos retos de una forma casi obsesiva. Los empleadores están formando y dedicando recursos ingentes a un colectivo que será supuestamente el futuro sin darse cuenta siempre de que muchos de ellos no tardarán en marcharse.

Además, olvidan otra cuestión fundamental. Si el talento de alto potencial rota constantemente y permanece poco tiempo, lo normal es que, cuando llegue el momento de la verdad, es decir, el de la sucesión en el comité ejecutivo, estén en inferioridad de condiciones. Los profesionales que hayan liderado departamentos estratégicos y hayan cultivado lealtades durante los últimos diez años podrán hacer que los HighPo, unos recién llegados, muerdan el polvo hasta que se rompan los dientes.

La apuesta por el talento de alto potencial no solo dice demasiado de las grandes empresas, sino también de las cualidades por las que reconocemos a muchos de los futuros líderes de nuestra sociedad.

Premiamos el rendimiento excelente y la curiosidad voraz, sí, pero hacemos lo mismo con la ausencia de compromiso a largo plazo, con la semejanza obligatoria con el que manda, con la posible conversión en una especie de aristocracia durante años y con una falta de especialización que los deja a merced de asesores y expertos.

Además, justificamos el culto al líder y al macho alfa, una receta ideal para confundir la ostentación con el éxito, el miedo con la motivación y la agresividad con el liderazgo. Por último, asumimos erróneamente que los personajes brillantes de hoy tendrán que serlo mañana y que su eficacia en un proyecto colectivo no depende de las circunstancias y la brillantez de sus equipos.

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