El futuro ya está aquí: cómo trasforma el voto el relevo generacional 

People walk outside Spanish parliament in Madrid, Spain, January 24, 2017. REUTERS/Juan Medina - RTSX3RW

Image: REUTERS/Juan Medina - RTSX3RW

Cuando se cumplen cuarenta años de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura franquista, se acumulan los análisis de cómo ha cambiado el panorama político español. Cuarenta años dan para mucho, sobre todo si se tiene en cuenta que el tiempo no sólo pasa, sino que también pesa, se acumula, va dejando un poso que de alguna manera limita, define y condiciona las opciones y los caminos que toma la sociedad. Todo lo sucedido en estos cuarenta años es lo que nos ha llevado hasta aquí. Somos producto de ello, de alguna manera.

Eso no excluye que existan elementos de novedad, que hacen que el escenario político de 2017 sea significativamente diferente del de cuarenta años atrás. Entre estos elementos destaca poderosamente el relevo generacional operado en la sociedad española a lo largo de este periodo.

El relevo generacional es un movimiento imperceptible a corta distancia, pero implacable si se lo observa con perspectiva larga. Es una fuerza tenaz y continua, geológica, como el movimiento de las placas tectónicas del planeta. Va a velocidad lenta, pero no se para nunca, de tal forma que cuando se observan sus efectos en un lapso de cuarenta años, uno descubre que el escenario ha cambiado por completo.

En 1977, según los datos del INE, el 40% de la población española había nacido antes del final de la guerra civil, y alrededor del 30% había nacido entre 1940 y 1960. Cuarenta años más tarde, los primeros sólo representan el 8% del total de la población, mientras que los segundos aún son el 22%. El ciclo vital ha diezmado el primer grupo de forma evidente.

Por el contrario, en 1977 los miembros de la generación del baby boom (nacidos entre 1961 y la muerte de Franco) representaban al 27% del total de la población, mientras que la generación de la democracia justo empezaba a acumular efectivos (superaban por poco el millón). Según los datos de 2017, este último grupo representa el 36% de toda la población española, el segmento más numeroso (en parte porqué es una generación “larga”: sus miembros han nacido a lo largo de un periodo de treinta y dos años).

El cambio es de una magnitud espectacular. Y lo es más si se considera el rango de edades de las diferentes generaciones. En 1977, los nacidos antes del fin de la guerra tenían treinta y ocho años y más, mientras que los nacidos durante la postguerra entre diecisiete y treinta y siete. Ambos grupos formaban las cohortes centrales de la sociedad española de la época. Hoy esta centralidad la ocupan los baby boomers, que tienen entre cuarenta y cincuenta y cinco años, y los hijos e hijas de la democracia, que van de los diez a los cuarenta.

Estos dos grupos centrales ya no han vivido como adultos la transición a la democracia, que protagonizaron sus padres y abuelos. Prácticamente el 70% de la población con nacionalidad española ha nacido después de 1960, ha vivido su vida adulta en democracia, en una sociedad equiparable a las de su entorno, y ha pasado su infancia y adolescencia pegada a un televisor (y posteriormente a un teléfono móvil). Sus padres y abuelos vivieron la dictadura, la escasez y la radio.

Magnitud de los grupos generaciones. INE 1970-2017

Estas diferencias (y muchas otras: como la relación con la religión, el nivel de estudios, los estilos de vida, las pautas de consumo y aún más) tienen un correlato evidente en la escena electoral. Las generaciones votan diferente y esta diferencia no es achacable a la edad, o no sólo. Tiene que ver con las diferentes experiencias vitales, los entornos en los que ha crecido cada una de las cohortes que componen la población española, que las han marcado en todos los campos de su vida, también en el político y electoral. Esta idea es la que intenta resolver, para el caso de Cataluña, mi tesis doctoral.

Existe un evidente sesgo generacional en el voto, más evidente en las últimas convocatorias electorales, pero que hunde sus raíces en el tiempo. El voto al PP, por ejemplo, tiene un matiz claramente generacional desde los años ochenta. Los nacidos antes de 1940 han sido su bastión, y lo siguen siendo. En el caso del PSOE, su base electoral son los nacidos entre 1940 y 1960, los jóvenes de la transición, la gente de Felipe.

El problema tanto para el PP como para el PSOE es que estas cohortes van dejando paso a nuevas generaciones, significativamente menos proclives a darles apoyo. El voto a los partidos tradicionalmente dominantes va debilitándose de forma inercial por el simple hecho del relevo generacional, esa fuerza constante que modifica el paisaje en silencio.

Para el caso de las elecciones generales de 2016, si se recalculan los datos de la encuesta postelectoral del CIS de manera que se reproducen los equilibrios de las generaciones de veinte años atrás (1996), se observa que el PP hubiera obtenido un 25% más de votos de los que realmente obtuvo, por un 13% más el PSOE. En cambio, UP y C’s habrían obtenido entre un 22 y un 28% menos. Esta sería la magnitud del efecto del relevo generacional en el electorado español.

Recuerdo de voto CIS postelectoral 2016 y hipótesis sin relevo generacional (% sobre voto)

Cada nueva generación que se incorpora al electorado español, comporta una merma en el voto a PP y PSOE. No es una cuestión de edad, sino de generación. Los nuevos votantes dan menos apoyo a PP y PSOE probablemente porque estos partidos han sido los dominadores del escenario político a lo largo de toda su vida. Para estos nuevos electores, ni el PP ni el PSOE representan el cambio, sino todo lo contrario. Son los representantes de un sistema político en el nacimiento del cual estos electores no tuvieron ningún papel. En cambio, los nacidos antes de 1961 sí que fueron protagonistas de ese momento, y este recuerdo lo mantienen aún hoy (mayoritariamente), y a pesar de que pueden estar muy insatisfechos con la situación política, siguen en buena medida apoyando a esas fuerzas políticas.

La experiencia de la transición democrática habría marcado a unas cohortes, fijándolas. En cambio, esta experiencia no habría marcado a sus sucesores, criados o nacidos más tarde del momento cero de nuestro sistema político, y por tanto sin las fuertes ataduras sentimentales de sus padres y madres.

Si atendemos a las proyecciones de población del INE, en el año 2030 (como quien dice, pasado mañana) los que protagonizaron la transición democrática representarán sólo al 18% de la población con nacionalidad española. La generación central y mayoritaria será la de la democracia, de los nacidos a partir de 1976, y la generación de la crisis (los nacidos a partir de 2008) agrupará al 22% del total (y empezarán a asomarse al censo electoral). Estos dos grupos conformarán el 60% de la población, conjuntamente.

Cuarenta años después de las primeras elecciones de la democracia, los que pudieron votar representan el 30% de la población española actual. Su lugar ha sido ocupado por nuevas cohortes, que no vivieron el proceso de transición, de manera que no crearon lazos emocionales con el sistema político nacido de la lucha contra la dictadura y sus actores. No son sólo mayoría numérica. Son la cohorte central, porqué tienen entre cuarenta y cincuenta y cinco años. Hace tiempo que van ocupando espacios (Felipe VI nació en 1968, en 1969 Oriol Junqueras, Soraya Sáenz de Santamaría en 1971, Pedro Sánchez en 1972, Ada Colau en 1974, Pablo Iglesias en 1978 y Albert Rivera en 1979) y su discurso empieza a tomar el relevo del relato dominante de la transición, encarnado por la generación de la postguerra. 2014 fue su año de bautizo, y esto no ha hecho más que empezar.

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