¿Por qué dejamos de usar unas palabras y empezamos a usar otras?

Miguel Ángel Furones

Hay palabras que se ponen de moda. De eso nos damos cuenta enseguida. Lo que nos cuesta algo más es detectar las palabras que desaparecen. Pero una cosa tiene que ver con la otra, porque ambas se relacionan entre sí a través de una lógica implacable.

Las palabras están sometidas a un proceso muy similar al que explicó Darwin en La evolución de las especies. Y eso por una sencilla razón: las palabras son seres vivos que se desarrollan o se extinguen en función de las alteraciones que sufre el medio en el que se desenvuelven.

Por ejemplo, durante el Siglo de Oro, en el que los textos poéticos debían respetar una rima muy meticulosa, las palabras que más facilitaban dicha rima tenían mayores posibilidades de sobrevivir. Muerte, suerte, divierte, fuerte… son voces que se apoyaban mutuamente en medio de esa disciplina poética para continuar apareciendo, primero en los versos y, como consecuencia de ello, en el hablar cotidiano. En cambio, trifulca, abalorio o proverbio eran incapaces de trabajar en equipo y eso casi les costó la vida.

La supervivencia de las palabras viene determinada por su nivel de presencia en el lenguaje y este, a su vez, por los requerimientos del mismo en cada momento histórico.

Ahora mismo, las palabras que se encuentran con serios problemas de supervivencia son las polisílabas. Las redes sociales en general y Twitter en particular las están diezmando. Un ejemplo: entre la evidente longitud deespectacular y la brevedad de guay, la segunda lleva todas las de ganar.

Nada habría que reprocharle a esa lógica de lo bueno, si breve, dos veces bueno si con la desaparición de una palabra no se desvaneciera también su particular significado. Porque guay es sinónimo de espectacular, pero también de fantástico, extraordinario, increíble, apabullante, sorprendente, alucinante, impresionante, deslumbrante, pasmoso, inesperado… y cada una de esas palabras describe una sensación singular que nada tiene que ver con el resto.

Aquí es donde surge el problema: la pérdida de la especifidad en el lenguaje conlleva también la indefinición de nuestras emociones. Y con ello, una mayor dificultad para comunicar los sentimientos que nos permiten comprendernos los unos a los otros.

Pero no nos engañemos. El asunto no reside en la abreviación de las palabras, como solemos hacer en WhatsApp, sino en la desaparición de las mismas. De hecho, dicha abreviación no nació con la llegada del mundo digital, sino muchísimo antes.

En la novela Ana Karerina, para describir la declaración de amor entre Kitti y Levin, Tolstói escribe lo siguiente:

—Hace tiempo que quiero preguntarte algo.

—Hazlo, por favor.

—Esto —dijo él—, y escribió las iniciales C r: e n e p, q d e o n (estas iniciales significaban: «cuando respondiste: eso no es posible, ¿querías decir entonces o nunca?». Parecía imposible que ella pudiera comprender la complicada frase).

—Comprendo, dijo ella sonrojándose.

Aparentemente los amantes se entendieron con tan solo once letras. Pero no es cierto. Si Kitti pudo comprender el significado de esas once letras es porque tras ellas permanecían incólumes cinco trisílabos y tres pentasílabos que concretaban la expresión del sentimiento de Levin. Y son justo ese tipo de palabras las que ahora, si dejamos de usarlas, comenzarán a esfumarse no solo de nuestro vocabulario, sino también de nuestra capacidad para exponerle a los demás lo que nos sucede por dentro.

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