El grito de los periodistas en México

Colleges of journalist Salvador Adame Pardo stand with a banner during a protest against the May 18 disappearance of Adame, outside the offices of the Attorney General of the Republic in Mexico City, Mexico June 1, 2017. The banner reads, "Whoever kills journalists threatens society". REUTERS/Carlos Jasso - RTX38LOX

Image: REUTERS/Carlos Jasso

Irene Savio

“Nosotros en México nos hemos convertido en reporteros de guerra sin chalecos (antibalas), ni entrenamientos, ni protocolos a seguir, y así en blancos fáciles de esta insensata guerra encubierta”, me dijo un colega en diciembre pasado, cuando residí casi un mes en México. “Peor aún, el discurso público y político se ha dirigido a crear la percepción de que si un periodista es asesinado alguna culpa debe de haber tenido. Por eso, muchos de nosotros hemos empezado a pensar que, si te quieren matar, te matarán”, agregó. Me quedé pensando, mientras otros colegas comentaban de otros asesinatos, desapariciones forzosas, balas desdibujadas en Twitter, disputas entre cárteles cambiantes pero siempre feroces, la complicidad profunda en sus raíces del poder económico y político o la desprotección campante de los colegas, como si de temas habituales de conversación se tratara.

El parte de guerra contra los periodistas mexicanos se agrava, no retrocede, desgarra en las entrañas la libertad de información, ahora matando incluso a sus más reconocidos representantes. Solo en 2017, se ha llegado al tope de siete periodistas asesinados. Once fallecieron en 2016 (426 fueron agredidos), únicamente Afganistán e Irak superan esta cifra. Treinta desde que el presidente de México, Enrique Peña Nieto, llegó al poder, según Artículo 19, organización que lucha por la libertad de expresión en el país. 103 informadores fueron asesinados entre enero de 2000 y septiembre de 2015, siguiendo las cifras oficiales de la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos cometidos contra de la Libertad de Expresión (Feadle). A ello se suman las amenazas, las desapariciones y las agresiones físicas, que se suceden casi a diario, sin frenos.

El 15 de mayo acribillaron a tiros a Javier Valdez, un periodista premiado y veterano que informaba sobre el narcotráfico. Pocas horas después, la subdirectora de un semanario de Jalisco fue víctima de un atentado en el que falleció su hijo, Héctor Jonathan Rodríguez, también periodista. El jueves 18, desapareció en Michoacán el informador Salvador Adame. De él no se ha vuelto a saber. El 23 de marzo, fue el turno de la periodista Miroslava Breach, quien trabajaba en Chihuahua.

Ninguno tuvo justicia. Ni ellos, ni la mayoría de quienes antes de ellos fueron víctimas de la violencia. “De las 798 denuncias, 47 por asesinatos, presentadas ante la Feadle (creada en 2010), sólo se han resuelto 3 casos en los que ha habido sentencia condenatoria”, detalla Ixchel Cisneros, directora del Centro Nacional de Comunicación Social (Cencos). “La impunidad prevalece en el 99% de los casos”, ha denunciado Artículo 19.

Datos como estos vuelven a poner de manifiesto la incapacidad de los gobiernos mexicanos para hacer frente al problema.

Mientras el crimen sigue boyante en sus negocios y el PIB de México crece, el Estado fracasa en dar apoyo a quienes relatan las villanías de los injustos, a pesar de sus declaraciones (públicas) de buenas intenciones. “No hay presupuesto para 2017”, fue la inverosímil respuesta de Patricia Conchero Aragonés, la responsable de la Unidad para la Defensa de los Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación de México, el organismo que otorga protección a periodistas y activistas bajo graves amenazas (unos 500 en la actualidad). La razón: los legisladores mexicanos no lo han previsto en los presupuestos de 2017, dijo en declaraciones a la prensa local.

De no subsanarse pronto esta situación, los mecanismos de protección solo podrán trabajar hasta septiembre u octubre, con el remanente del año pasado, continuó Conchero Aragonés. “Había un fondo que no se devolvió y es probable que consideraran que con eso se subsanarían los gastos, pero la verdad es que no se calculó la tendencia al alza en las solicitudes de protección, tanto para periodistas como para defensores de los derechos humanos”, admitió, en declaraciones a la prensa mexicana.

53% agresiones a manos de funcionarios públicos

Más perturbador aún, si cabe, es que, según las organizaciones y buena parte del gremio periodístico mexicano, en el 53% de los casos las agresiones contra informadores en 2016 fueron a manos de funcionarios del Estado. “No es como dice el Gobierno (de México) que el único agresor es el narcotráfico. El problema es que la línea entre el Gobierno y el crimen organizado es muy delgada, o nula”, denuncia Cisneros, haciéndose eco de una reclamación muy presente entre los informadores independientes del país. Así la violencia se ha infiltrado en la vida de los periodistas mexicanos, en particular en estados como Veracruz, Tamaulipas, Michoacán y Sinaloa, donde se han registrado algunos de los episodios más graves.

“¿Un ejemplo claro y evidente? El ataque en 2014 contra Karla Janeth Silva, la corresponsal en Silao de El Heraldo de León, a la que le propinaron una brutal paliza estando ella en su misma redacción. El principal acusado es el alcalde de Silao, Enrique Benjamín Solís Arzola”, precisa Cisneros. “Aunque es una guerra con muchos actores, en la que los cárteles están apoyados también por grupos empresariales y de poder. Los periodistas han quedado en medio. Primero les tocó a los que cubrían temas policiales, pero luego se expandió a quienes trabajaban sobre megaproyectos, iniciativas políticas, migración”, añade Daniela Pastrana, directora de ‘Periodistas de a Pie’.

Nadie se salva de esta guerra sin reglas, en la que las afrentas apuntan a dar a los periodistas más independientes la percepción de que son impotentes ante la violencia y las intimidaciones. Que la violencia llega a todas partes y permanece impune, en la gran mayoría de los casos. Otro reciente testimonio lo hay en lo que ocurrió el pasado domingo 21 de mayo, cuando tres desconocidos ingresaron sin permiso ni identificación en las mismísimas oficinas de la revista de investigación periodística más importante del país, Proceso. Llevaban corte de pelo y botas tipo militar, precisó el semanario.

Proceso cuenta ya entre sus obituarios con el homicidio del fotógrafo Rubén Espinosa, en 2015, y el de su corresponsal en Veracruz, Regina Martínez, ocurrido en 2012. “Cada uno de esos hechos, como en esta ocasión, han sido denunciados ante la Feadle, sin que hasta el momento se haya esclarecido alguno de ellos”, denunció la revista.

Llamen a la ONU

Arturo Rodríguez, periodista de Proceso, lo dice sin rodeos: los ataques contra la prensa son ya tan graves, que la única solución es traer a México “una comisión internacional de Naciones Unidas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) o la Relatoría de Libertad de Expresión, o bien, de algún otro organismo (…) para indagar los asesinatos y agresiones”. “Lo anterior tiene sentido por lo siguiente: el presidente Peña Nieto e incluso varios dueños de los medios que firmaron un desplegado la semana pasada (después del asesinato de Javier Valdez), se refieren sólo al crimen organizado como el agresor de periodistas, y no es así”, afirma.

Los ataques contra la prensa son ya tan graves, que la única solución es traer a México “una comisión internacional de Naciones Unidas...

El pasado 28 de mayo, eso fue precisamente lo que hicieron nueve organizaciones mexicanas e internacionales defensoras de la libertad de prensa. Le escribieron al presidente Peña Nieto, pidiéndole recibir a los relatores de la ONU y de la CIDH, para esclarecer los asesinatos. La petición ya ha sido hecha por ambos organismos, sin que haya constancia de respuesta alguna por parte del Gobierno mexicano.

En este sentido, el caso de Javier Valdez es visto como un parteaguas [un antes y un después] por muchos periodistas mexicanos. Pues Valdez no era un periodista en sus inicios, o sin respaldo del colectivo. Más bien lo contrario. Poseía un extenso currículum de coberturas relacionadas con temas de narcotráfico, había escrito numerosos libros sobre el asunto — los últimos titulados Narcoperiodismo, la prensa en medio del crimen y la denuncia (2016) y Huérfanos del narco: los olvidados de la guerra del narcotráfico (2015)—, era corresponsal de un prestigioso medio nacional, La Jornada, y había fundado otro, el semanario Ríodoce. Incluso había sido galardonado en 2011 por el Comité para la Protección de Periodistas (CPI) con el Premio Internacional a la Libertad de Prensa. Sin embargo, también era un periodista incómodo y que no cedió a abandonar el lugar en el que trabajaba.

De ahí el alud de indignación. “A estos hombres y mujeres, madres, padres, hermanos, amigos, los matan por ser periodistas, pero la sociedad mexicana los ha hecho periodistas del horror. […] Son testigos que incomodan, pero son fundamentales para que los demás sepamos lo que nos sucede”, escribió Gabriela Polit, académica de la Universidad de Austin, experta en periodismo y literatura. “Javier tenía un perfil demasiado alto, personas y colegas de todo el mundo lo conocían, habían participado juntos en foros, lo habían visto en alguna presentación o premiación, lo habían leído. Las manifestaciones siguen y no van a parar”, opinó la reconocida Marcela Turati, y una de las más activas en las manifestaciones que en estos días se están llevando a cabo en México sobre la cuestión.

Son testigos que incomodan, pero son fundamentales para que los demás sepamos lo que nos sucede

“El caso de Javier nos ha despertado de nuevo a todos, pues ahora entre los periodistas hemos empezado a pensar: si le pasó a él, que era tan conocido y reputado, de verdad nos puede pasar a todos”, reflexiona Cisneros, al hacer hincapié, una vez más, en que las causas de la inseguridad de los periodistas son múltiples. “Necesitamos ayuda de todos lados y de todo tipo. Bienvenida sea la ONU, bienvenidos sean otros. Necesitamos conocer protocolos, saber qué hacer. Si hoy un periodista es amenazado por el narco o algún político, todavía muchos no saben a quién acudir, adónde ir”, afirma Rafael Pineda, Rapé, un caricaturista político quien en 2011 escapó del estado de Veracruz después de que le dejaran una amenaza en su automóvil.

“Calladito”, rezaba, cuenta Rapé. “Todo fue muy rápido, la droga apareció por todas partes desde 2008, y yo ya recibía insultos y amenazas por parte del gobierno local. En esos días había escondido a unos compañeros en casa que estaban huyendo… Así fue que tomé la decisión, poco después mataron a Regina (Martínez, la corresponsal de Proceso asesinada en 2012)”, recuerda. “Cabe señalar que otro de los causantes que han vulnerabilizado aún más a los periodistas han sido los propios propietarios y directivos de los medios de comunicación, que no se responsabilizan cuando un periodista se encuentra bajo acoso”, añade Cisneros.

…también una crisis de medios

En este camino hacia el abismo, también ha jugado un rol la crisis mundial de los medios de comunicación. “Los dueños de los medios de comunicación no se están haciendo responsables por los periodistas que trabajan con ellos. El precio de las notas son miserables, los sueldos son miserables. Van a cubrir las noticias sin seguros, sin protección y, si les pasa algo, muchos directivos se desligan de ellos”, afirma Cisneros. “El sueldo promedio de un periodista es de 10.000 pesos, menos de 500 euros”, agrega Rodríguez.

A tal nivel se ha elevado este paroxismo que, en febrero de 2016, al comentar el asesinato de una de sus reporteras, el propietario del diario veracruzano El Buen Tono, José Abella, dijo que “la gran mayoría” de los periodistas que cubren policiales están relacionados con el crimen organizado. En entrevista con Ciro Gómez Leyva, de la cadena Radio Fórmula, Abella dijo que el nexo incluía a Anabel Flores Salazar, reportera asesinada pocos días antes, bajo el mandato de Javier Duarte (exgobernador, que en la actualidad se encuentra detenido por corrupción en Guatemala a la espera de extradición). Durante su gobierno, el asesinato de periodistas se volvió una macabra contaste.

“¿Anabel estaba metida en la mafia?”, le preguntó Gómez Leyva. “Claro”, respondió Abella. “La mafia le daba dinero a ella, para que ella billeteara a los periodistas… era la que se encargaba de pagarle a los periodistas para que se callaran la boca. Cobraba piso, traía guaruras [guardaespaldas]”, agregó Abella quien, no obstante, no aportó pruebas.

“El control que los gobiernos mantienen sobre los dueños de medios se da a través del condicionamiento de la publicidad oficial que es la principal fuente de ingreso de todos”, dice Rodríguez. “A ello, se suma que el ingreso promedio de los periodistas en México es uno de los más bajos de las profesiones en México, y tanto en los estados de la República como en la Ciudad de México se evita pagar seguridad social, es decir, no tienen servicio médico, sistema de pensiones, fondo de vivienda, nada”, añade.

Otra cosa chocante es que los periodistas creen que la sociedad siente poca empatía por su situación. “Hay un problema real de cómo se ha construido el periodismo en este país. Por cómo se construyó la relación prensa-poder, por mucho tiempo se cayó en lo mismo, en la dependencia de los contratos oficiales y las élites políticas”, dice Pastrana. “Existen medios independientes en México, pero son más bien recientes, a partir de los 90, y a menudo son desprestigiados por los otros (medios). Por eso la sociedad ve a los periodistas como algo muy lejano, no parte de la solución, sino parte del problema, a pesar de que hoy haya muchos profesionales críticos, independientes y valientes en todos los estados del país. Y no hay que abandonarlos”, explica.

Otra cosa chocante es que los periodistas creen que la sociedad siente poca empatía por su situación

Tocar la realidad de primera mano, en el terreno, ver cómo viven los periodistas mexicanos después del inicio de la guerra contra los narcos en México —una estrategia de contraste basada sobre todo en la represión armada y que empezó el Estado mexicano bajo el mandato de Felipe Calderón hace unos diez años ya—, puede ser un shock para quien llega de afuera. Significa aprender a convivir en medio de una inseguridad que no acecha permanentemente, pero por ello es traicionera, en una guerra no declarada y encubierta. Que continúa con insistencia desde que encontraron muerto a Armando Rodríguez, del diario La Jornada, allá por 2008, a lo que le siguieron las desapariciones de cuatro colegas de la televisión Televisa y el diario Milenio, en 2010. Y aún antes.

“Hubo ataques y agresiones graves en los años previos, el más destacado fue el de Manuel Buendía, asesinado hace 33 años en la Ciudad de México. Siguió el asesinato de Héctor Félix Miranda, en Tijuana, el 20 de abril de 1988. Y luego en 2004 de Roberto Mora García, director editorial del periódico El Mañana de Nuevo Laredo”, detalla Rodríguez. “Esos tres casos, ocurridos en tres lugares distintos del país, tienen el denominador común de la narcopolítica y los considero preámbulo relevante para lo que ocurre hoy”, concluye.

Han escrito los periodistas Pedro Vaca Villarreal y Emmanuel Vargas Penagos que ”no hay una atmósfera más silenciosa que los segundos que siguen al disparo de un sicario. […] Después viene un ruido intenso: las ambulancias, la policía, la prensa, los comunicados, la rabia, el perfil, la columna, el pronunciamiento de la CIDH y la ONU y, claramente, no pueden faltar las declaraciones trasnochadas del Gobierno mexicano […] Este ruido es importante, en ocasiones esperanzador (no en el caso de Peña Nieto), pero caduca al poco tiempo y vuelve el silencio”.

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