Necesitamos una Corte Penal Internacional para el medio ambiente
Image: REUTERS/Sergio Moraes
El anuncio de los ganadores del Premio Ambiental Goldman de este año es una oportunidad para celebrar a los líderes activistas. Pero también es un momento para reconocer cuánta valentía demanda sus esfuerzos (y aquellos de muchos otros más).
Cuando mi querida amiga Berta Cáceres y yo ganamos el premio en el año 2015, Berta dijo en su discurso de aceptación: “He dedicado mi vida al servicio de la madre tierra”. Poco después, Berta fue asesinada en Honduras. Su historia es trágica, pero no es única. De hecho, pocos meses después, Isidro Baldenegro López, otro ganador del Premio Ambiental Goldman murió a tiros.
Nunca ha habido un momento más peligroso para ser un activista ambiental. Considere la violencia desatada contra los defensores ambientales que protestaban contra el Oleoducto Dakota Access en Estados Unidos. La policía fue acusada de usar fuerza excesiva para tratar de dispersar a los miembros de la tribu Sioux Standing Rock y a los que la apoyan, quienes argüían que el proyecto iría a contaminar el agua y dañar sitios donde se ubican cementerios sagrados.
Afortunadamente, nadie murió durante esas protestas. Pero en otras partes, en democracias más frágiles, los activistas ambientales que hacen frente a los contaminadores están pagando con sus vidas. Un informe de Global Witness documentó 185 asesinatos en 16 países en el año 2015 solamente. Esta cifra casi dobla la cantidad de periodistas asesinados ese año.
Mi propia vivencia resalta los peligros que enfrentan los defensores ambientales. Durante ocho años, mi comunidad en la zona rural Owino Uhuru en Kenia ha estado expuesta al envenenamiento tóxico por plomo causado por las operaciones de una fundición con licencia estatal. La medición del nivel de envenenamiento por plomo que llevó a cabo la Organización Mundial de la Salud dio como resultado cinco microgramos por decilitro. El nivel de plomo más alto registrado en Owino Uhuru fue de 420 microgramos por decilitro. En el altamente publicitado caso de contaminación en Flint, Michigan, las lecturas fueron de 35 microgramos por decilitro.
Cuando mi comunidad se enteró de que estábamos siendo envenenados, nos defendimos. Escribimos cartas al gobierno y organizamos protestas pacíficas. Con el apoyo de mi comunidad, fundé el Center for Justice, Governance, and Environmental Action (CJGEA) con el propósito de responsabilizar al Estado y a las corporaciones con respecto a garantizar un medioambiente limpio y saludable.
En febrero del año 2016, el CJGEA acudió a los tribunales presentando demandas contra seis agencias estatales y dos entidades corporativas. No pasó nada. Un año más tarde, cuando divulgamos anuncios públicos en los periódicos locales sobre nuestra intención de demandar a las dos corporaciones, se desató el infierno.
A pesar de los asesinatos de Berta e Isidro y de tantos otros, no tomé plena conciencia del peligro que conlleva el desafiar a una poderosa operación respaldada por el gobierno. Pronto, recibí una escalofriante llamada telefónica advirtiéndome que debía vigilar cuidadosamente a mi hijo. Los activistas ambientales dentro de la comunidad fueron atacados, sus casas rodeadas de matones blandiendo machetes. El hijo de un aliado cercano fue secuestrado por hombres no identificados – y, afortunadamente, fue posteriormente liberado.
Se pudiese esperar que el Estado proteja a sus ciudadanos de tales tácticas, si bien en primer lugar no los protegió de ser envenenados. No rompimos las leyes; por el contrario, hemos respetado la constitución de Kenia, que garantiza los derechos de los ciudadanos a un medioambiente seguro y saludable. Pero tal vez no debemos sorprendernos por el comportamiento del Estado. Al fin y al cabo, en el año 2015, el gobierno de Kenia votó en la Asamblea General de la ONU, junto con otros 13 países, contra una resolución de las Naciones Unidas que hace un llamamiento a la protección de los defensores de los derechos humanos.
La naturaleza proporciona lo suficiente para las necesidades de todos, pero no para la codicia de todos. A medida que los recursos naturales se hacen más escasos, las tierras exuberantes y ricas en minerales de África se están tornando en cada vez más lucrativas para los inversores que buscan maximizar sus ganancias. No obstante, si bien los gobiernos deben acoger las oportunidades de crecimiento económico y creación de empleo, no deben permitir que las empresas dañen el medio ambiente y amenacen la salud y los medios de subsistencia de los habitantes.
Como lo demuestran historias similares a las de Berta, Isidro y la mía, ya no podemos depender de los organismos estatales, como la policía nacional, para garantizar este resultado, y mucho menos para investigar y enjuiciar los crímenes contra el planeta y contra los que luchan por él. Es por eso que el mundo necesita un órgano legal independiente, reconocido internacionalmente, al que las comunidades y activistas puedan recurrir para abordar los crímenes ambientales.
El nombramiento en marzo del año 2012 del primer relator especial de la ONU sobre derechos humanos y medio ambiente fue un paso positivo. Pero necesitamos un sistema con poder de acción. Hace veinte años, se creó la Corte Penal Internacional para procesar crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. Un tribunal similar debería hacer lo mismo en el caso de crímenes contra el medio ambiente y sus defensores.
Silenciar a las voces que luchan por mantener las leyes y reglamentos ambientales es autodestructivo. Las personas y el planeta están muriendo. Aquellos que luchan por prevenir esas muertes merecen protección, no merecen convertirse en bajas que acrecientan aún más el número de víctimas.
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