Lecciones desde Guatemala para luchar contra el cambio climático y la desnutrición

Workers collect grapes in a vineyard during a harvest near Progreso city, Uruguay March 13, 2017.  REUTERS/Andres Stapff - RTX30V3S

Image: REUTERS/Andres Stapff

Pablo López Orosa

Hace más de un lustro que la lluvia comenzó a fallar en el Corredor Seco de Centroamérica. Desde entonces, entre el 50 y el 90% de las cosechas de granos básicos se han perdido. Sin frijol ni maíz, los habitantes de estas montañas ásperas se mueren de hambre. 3,5 millones de personas. Sólo en Guatemala, uno de los 10 países más afectados por el cambio climático según la ONU, alrededor de 900.000 personas necesitan asistencia alimentaria. Pero no en forma de sacos de comida ni de donaciones económicas, su futuro pasa por aprender a transformar su entorno. Estas son algunas de las pequeñas ideas que lo están cambiando todo.

Las cosechas de lluvia

“Ya no hay invierno”. Una y otra vez, los más ancianos del Corredor Seco rememoran los días en los que aquí, 200 kilómetros al oriente de la capital, casi en la frontera con Guatemala, la lluvia llegaba en mayo y no se iba hasta septiembre. Los cultivos florecían y, aunque nunca sobró, en la casa siempre había algo que comer. Desde hace una década, las dinámicas climáticas han convertido las montañas del departamento de Chiquimula en un paisaje descarnado en el que apenas cae algo de lluvia. Nunca antes de junio.

La sequía prolongada ha dejado ya a más de dos millones de personas afectadas y sobre todo ha exacerbado la desnutrición crónica: uno de cada dos niños menores de cinco años en Guatemala no recibe la alimentación necesaria para su completo desarrollo físico e intelectual. En las montañas de Chiquimula, la cifra se dispara por encima del 70%.

El problema, aseguran los expertos de la FAO, no es la falta de lluvia sino su irregularidad: a las canículas extendidas, agravadas aún más el pasado año por el fenómeno de El Niño, le siguen precipitaciones desmedidas concentradas en breves periodos de tiempo. ¿Y si la almacenamos?

Un pequeño depósito equipado con una geomembrana, al que el agua lleva a través de un canalón, permite conservar el agua para el riego durante cuatro meses, suficiente para sobrellevar la época seca. De pronto, entre las laderas resquebrajadas surge un pequeño vergel.

Las semillas y el árbol Ramón

Allí, junto al huerto en el que crecen por primera vez cilantro, rábanos, mora, hierbabuena y zanahorias, emergen también nuevas cepas del árbol Ramón, el “Ujuxte” para los chortí. En la cosmovisión maya, este árbol sagrado es fuente de vida: sus ramas, hojas, frutos y semillas ha sido históricamente el granero alimenticio de este pueblo.

No obstante, el árbol Ramón es mucho más, es el árbol mágico para la tierra: sus raíces fijan nitrógeno, sus hojas se convierten en abono y su tronco sirve de leña para las cocinas. Un valor triple que mejora la fertilidad de los terrenos y contribuye a frenar la deforestación en una región en la que se destruyen entre 10 y 25.0000 hectáreas anualmente.

Impulsando la plantación del árbol Ramón, también conocido como madre cacao, los expertos pretenden reconfigurar el entorno agroforestal del Corredor Seco: los suelos fértiles del Ujuxte permitirán el crecimiento de nuevas especies. Es lo que se conoce como experiencia Aliramon, alimentos entorno al árbol Ramón.

Para ello, es imprescindible encontrar alimentos resilientes, capaces de sobrevivir a las sequías cada vez más prolongadas. Los cultivos tradicionales, el maíz y el frijol, ya no rinden como antaño y las cosechas no llegan para tantas bocas. La semilla criolla, conservada de generación en generación, se ha ido degenerando, y su almacenamiento deficiente a acabado por lastrar su fertilidad. Desde hace casi un lustro, existen en las comunidades indígenas del Corredor Seco “bancos comunitarios de semillas”, pequeños graneros que permiten la conservación adecuada de las simientes, cuidando su extracción desde que la planta es pequeña.

En los territorios selváticos del norte, en Petén, han seguido este modelo, ampliando la apuesta por especies autóctonas, como la chaya –también conocido como árbol espinaca –, la yuca, el macal o el plátano. Si la idea se expande, poco a poco los bosques del país volverán a ser lo que un día fueron.

La huerta de Tulio

Nunca pensó don Tulio que de las tierras ariscas que rodean su casa, un pequeño cobertizo de adobe bajo el sol abrasador del Corredor Seco, pudiesen crecer tantas especies: hay naranjos, limoneros y zanahorias. Hasta se han dado berenjenas. Pero él, a este hombre de maíz, como son todos los hombres en Guatemala, nada le hace más ilusión que los chiles de diente de perro. Apenas están naciendo, todavía están verdes, pero don Tulio los acaricia cada mañana. Con sus manos ásperas.

Un pozo con agua y una tierra fértil, abonada con el árbol Ramón, son el secreto de su huerta, un espejismo entre el paisaje pajizo que se funde con el horizonte. El suyo es un proyecto pionero, una avanzadilla para ver lo que se puede y lo que no se puede hacer. Pero sobre todo es una manera de demostrar a sus vecinos que ellos también tienen algo que decir contra el cambio climático. Hay que aprovechar el agua, preparar el terreno y cuidar las cosechas. Eso es lo que está en su mano.

Por eso, don Tulio no pierde ojo de su huerta. Comprueba el estado del maíz, recoge los rastrojos para el barbecho y vigila el naranjo plantado en cocoon –una técnica rusa consistente en un recipiente biodegradable que permite almacenar el agua hasta ocho meses–. Antes de subir para el almuerzo, don Tulio avanza hasta la última de las terrazas, donde están plantadas las berenjenas: hay que dejarlas florecer, así podremos sacarle las semillas y plantarlas de nuevo el año que viene.

Este sencillo gesto ha logrado transformar su vida. En su mesa hay ya algo más que tortillas de maíz con sal, a menudo el único alimento para llevarse a la boca en este rincón paupérrimo de Guatemala, donde el 59,3% de la población vive bajo el umbral de la pobreza y de ellos 23,4% en extrema pobreza, esto es con menos de 5.750 quetzales al año (754,4 dólares). Muchos de ellos residen en el Corredor Seco.

Aquí frenar el cambio climático no implica sólo prepararse para los desastres naturales en forma de sequías o inundaciones, sino que pasa por hacer de la tierra el sustento alimenticio y económico de las familias. Pues los excedentes de la huerta de don Tulio o los cafetales que han comenzado a cultivarse en algunas áreas de la región son la mejor fuente de ingresos para seguir mejorando su entorno.

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