El crecimiento económico mundial se dirige a las economías emergentes y en desarrollo

People pass skyline of Singapore's central business district shrouded by haze August 26, 2016. REUTERS/Edgar Su  - RTX2N4BX

Image: REUTERS/Edgar Su

Stephen S. Roach
Senior Fellow, Jackson Institute of Global Affairs, Yale University

Lento pero seguro, una economía mundial vapuleada y magullada parece estar saliendo del profundo malestar que arrastra desde la crisis. Si se cumplen las últimas proyecciones del Fondo Monetario Internacional (posibilidad todavía incierta), el casi 3,6% de crecimiento anual medio del PIB mundial esperado para el período 2017‑2018 representaría una ligera alza respecto del 3,2% de los últimos dos años. Una década después de la Gran Crisis Financiera, el crecimiento global por fin regresa al 3,5% de la tendencia post‑1980.

Pero este regreso no es señal de que el mundo haya vuelto a la normalidad ni mucho menos. Por el contrario, la tan tan cacareada idea de una “nueva normalidad” para la economía mundial pasa por alto una transformación extraordinaria en la dinámica del crecimiento global que tuvo lugar a lo largo de los últimos nueve años.

En principio, la reciente mejora se concentró en las economías avanzadas, cuyo crecimiento del PIB previsto para 2017‑2018 promedia un 2% (una significativa recuperación respecto del inusitadamente anémico 1,1% promedio de los nueve años precedentes). La relativa fortaleza de Estados Unidos (2,4%) contrastaría con la debilidad de Europa (1,7%) y, por supuesto, Japón (0,9%). Pero los pronósticos indican que el crecimiento anual en las economías avanzadas se mantendrá considerablemente por debajo de la tendencia a más largo plazo del 2,9% registrada entre 1980 y 2007.

En cambio, los países en desarrollo siguen avanzando a un ritmo mucho más veloz. Si bien el promedio de 4,6% de crecimiento esperado para estas economías en 2017 y 2018 es alrededor de medio punto porcentual inferior a las cifras de los nueve años precedentes, todavía supone una expansión al doble de velocidad que los países desarrollados. Previsiblemente (al menos para los que nunca nos creímos la historia del aterrizaje forzoso chino), se espera que el ímpetu del mundo en desarrollo se concentre en China (6,4%) y la India (7,5%), con cifras inferiores en América latina (1,5%) y Rusia (1,4%).

Esta persistente divergencia entre las economías desarrolladas y en desarrollo llegó a un punto crítico. Entre 1980 y 2007, la cuota del PIB mundial correspondiente a las economías avanzadas (por paridad del poder adquisitivo) promedió el 59%, mientras que la de las economías en desarrollo y emergentes sumadas fue 41%. Eso era entonces. Según el último pronóstico del FMI, en 2018 los porcentajes se invertirán por completo: 41% para las economías avanzadas y 59% para los países en desarrollo.

El péndulo del crecimiento económico mundial ha oscilado, de los países llamados avanzados a las economías emergentes y en desarrollo. ¿Es algo nuevo? Totalmente. ¿Normal? Ni por asomo. Es un hecho asombroso, que plantea al menos tres preguntas sobre nuestra idea del funcionamiento macroeconómico:

¿No será hora de repensar el papel de la política monetaria?

La anémica recuperación de los países desarrollados se produjo en el contexto de la flexibilización monetaria más drástica de la historia: ocho años de tasas de referencia cercanas a cero y de enormes inyecciones de liquidez desde los infladísimos balances de los bancos centrales.

Y sin embargo, estas políticas no convencionales apenas incidieron en la actividad económica real, los empleos de clase media y los salarios. En vez de eso, el excedente de liquidez se derramó en los mercados financieros, donde sostuvo una presión alcista sobre las cotizaciones y permitió a inversores ricos obtener rendimientos exagerados. Quiérase o no, la política monetaria se ha vuelto un instrumento de aumento de desigualdad.

¿Han roto por fin los países en desarrollo su vieja dependencia respecto de los desarrollados?

Yo sostuve por mucho tiempo que la tesis del “desacople” era falsa, porque los países más pobres seguían dependiendo de las exportaciones para crecer, de modo que sus economías estaban atadas a la demanda externa de los países más ricos. Pero ahora los hechos dicen otra cosa. En el período poscrisis (2008‑2016), el crecimiento del comercio internacional cayó a una media del 3% (la mitad de la norma de 6% entre 1980 y 2016). Sin embargo, en el mismo período, el crecimiento del PIB en las economías en desarrollo no se detuvo. Esto es prueba de que los países en desarrollo ahora dependen mucho menos del ciclo del comercio internacional y más de la demanda interna.

¿Ha tenido China un papel desproporcionado en la nueva formulación de la economía mundial?

El rebalanceo chino hace pensar que puede ser que sí. A juzgar por la historia, la muy exitosa estrategia china de crecimiento basado en las exportaciones, sumada al veloz desarrollo de cadenas de suministro globales sinocéntricas, fue la principal razón por la que nunca me creí la teoría del desacople. Pero la cuota que suponen las exportaciones en el PIB de China se derrumbó del 35% en 2007 al 20% en 2015, mientras que su cuota de la producción mundial trepó de 11% a 17% en el mismo período. Es muy posible que China, el mayor exportador del mundo, esté a la vanguardia del desacople global.

Esto apunta a una tendencia todavía más arrolladora: la veloz transformación de la estructura industrial china. El sector terciario (servicios) de China pasó de un 43% del PIB en 2007 al 52% en 2016, mientras que el sector secundario (manufacturas y construcción) cayó del 47% al 40% en el mismo período. Y si bien la participación del consumo privado en la demanda agregada aumentó más lentamente, lo que se debe en gran medida al alto nivel de ahorro precautorio (reflejo de falencias de las redes de seguridad social), en este frente también hay motivos para el optimismo.

De hecho, el explosivo crecimiento del comercio electrónico en China señala la adopción acelerada de una nueva y vibrante cultura de consumo, algo que las economías avanzadas actuales no tuvieron en una etapa de desarrollo similar. En los anales del cambio estructural, donde las transformaciones suelen ser a paso de tortuga, la evolución de China es a la carrera.

Todo esto nos habla de un mundo radicalmente diferente al que había antes de la Gran Crisis Financiera; un mundo que plantea preguntas profundas sobre la eficacia de la política monetaria, las estrategias de desarrollo y el papel de China. Si bien ya se nota cierta recuperación en una economía mundial de 80 billones de dólares, es necesario mirar el progreso con un lente distinto al que se usó en ciclos pasados. Un mundo al revés, donde el nuevo dinamismo de los países en desarrollo deja muy atrás el persistente malestar de las economías avanzadas, es algo nuevo, pero no tiene nada de normal.

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