¿Cuánta desigualdad puede tolerar una democracia?
Image: REUTERS/Ralph Orlowski
El politólogo de Harvard Robert Putnam abre su último libro, Our Kids, con la historia de la ciudad donde creció, Port Clinton (Ohio). A pesar de ser politólogo, el argumento de Putnam es esencialmente histórico y funciona movido por la nostalgia. “La ciudad donde nací era, en la década de 1950, una encarnación aceptable del Sueño Americano”, dice Putnam, “un sitio que ofrecía unas oportunidades decentes a todos los niños de la ciudad, con independencia de su origen social”. Algo más de medio siglo después, Port Clinton se ha convertido, continúa Putnam, “en la pesadilla de la América de las dos velocidades, una comunidad en la que los niños que viven en el lado incorrecto de las vías del tren que parte en dos la ciudad difícilmente pueden imaginar el futuro que les espera a los niños que han nacido en el lado correcto de las vías”. Del Sueño Americano donde las desigualdades económicas son el reflejo de la movilidad social, a la Pesadilla Americana, donde la desigualdad económica refleja la desigualdad de oportunidades de una sociedad estratificada. En apenas 50 años.
Al menos desde el estallido de la crisis financiera en 2008, la desigualdad se ha situado en el centro del debate público. Los politólogos han intervenido en ese debate casi tanto como los economistas, aunque por distintas razones. Mientras que la economía se preocupa por cuánta desigualdad puede absorber un mercado, la ciencia política estudia cuánta desigualdad puede tolerar una democracia. Una de las áreas de investigación más fértiles en los últimos años en el ámbito de la ciencia política empírica ha sido el de las implicaciones políticas del incremento de la desigualdad desde la década de 1970. Se pueden extraer dos conclusiones principales de esa literatura empírica. Primero, que el sentido del voto de los representantes políticos se corresponde mucho mejor con las preferencias políticas de los más ricos que con las de los más pobres. Y segundo, que las preferencias de la gente verdaderamente muy rica difieren significativamente de las de la clase media en ámbitos relevantes como la carga tributaria o las políticas sociales. Sin embargo, muchos de esos trabajos empíricos se centran en el caso estadounidense. ¿Qué sabemos de lo que ocurre en España?
En España, como ocurre en casi todos los países, cada vez más gente reside en (grandes) ciudades –en la Unión Europea tres cuartas partes de la población total vive ya en ciudades. ¿Por qué? La respuesta más habitual son las economías de aglomeración: esto es, las ventajas que surgen cuanto las personas físicas y jurídicas se concentran en torno a un área geográfica. Y, en la línea de la historia que nos cuenta Putnam en Our Kids, resulta que cada vez más las ciudades se están convirtiendo en núcleos de desigualdad y exclusión social. En España, según un estudio de Braulio Gómez y Manuel Trujillo, los barrios con mayores tasas de exclusión social y abstención electoral se encuentran en las grandes ciudades: Madrid (Cañada Real), Sevilla (Polígono Sur), Málaga (Palma-Palmilla) o Barcelona (Torre Baró).
Tabla 1. Ranking de las 10 secciones más abstencionistas en las municipales de 2015
Esto es, en las ciudades españolas como en las estadounidenses, a un lado de la carretera –o de las vías, como en la ciudad natal de Putnam– tenemos a familias con jardín, barbacoa, tres coches y piscina que los domingos de elecciones organizan un picnic con sus vecinos para comentar los resultados. Al otro lado de la carretera tenemos a familias viviendo en infraviviendas, enganchadas a la red eléctrica municipal y que los domingos de elecciones no acuden a su colegio electoral porque ni siquiera saben cuál es –porque a sus 50 años no han votado en su vida. Pero, ¿cuál es la razón de esta desafección política? ¿Es solo la situación de pobreza extrema o hay algo más?
En su Bowling Alone, el propio Robert Putnam describía un proceso de pérdida progresiva de interacción humana (capital social) entre los diversos estratos de la sociedad estadounidense. En el Port Clinton de la década de 1950, los niños iban juntos a clase, iban juntos al parque e iban juntos a la bolera. Con independencia de su clase social. Pero ahora eso se ha perdido. Y según el estudio de Gómez y Trujillo, lo mismo está pasando en España. Los ciudadanos de algunos barrios de Barcelona van a colegios y universidades (muy) caras, tienen trabajos (muy) bien remunerados y los domingos de elecciones llenan las urnas. Los del barrio que queda al otro lado de la carretera abandonan de forma (muy) temprana el colegio, tienen (muy) altas tasas de desempleo y nunca incluyen sus preferencias en el sistema democrático. Las ciudades están llenas, más llenas que nunca, pero las urnas están vacías. Bueno, en realidad sólo las de los barrios que quedan en el lado incorrecto de la carretera.
Artículo realizado con la colaboración del Observatorio Social de “la Caixa”
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