La obsolescencia programada también ha llegado al amor
Lo efímero ha dominado el mundo durante milenios. Porque no es cierto, como dice la Biblia, que «en principio fue el Verbo». En principio fue la imagen, pues al homo sapiens le llevó un tiempo ponerle nombre a las cosas. Por eso, hasta conseguirlo, los hechos contemplados por nuestros ancestros eran siempre perecederos, ya que al no poder nombrarlos, tampoco podían prolongarlos en el tiempo.
Con la aparición del habla todo cambió radicalmente. Mediante su uso, los hechos pudieron por fin prevalecer mucho después de haber sucedido gracias a la transmisión oral. Eso nos permitió, además, desarrollar la imaginación y, ya de paso, el pensamiento abstracto.
Más tarde, con la escritura, esa prolongación de los hechos alcanzó niveles hasta entonces impensables. Hoy, por ejemplo, conocemos el desarrollo de las Guerras Médicas gracias a Herodoto, y no porque alguno de nosotros estuviera presente en aquellas contiendas del siglo V a.C. Esa es la razón por la que el nacimiento de la Historia se empareje desde siempre con el de la palabra escrita.
La palabra escrita trajo, entre muchas otras cosas, el establecimiento de lo duraderocomo el elemento hegemónico en nuestra la jerarquía de valores. Frente a lo perecedero carnal, los dioses son duraderos, el alma es duradera, el paraíso es duradero… Y esa vara de medir que separa lo efímero de lo duradero es la que ha servido también para dividir el mundo en que habitamos en dos bandos irreconciliables.
Veamos, por ejemplo, la pasión y el amor. La pasión es imperativa, inmediata y exigente. Por eso siempre fue relegada al submundo de lo efímero. En cambio el amor, al ser un sentimiento anímico, se presupone eterno y, por tanto, parte integrante de lo duradero («Amor constante más allá de la muerte», que escribiera Quevedo).
Pero un día algo pasó y las cosas volvieron a su origen. Con la llegada de internet a todo tipo de pantallas, la imagen recobró aquel poder perdido muchos milenios atrás. No ha destruido la palabra, pero sí la ha desbancado. Hoy la imagen va por delante y su inmediatez y brevedad recupera lo efímero como valor supremo. Como escribe Antón Patiño en Todas las pantallas encendidas: «El tiempo real anula cualquier otra dimensión real del tiempo». Así, lo textual duradero se desvanece de nuevo frente a lo visual transitorio.
El amor se busca con urgencia en Meetic, la información en Twitter, la amistad en Facebook, el prestigio en Instagram y el trabajo en Linkedin. Y es el carácter fugaz de todo ello lo que, junto a la abrumadora presencia de la imagen, cercena lo duradero.
Así funcionamos siempre. Transformamos el mundo gracias a una nueva tecnología y es entonces esa misma tecnología la que nos transforma a nosotros. Aún es demasiado pronto como para saber las consecuencias de este «regreso al futuro» en el que nos encontramos ahora.
Pero es probable que muchos escritos del pasado comiencen a ignorarse dada su excesiva duración. Porque a alguien educado en la brevedad de lo efímero le resultará muy difícil dedicar cincuenta horas a la lectura de El Quijote o ni tan siquiera dos y media a la representación de Hamlet. Ambos personajes morirán en la realidad igual que lo hicieran en la ficción. Y sus cadáveres quedarán en manos de una minoría de intelectuales empeñados infructuosamente en revivirlos.
Lo paradójico de todo esto es que lo efímero se ha consagrado ahora como el nuevo valor duradero. Y las redes sociales nos están educando en ello. Tal vez de forma no premeditada, pero lo cierto es que esa implantación de lo efímero facilita nuestra adaptación a un mundo en el que el trabajo duradero, el amor duradero y los objetos duraderos van a durar bien poco. Porque la obsolescencia programada ya no sólo afecta a los electrodomésticos. Nos afecta también a cada uno de nosotros.
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