Redes sociales: por qué los debates acaban en bronca

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Gonzalo Toca

Basta con que te asomes ahora mismo a Twitter o a las cadenas de comentarios de las principales noticias del día. Ahí los tienes. La conversación arranca con una afirmación sin desprecios ni insultos —a veces hasta inteligente y original— y se ve sucedida por una lluvia de acusaciones, humillaciones, gritos mayusculares y peticiones de censura.

Los tres motivos por los que la mayoría de las personas no perciben lo mismo en Facebook no son tranquilizadores. Primero, Zuckerberg elimina o amenaza con eliminar cualquier expresión, contenido y usuario que perturbe la paz (da igual si es legítimo). Segundo, casi nadie admite como amigo a quien cuestiona sus puntos de vista sobre cuestiones fundamentales. Y tercero, los titulares de la cuenta siguen sólo las publicaciones o los perfiles de sus amistades que o les dan la razón o, al menos, no se la quitan.

La pregunta sobre la bronca de las redes sociales es crucial porque, con la creciente digitalización de la comunicación y las relaciones humanas, es muy posible que lo que sucede en Twitter no se quede en Twitter. Dicho de otra forma: el tono violento de las disputas reverbera sobre la realidad física e influye en nuestra manera de dirigirnos a los demás. Esto transforma tanto al autor de los desprecios como a la víctima y los testigos, hoy convertidos en el público de un espectáculo dantesco.

Conocemos ejemplos de personas pacíficas que se convierten en troles en las redes. Es obvio que no viven dos vidas: sus acciones virtuales alteran y extreman también sus comportamientos y opiniones en el mundo físico. Al mismo tiempo, sus desprecios fuerzan a sus víctimas a pagarles con la misma moneda —ha comenzado una espiral de violencia— mientras la audiencia, transmutada en turba, no sólo devora sus palomitas, sino que empieza a admirar y aplaudir los comportamientos agresivos como un medio legítimo de garantizar sumisión. El objetivo de cualquier debate online que arrase no es ni la verdad, ni el aprendizaje mutuo ni la persuasión. El objetivo es someter, silenciar y postrar al otro.

Se tolera lo intolerable porque se entiende que no hay una persona herida detrás del perfil de Twitter. Pero la hay. Muchas de las palabras que nos parecen oportunas en un comentario de noticias las consideraríamos violencia doméstica —un delito odioso— si se produjeran en el seno del hogar de una pareja. La adicción a las amenazas, las vejaciones y los intercambios de insultos de algunos matrimonios no es tan distinta a la adicción a las actualizaciones sobre las amenazas, las vejaciones y los intercambios de insultos de una noticia. Si quieres darte una vuelta por ese submundo, te recomiendo Reading the Comments: Likers, Haters, and Manipulators at the Bottom of the Web.

¿Pero por qué acaban muchas de las discusiones interesantes entre personas inteligentes en una bronca incendiaria y estúpida entre gallos de pelea? Para empezar, porque vivimos tiempos de cambios rápidos y profundos, y los cambios rápidos y profundos provocan ansiedad, fanatismo y miedo al otro. No es extraño en un contexto marcado por las heridas de la crisis económica, la desestabilización de las instituciones y los valores tradicionales (llámalo ‘modernidad líquida’), la omnipresencia de la disrupción tecnológica y unas formas de comunicación que dan la sensación de que las transformaciones se han acelerado hasta el frenesí.

La ansiedad (‘necesito responder y que me respondan inmediatamente a ese mensaje’), el fanatismo (‘tengo que imponer mi razón para creer que la tengo’) y el miedo al otro (da igual si te sientes amenazado por el rico, el pobre, el gobernante, el inmigrante, el tecnólogo o el ludita) son una receta fantástica para convertir un diálogo constructivo en una experiencia violenta.

Lo desconocido

Otro motivo por el que los debates acaban en bronca en las redes sociales es que todavía no sabemos discutir con desconocidos, que es justamente lo que invitan a hacer los tiempos convulsos y las tecnologías de la comunicación.

Hasta la llegada de los foros de internet, los debates —por ejemplo, ideológicos— entre desconocidos eran, normalmente, minoritarios (participaban pocas personas), la mentalidad de los que intervenían era más homogénea (compartían, por lo general, unas cuantas verdades básicas, unos intereses comunes y un nivel educativo equivalente) y la identidad de los intervinientes estaba clara desde el principio (si se producían amenazas o insultos, se sabía si debían tomarse en serio, quiénes eran los responsables y, muchas veces, dónde encontrarlos). Los primeros foros de discusión de internet sí heredaron una práctica de sus predecesores: favorecían la reflexión y la atención (muchos se tomaban horas y días para contestar) y existían reglas básicas de comportamiento y un moderador capaz de imponerlas.

En las redes sociales, y muy especialmente en Twitter, navegamos unos debates masivos prácticamente sin moderación ni reglas de comportamiento, donde intervienen miles de perfiles anónimos en los que se ocultan personas con niveles educativos, valores e intereses totalmente distintos.

A pesar de esta confusión acrecentada, sólo la respuesta brevísima y ultrarrápida es bienvenida (la extensa y pausada o no ‘entra’ o nadie la lee), meditar se considera guardar silencio y el silencio otorga, la mayoría de los trending topics se encienden y apagan en menos de una hora. Durante los grandes debates que se celebraron en la lucha por la igualdad de los negros en Estados Unidos en los años sesenta, Marshall Rosenberg, un psicólogo que estudió la comunicación no violenta, propuso una serie de reglas. No hace falta decir que, en los grandes temas de discusión, ni las redes sociales las favorecen ni sus usuarios las practican.

Ya basta. Ha llegado el momento no sólo de digitalizar la realidad, sino también de imponer las normas de la realidad sobre el mundo digital. Estamos perdiendo la atención, empatía y respeto que exige cualquier intercambio y estamos mostrándole a una generación entera que utiliza las redes sociales para comunicarse, formarse e informarse que la única manera de debatir algo importante es ser ofensivo o guardar silencio, ser breve y superficial o guardar silencio, no tener en cuenta las consecuencias de lo que se afirmamos sobre nosotros mismos y sobre los demás o guardar silencio. Las agresiones digitales siguen siendo agresiones. ¿Negaremos que detrás de cada argumento hay una persona que necesita caminar y expresarse en un espacio público sin exponerse al desprecio o al ridículo? Pues ya basta.

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