Los rituales laborales cotidianos de George Sand, Beckett o Tolstói (entre otros)
Image: REUTERS/Brescia/Amisano Teatro alla Scala (ITALY)
Más tarde o más temprano resulta que todos los grandes hombres se parecen. Nunca paran de trabajar. No pierden ni un minuto. Es muy deprimente
Las palabras de arriba las escribía V. S. Pritchett en un ensayo sobre Edward Gibbon, publicado en 1941. De su pormenorizado estudio sobre el historiador inglés, Pritchett destacaba sobre todo la laboriosidad de aquel. Ni durante sus años en la milicia, Gibbon desatendió sus estudios sobre el Imperio Romano. Una constancia que al crítico y biógrafo llegaba a resultarle descorazonadora.
«Pero Pritchett, naturalmente, se equivoca. Por cada entusiasta y laborioso Gibbon que trabajaba sin descanso y parecía libre de las dudas y crisis de autoestima que nos aquejan a los simples mortales, hay un William James o un Franz Kafka, grandes mentes que perdían el tiempo, esperando en vano que llegara la inspiración, que experimentaban bloqueos torturantes y sequías creativas, que padecían dudas e inseguridades».
Mason Currey lo sabe porque lleva años estudiando las rutinas, rarezas y temores de otros escritores. Pero también de músicos, cineastas, inventores, filósofos, etc. Carl Jung, Arthur Miller, Pablo Picasso, Umberto Eco, Margaret Mead, Goethe, Isaac Asimov o Louis Amstromg son algunas de las más de 170 personalidades investigadas por Currey y protagonistas de su libro Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas, publicado por Turner.
Estudiando las rutinas de todos aquellos prohombres (y alguna menos promujer —palabro inventado para la ocasión—), Currey llegó a una conclusión: "Contemplar los logros de las luminarias del pasado resulta alternativamente inspirador y totalmente desalentador".
Y explica así el porqué: «Entregados al trabajo diario, pero nunca del todo seguros de su avance, siempre temerosos del mal día que les deshará la racha. Todos encontraron tiempo para realizar su obra. Pero hay infinitas variaciones en el modo en que estructuraron sus vidas para ello».
Porque ni la hora a la que solían despertarse o arrancar eran las mismas, ni el uso (y abuso, en algunos casos) de café, alcohol y otro tipos de sustancias más o menos legales, ni las horas dedicadas al trabajo, al ocio y al descanso eran generalizadas entre los comparecientes en el libro de Currey.
Los madrugones eran costumbre habitual de muchos de ellos. Entre los más tempraneros se encontraban Fellini, Feldman o Miró, que solían levantarse a eso de las seis de la mañana. Más pronto aún lo hacían Anthony Trollope y Hemingway: a las cinco y media. Este último, según Currey, respetaba la costumbre incluso cuando había estado bebiendo la noche anterior.
Frente a estos estaban los de hábitos nocturnos, como Anne Rice. Tal vez con el objetivo de entender mejor al protagonista de Entrevista con el vampiro, la escritora trabajaba de noche en la novela mientras aprovechaba el día para descansar. Práctica que se vio obligada a cambiar tras el nacimiento de su hija en 1978. Nabokov también concibió su Lolita de noche, en el asiento trasero de su coche aparcado (lo hizo durante un viaje por Estados Unidos).
Tanto de día como de noche, el café se convertía en el aliado de muchos. En algunos casos, como el de Beethoven, su preparación se convertía en una escrupulosa ceremonia: «Decidió que tenía que haber sesenta granos por taza, y a menudo los contaba uno a uno para lograr la dosis exacta». En otros, como Gertrude Stein, el tomar café era algo que formaba parte de su rutina pero no de forma voluntaria: «A ella siempre le ha puesto nerviosa estar nerviosa, y piensa que el café la pondrá nerviosa, pero su médico se lo prescribe», se decía de ella en un artículo de The New Yorker de 1934.
La cama era el lugar elegido para la primera comida del día por varios de estos genios y muchos continuaban allí cuando comenzaban a trabajar. Es el caso de Patricia Highsmith, Chopin o de Voltaire. Para otros, en cambio, su jornada laboral no comenzaba sin ejercicio físico previo. Entre las formas de ejercitarse más comunes una destaca por encima del resto: caminar. Famosos fueron los largos paseos por Copenhague de Kierkegaard, los de Simenon por París o los de Freud por la Ring-strasse de Viena (aunque los de este solían ser más bien vespertinos).
Boxeo, comba o yoga mediterráneo eran algunas de las actividades físicas practicadas por Joan Miró a diario, mientras que el psiquiatra y neurólogo Oliver Sacks se inclinaba por la natación para estimularse. Le Corbusier, por su parte, no faltaba nunca a su cita diaria con su tabla de ejercicios calisténicos.
A la hora de ponerse a trabajar había de todo. Desde los que dependían de la precisión militar en todo y cuanto acontecía a su alrededor, como el caso de W.H. Auden, como los que, por el contrario, «parecían florecer en el desorden», como el caso de Francis Bacon.
Entre las formas de inspiración destacan las de Fellini o Wharhol, que no podían arrancar sin haber realizado alguna llamada de teléfono, independientemente de la hora que fuera. Benjamin Franklin, por su parte, no concebía un día de trabajo sin haber tomado antes su cotidiano baño de aire y haber estado sentado en su habitación, al menos durante media hora, sin ropa alguna.
Iniciada la jornada laboral, cada quien tenía sus formas para rendir mejor. A Jane Austin nunca le molestó la compañía de las demás mujeres de la casa mientras trabajaba, mientras que Flaubert o Thomas Mann eran de los que no podían oír ni el vuelo de una mosca.
El tabaco era un elemento necesario en la labor de Marx o Freud, mientras que Proustsolía prender polvos opiáceos para paliar su asma, decía. Bergman, en cambio, rechazaba de lleno las drogas o el alcohol para estimularse aunque reconocía que una copa de vino de vez en cuando le hacía «increíblemente feliz».
Para muchos de los protagonistas del libro de Currey, su jornada laboral no terminaba hasta no haber completado un número concreto de horas (dos o tres por la mañana eran suficientes para Henry Miller), haber cumplido un horario autoimpuesto (de diez a una y de tres a cuatro, para Strauss) o haber finalizado un objetivo concreto (escribir doscientas cincuenta palabras cada cuarto de hora, durante tres horas, para Anthony Trollope).
El descanso era fundamental para muchos. La siesta, aunque corta, no faltaba en las rutinas de Matisse o de Miró. Para otros, en cambio, conciliar el sueño sin ayuda química resultaba un imposible, como en el caso de Auden o Bacon. Para Toulouse-Lautrec el sueño no era algo necesario, por lo que prefería invertir ese tiempo en los locales más de moda de la noche parisina.
Rutinas, manías y costumbres más o menos establecidas que, en muchos casos, servían de parapeto desde el que se asomaba la genialidad. «Este es un libro superficial. Aborda las circunstancias de la actividad creadora, no el producto», dice su autor de él. Aunque eso mismo, añade, es lo que lo convierte en un «libro personal»: «John Cheever pensaba que no podíamos redactar siquiera una carta de negocios sin revelar algo de nuestro yo interno… ¿Y acaso no es verdad?».
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