Dos libros para entender la ira y el resentimiento que sacude al mundo
Image: REUTERS/Paulo Whitaker
La noche de la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, el economista y Premio Nobel Paul Krugman reconoció que “la gente como yo —y probablemente la mayoría de los lectores del New York Times o el Financial Times— no ha entendido el país en el que vivimos”. Desde que los británicos aprobaron el Brexit en junio y los estadounidenses dieron el triunfo a Trump en noviembre, los grandes medios de comunicación y los expertos que ocupan hoy tanto espacio televisivo en Europa y Norteamérica defienden en vano sus causas mientras ven con horror cómo los nuevos representantes de los desposeídos se pasean en el teatro amplificado del absurdo político.
Sigue habiendo mucha polémica sobre la causa de este desorden mundial. El economista francés Thomas Piketty explica que “se debe, sobre todo, a la explosión de las desigualdades económicas y geográficas en Estados Unidos” y a una reacción general contra las clases dirigentes en sus burbujas. En Estados Unidos, los progresistas echan la culpa al resentimiento racial de los blancos pobres, agravado, al parecer, durante la presidencia de Obama. En la democracia parlamentaria más antigua, Reino Unido, el asesinato de la diputada Jo Cox a manos de un neonazi británico durante la emponzoñada campaña del Brexit fue una conmoción para muchos.
Esa ira se extiende por países muy distintos, desde los nacionalistas blancos en Francia y Alemania hasta los budistas partidarios de la limpieza étnica en Birmania. En Francia, el Frente Nacional clama por la implantación de más policía y más prisiones, el restablecimiento del servicio militar obligatorio y medidas drásticas contra la inmigración y, aunque evita el lenguaje abiertamente racista, habla de la amenaza del extremismo islámico. No obstante, si el partido está atrayendo a mucha más gente que antes, es porque su líder, Marine Le Pen, promete un “proteccionismo inteligente”. Es decir, abandonar el euro, dar prioridad a la producción industrial sobre las finanzas, controlar estrictamente las inversiones extranjeras, reducir el impuesto sobre la renta y permitir enormes transferencias de riqueza libres de impuestos a la siguiente generación. Los números no salen, pero no parece que eso preocupe ni a los seguidores del Frente Nacional ni a sus dirigentes.
Como dice Pankay Mishra, autor de An Age of Anger, que sin duda será uno de los libros más comentados del año, los que se oponen a la nueva “irracionalidad” tienen en común “la presunción de que las personas son seres racionales, motivados por un interés material, que se indignan cuando se frustran sus deseos y, por tanto, tienden a apaciguarse cuando se satisfacen”. Sin embargo, no saben explicar por qué es cada vez mayor el abismo que separa a las razas, las clases y los niveles de educación, no solo en Gran Bretaña y Estados Unidos sino también en zonas de Europa continental y otros lugares. No saben explicar unos hechos que han sorprendido a casi todos porque los conceptos y categorías que utilizan no sirven para procesar una explosión de fuerzas incontroladas. El triunfo del capitalismo liberal —con un consumo y un crecimiento constantes— y los sistemas democráticos, para los que no había alternativa, parecía garantizado tras la caída del Muro de Berlín en 1989. El libre mercado y la democracia se extenderían por todo el mundo y miles de millones de personas saldrían de la pobreza. La nueva utopía prometía un mundo homogéneo, conectado y pacífico.
Dado que yo nunca me tragué este lema, que desembocó en una corrección política asfixiante en gran parte de los medios de comunicación y think tanks de Occidente, me parecía dudoso que la normalidad humana pudiera reducirse a un sujeto calculador cuyos deseos e instintos naturales consistieran solo en buscar la felicidad y evitar el sufrimiento. ¿Acaso este homo economicus no sentía miedo de ser una víctima, ni rencor por haberse quedado atrás, ni temor a parecer vulnerable? ¿Se habían olvidado los periodistas y los políticos de la historia de principios del XIX, cuando las aspiraciones francesas de alcanzar una civilización racional, universal y cosmopolita habían hecho que una Alemania resentida reivindicara una cultura auténtica, enraizada en el carácter y la historia nacional? ¿No se daban cuenta de que a los islamistas radicales les empujaba, además de cualquier fervor religioso, la sensación de haber perdido su identidad ante Occidente? ¿No comprendían que China, India y Rusia —para no hablar de Irán y otros países de Oriente Medio y el Norte de África— habían sufrido ataques o humillaciones recientes por parte de Occidente y Estados Unidos?
Da la impresión de que la única ortodoxia que vale es el interés puro, el individualismo y la búsqueda del placer. Ahora bien, ¿y si resulta que mucha gente, incluso en Europa y Estados Unidos, desconfía del cambio y ansía la familiaridad y la estabilidad? ¿Y si la fe en el mundo musulmán y entre numerosos cristianos y judíos no hubiera seguido siendo tan importante? Hace un siglo, el escritor modernista austriaco Robert Musil escribió que el “estricto programa racional” de la Ilustración para alcanzar la felicidad individual se había convertido en “objeto de burlas y desprecio”. Fiodor Dostoievski, como nos recuerda el autor del libro, sospechaba que el pensamiento racional no tenía una influencia tan decisiva en la conducta humana, a diferencia de lo que predicaba John Stuart Mill. Charles Darwin nos enseñó que los seres humanos podían controlar cómo se desarrollaban y Sigmund Freud profetizó en 1927, en El porvenir de una ilusión, que “la cultura es algo que impone a una mayoría reacia una minoría que ha logrado tomar posesión de las herramientas del poder y la coacción”. Robert Musil lo resumió bien: no es que tengamos demasiado intelecto y excesivamente poca alma, sino que tenemos “excesivamente poco intelecto en las cuestiones del alma”.
Jean Jacques Rousseau simbolizó, más que ningún otro pensador, el grado de intensidad que podía alcanzar el rencor causado por una mezcla de envidia, humillación e impotencia ante el ascenso de la sociedad laica y meritocrática en el siglo XVIII. Hace casi dos siglos, a Alexis de Tocqueville le preocupaba que el inquietante conjunto de emociones que vemos hoy en los individuos introspectivos, la uniformidad cultural y de maneras, podían generar una ambición desmesurada, una envidia corrosiva y una insatisfacción crónica. Podía hincharse “hasta las cumbres furiosas” y llevar a muchos a aceptar el recorte de sus libertades y añorar el poder de un gobernante autoritario.
El defecto de Decolonisation. A Short History, escrito por dos historiadores alemanes, Jan Jansen y Jürgen Osterhammel, es que no ofrece ninguna solución, pero es una historia breve y accesible, aunque rigurosa, de la descolonización y sus consecuencias. Los historiadores, muchos intelectuales y, por supuesto, los líderes políticos suelen narrar la trayectoria histórica de Occidente en los últimos 300 años con un tono de triunfal inevitabilidad que no tiene en cuenta gran parte de las crueldades y la violencia que suelen acompañar a una conquista colonial. Cuando se habla de asesinatos en masa y totalitarismo, se presentan como aberraciones dentro de una tradición occidental benévola, que sacó a millones de personas de la servidumbre y dio dignidad a los pobres.
Sin embargo, no es eso lo que recuerdan los indios del Raj británico, ni los argelinos de la mission civilisatrice de Francia, ni los cientos de miles de esclavos congoleños que tanta riqueza proporcionaron al rey de los belgas. La Ilustración dio pie al racismo científico, el ultranacionalismo y la “lucha violenta por la existencia” de la que hablaba Darwin. Estos dos libros, de estilos y enfoques opuestos, ayudan a comprender la ira y el resentimiento que recorren el mundo hoy.
An Age of Anger
Pankay Mishra
Allen Lane, 2017
Decolonisation. A Short History
Jan C. Jansen y Jürgen Osterhammel
Princeton University Press, 2017
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