¿Crisis del capitalismo? Tal vez, pero la culpa no es de la globalización

People walk on the main street of the city of San Jose, which looks empty as Hurricane Otto approaches in San Jose, Costa Rica November 24, 2016. REUTERS/ Juan Carlos Ulate - RTST5YE

Image: REUTERS/ Juan Carlos Ulate

Simon Tilford
Deputy Director, Center for European Reform

La globalización no obligó a los gobiernos a adoptar unas políticas que causaron divisiones en sus países, exacerbaron las desigualdades y dificultaron la movilidad social. Muchos lo hicieron de forma deliberada.

Donald Trump, el Brexit, serias presiones populistas en otros países de la Unión Europea: ¿estamos entrando en una crisis total del capitalismo liberal internacional? No cabe duda de que la globalización plantea retos políticos a los gobiernos. Pero la globalización no es la que les obligó a adoptar unas políticas que han causado divisiones en sus países, han exacerbado las desigualdades y han dificultado la movilidad social. Muchos lo hicieron de forma deliberada.

El problema no es que hayamos dejado que los mercados tengan un papel cada vez mayor, como alegan muchos en la izquierda y, cada vez más, en la derecha populista. Los mercados abiertos siguen siendo la mejor forma de generar riqueza y oportunidades, de desafiar a los intereses creados y ampliar las libertades de la gente. Si estamos en esta situación es porque hemos olvidado las lecciones del periodo de posguerra. Lo que tenemos es una crisis de distribución y oportunidad.

En conjunto, la globalización es positiva, y ha contribuido de manera fundamental a reducir la pobreza mundial en los últimos 30 años. Pero el incremento del comercio y los movimientos de capital, así como los rápidos cambios tecnológicos, han producido ganadores y perdedores, y muchos países, en particular Estados Unidos y Gran Bretaña, no han tomado las medidas correctivas necesarias. Al contrario de lo que predica la izquierda antiglobalización, los gobiernos estadounidense y británico podrían haber hecho algo; no es cierto que se lo impidieran las “fuerzas de los mercados internacionales”. Ni que, como suele decir la derecha liberal, la globalización exija a los gobiernos reducir el gasto social, debilitar a los sindicatos y rebajar los impuestos a los ricos.

Por ejemplo, la “globalización” no obligó a los sucesivos gobiernos de estos dos países a permitir que los salarios de los directivos se disparasen como lo hicieron. Eso es consecuencia de un mal gobierno corporativo. Si bien las remuneraciones más altas han crecido enormemente en casi todos los países desarrollados, en ninguno hubo un estallido como el de los países anglosajones.

Del mismo modo, la decisión de Estados Unidos de rebajar los impuestos a los ricos en los últimos 35 años se debió a motivos internos —en teoría, para liberar el instinto animal e impulsar el espíritu emprendedor—, y no al deseo de reforzar el atractivo del país para los inversores internacionales. Al fin y al cabo, no todos los países desarrollados han seguido ese camino y no por eso les ha ido peor. Al contrario, muchos de los que se han beneficiado de la globalización —los nórdicos, por ejemplo— son los que gravan a los ricos con fuertes impuestos sobre la renta e impuestos relativamente elevados sobre el patrimonio.

En el otro sentido, las grandes desigualdades económicas en Alemania reflejan la negativa de sucesivos gobiernos alemanes a aplicar impuestos sobre la propiedad e impuestos de sucesión más altos. El hecho de que los impuestos sobre el patrimonio sean tan bajos se debe al deseo de mantener los negocios familiares en manos de sus dueños y proteger así el tejido de la Mittelstand (mediana empresa) del país. Y otro de sus propósitos es que haya más propietarios de viviendas. Una gran concentración de la riqueza perjudica la movilidad social. Pero el Gobierno alemán no mantiene bajos los impuestos sobre el patrimonio y la propiedad porque sufra las presiones de la globalización.

El efecto, supuestamente, negativo de la inmigración en los salarios de los trabajadores mal remunerados se ha convertido en una cuestión política controvertida, en especial en Reino Unido. No hay nada o casi nada que pruebe que eso es cierto. Los recortes en las prestaciones del Estado del bienestar han tenido muchísima más repercusión en las rentas de los pobres que la competencia de una inmigración más numerosa.

La globalización no obligó a los gobiernos occidentales a emprender unas políticas de austeridad nocivas. Nada parece indicar que los países desarrollados se vieran obligados a ello por la necesidad de “competir” en un mundo de mercados de capitales globalizados. Algunos gobiernos de la eurozona vieron limitada su libertad para impulsar el gasto público con el fin de contrarrestar la crisis económica, pero fue por los problemas de gobierno de la zona euro, no por las fuerzas de la globalización.

La gente quiere disfrutar de los beneficios del libre comercio, del hecho de que la competencia permite obtener productos más baratos, de más calidad y más variados. Pero también quiere protegerse frente a esa competencia en su propio sector. Por supuesto, algunos —normalmente, los que tienen un mayor nivel de educación— disfrutan de las ventajas del libre comercio y no sufren ninguno de los inconvenientes. Para otros, los costes y los beneficios pueden estar más equilibrados.

Los gobiernos deben esforzarse mucho más para aliviar la carga del ajuste en los ámbitos más perjudicados por el aumento del comercio y apoyar a las zonas en las que la transformación tecnológica se ha llevado por delante a las industrias tradicionales. Algunos países lo han conseguido a base de invertir en políticas de formación e infraestructuras en las zonas afectadas. Otros, en especial Estados Unidos y Gran Bretaña, no lo han hecho tan bien.

Ahora bien, hay algunas cosas que sí necesitan mayor gobernanza internacional. En primer lugar, sí parece que, con la globalización, es más difícil subir los impuestos necesarios para abordar las desigualdades y reactivar la movilidad social. Las multinacionales pueden pagar sus impuestos en los países que tienen una fiscalidad baja en lugar de donde generan sus ingresos, y algunas empresas han escogido esa vía. Como consecuencia, muchos gobiernos rivalizan en bajar los impuestos de sociedades, y eso significa tener que subir otros impuestos, normalmente los de las rentas bajas y medias y los impuestos sobre el consumo. La globalización ha hecho que a los que ganan mucho les sea más fácil evadir impuestos, porque ahora es más sencillo almacenar la riqueza en paraísos fiscales, y los ricos obtienen sus ingresos, en gran parte, de su patrimonio.

Las multinacionales deberían pagar impuestos donde generan su movimiento de caja o su valor añadido, no donde los tipos fiscales son más bajos. La OCDE ha estudiado cómo lograrlo mediante la coordinación entre los gobiernos de los Estados miembros, pero la puesta en práctica va muy despacio, entre otras cosas por la oposición de los países que sirven de paraísos fiscales. En los últimos años, una cooperación más estrecha entre las autoridades fiscales nacionales está haciendo que a los ricos les cueste más almacenar su riqueza en esos lugares, pero todavía queda mucho por hacer. Mientras tanto, los gobiernos nacionales también podrían tomar medidas para que la carga fiscal sea equitativa, por ejemplo aumentando los impuestos sobre factores inmuebles, como las tierras, en lugar de gravar más el trabajo y el consumo.

En segundo lugar, la globalización financiera es una moneda de dos caras. Por un lado, permite que las empresas y las personas repartan los riesgos y, por tanto, sean menos vulnerables a las sacudidas económicas. Pero la composición de los flujos de capitales tiene un inconveniente: los flujos a corto plazo suelen ser perjudiciales y las grandes salidas de capital de países con excedente de ahorro, como Alemania, son una fuente de inestabilidad que es necesario remediar. Los países necesitan defenderse contra las entradas de capital; imponer normas más estrictas que exijan que los bancos controlen los préstamos cuando son excesivos sería un buen comienzo. Y además, antes que nada, hay que convencer a los países con superávits comerciales insostenibles de que dejen de exportar grandes volúmenes de capital. Sería útil obligarles a pagar una parte de los costes que supone tratar de resolver las crisis financieras causadas por unos movimientos de capitales desmesurados. En la actualidad, cuando se produce una crisis financiera, los que tienen que hacer ajustes son los deudores, y no se cuenta con que los acreedores modifiquen su comportamiento.

En tercer lugar, los desequilibrios comerciales persistentes son un problema. Hoy no existen mecanismos para imponer ajustes a los países que tienen inmensos superávits comerciales y exportan grandes capitales. ¿Necesitamos unas normas más estrictas que controlen las relaciones comerciales y financieras entre las economías —quizá bajo los auspicios de las instituciones de Bretton Woods—, para contener los desequilibrios? Es posible, pero una buena gobernanza de las finanzas mundiales ayudaría a resolver el problema, al disminuir los flujos excesivos de capitales que causan los desequilibrios comerciales.

El hecho de que la frustración y el resentimiento populares estén creciendo en tantos países desarrollados tiene poco misterio. Desde hace una década, hay un crecimiento económico débil. Los niveles de vida están deteriorándose. Los beneficios del escaso crecimiento que ha habido han ido a parar sobre todo a los ricos, y la movilidad social ha disminuido. La culpa de estas tendencias no la tienen unas fuerzas globales remotas y que no responden ante nadie, sino, sobre todo, los gobiernos nacionales. La globalización no les ha quitado todo el poder. Y, en los casos en los que sí lo ha disminuido, los gobiernos podrían trabajar juntos para reforzarlo.

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