¿Por qué visitar Auschwitz?

A sign reading " Halt, Stop" is seen at the  Auschwitz's former Nazi death camp, during a visit of Pope Francis, Poland, July 29, 2016. REUTERS/Stefano Rellandini - RTSK7O5

Image: REUTERS/Stefano Rellandini

Cristian Vázquez

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El conductor del autobús de la empresa Lajkonik no habla ni una palabra de inglés ni de español, y yo ni una de polaco. Pero hay una palabra que ambos entendemos: Auschwitz. Por medio de ella y de algunos gestos, el hombre me confirma que ese vehículo que está por partir desde la terminal de Cracovia lleva hasta allí, hasta el lugar donde, hace unas décadas, el mal y el horror alcanzaron su máxima expresión. El bus tarda alrededor de una hora y media para recorrer los 68,6 kilómetros que, según el billete, separan ambos extremos del recorrido. Un rato antes de las diez de la mañana estoy en Auschwitz.

Darme cuenta de que hemos arribado es sencillo. No solo porque es el final del trayecto, sino por la cantidad de otros enormes autobuses y de autos estacionados allí. Aunque sea lógico, no lo había pensado antes: el lugar es visitado cada día por cientos o miles de personas, y adonde llega mucha gente se necesita un gran espacio de estacionamiento. Desde bastante tiempo atrás me venía haciendo a la idea de que visitaría un sitio lúgubre y sombrío, y esa antesala tipo atracción turística me resultó inesperada, contradictoria, un poco fastidiosa. Pero el lugar ahora es un museo estatal, y yo estaba haciendo lo mismo que cada uno de los demás visitantes, de modo que el único reproche posible era hacia mí mismo, por no haber previsto tal situación.

Tras superar los rigurosos controles de seguridad estuve dentro, como parte de un grupo y con una guía que nos acompañaría durante el recorrido. A poco de andar estuvimos ante la famosísima puerta del infierno, esa que no dice “Los que aquí entráis, abandonad toda esperanza”, sino “El trabajo te hace libre” (Arbeit macht frei). El mal verdadero, a diferencia del imaginado por Dante, carece de la piadosa virtud de la sinceridad. Aquí tuve otra sensación negativa: ya no me hallaba ante una atracción turística, sino en un enorme set de filmación. Haber visto tantas películas y tantos documentales ambientados en ese sitio me llevó a pensar antes en ellos que en la historia que hay detrás. Pero eso duró solo un momento, hasta que tomé conciencia de ello y lo alejé como quien espanta una nube de mosquitos.

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Antes, cuando planificaba mi visita y les contaba a muchas personas que iba a visitar Auschwitz —que, de hecho, viajaría a Polonia específicamente para visitar Auschwitz—, la respuesta de la mayoría era de desconcierto. Y de inmediato la réplica, casi siempre: “Yo no iría”. ¿Por qué yo sí quería? ¿Por qué a mí no me daba ese “mal rollo” del que mucha gente me hablaba cuando yo les contaba mi propósito? ¿Por qué lo deseé durante tanto tiempo y, cuando pude, lo hice?

No tengo una respuesta clara, precisa. Me gusta viajar y conocer lugares históricos, en particular los que tienen que ver con momentos o acontecimientos que me interesan mucho. La Segunda Guerra Mundial es uno de ellos, y los campos de concentración nazis, uno de sus hechos más emblemáticos. ¿Morbo, también? No lo creo. Me parece que tiene mucho más que ver con lo que opina Juan Cruz, un psicólogo consultado por el periódico madrileño El Confidencial titulado “Vacaciones en el infierno: ¿por qué nos gusta visitar Auschwitz o Hiroshima?”: uno busca estar en el lugar de los hechos porque allí “la estimulación del cerebro es multisensorial, la mente y sus procesos neurocognitivos viajan al pasado [y en consecuencia] las sensaciones quedan mucho más grabadas; se trata de saber, pero también de sentir”.

Cruz refiere también otras dos motivaciones: por un lado, “la tendencia humana a dirigirnos a lo catastrófico, al dolor, como forma de confrontar la realidad de la vida, que es la muerte”, y, por otro, la caricia al propio ego que representa el poder decir “yo estuve ahí”. No negaré que algo de esto existe, desde luego, pero me parece que la principal razón es la primera: la búsqueda de empatía, de incorporar algunas otras herramientas en el intento de acercarse un poquito más a imaginar el horror que vivieron otras personas en un tiempo que, en términos históricos, fue ayer nomás.

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En Auschwitz uno ve las cosas que quedan de quienes murieron allí: anteojos, piernas ortopédicas, muletas, enseres de cocina, zapatos, cepillos, ropa, dos toneladas de cabello. Los muros y vigas donde los prisioneros que desobedecían las órdenes eran torturados o ejecutados. Las alambradas de púas, que en aquellos años estaban electrificadas y que muchos prisioneros usaban para quitarse la vida arrojándose contra ellas en algún descuido de los guardias. Innumerables fotos de las víctimas: hombres, mujeres, niños. Las cámaras de gas. Los crematorios. Las vías del ferrocarril que entran en Birkenau, el campo conocido como Auschwitz II, ubicado a 3 kilómetros del principal y que ocupa una superficie de 175 hectáreas. Sobre las vías, uno de los vagones originales en los cuales llegaban los prisioneros, tras un viaje de días enteros sin comida ni bebida. Los andenes —y uno no solo los ve, sino que anda sobre ellos— donde se hacía la selección de prisioneros: los que que eran aptos para trabajar hasta morir, a un lado; los que no, que caminaran hasta donde les decían que les darían una ducha y que era, en realidad, donde iban a morir. “Nuestra desgracia es que somos científicos inclusive para organizar una matanza”, cuenta García Márquez que le dijo el guía alemán durante un recorrido por el sitio donde había estado el campo de concentración de Buchenwald.

Al final del campo de Birkenau, donde estaban las cámaras de gas y los crematorios, se encuentra ahora el Monumento Internacional de las Víctimas del Nazismo, una construcción escultórica de unos 50 metros de extensión, junto al cual hay 21 placas que reproducen, en cada uno de los 21 idiomas de las víctimas de Auschwitz, un texto que las recuerda. La que más me llamó la atención estaba escrita en un idioma muy parecido al castellano, pero que no era el castellano ni ninguna otra de las lenguas romances que me pudieran resultar familiares. Solo después, Google mediante, supe que se trata del idioma judeo-español, también llamado djudezmo, hablado por los judíos sefaradíes, comunidad de la cual los nazis mataron a 160 mil personas de las 360 mil que vivían en Europa antes de la guerra. El texto, perfectamente comprensible para cualquier hispanohablante, dice así:

Quizá la única parte más difícil de entender es ese unas sinyales del final: quiere decir “una advertencia”. Esta placa es la última que se agregó, en 2003.

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¿Qué más decir sobre Auschwitz que no se haya dicho ya? Me vienen a la cabeza las palabras de Juan José Saer en relación con el arte de la escritura:

“El mundo es difícil de percibir. La percepción es difícil de comunicar. Lo subjetivo es inverificable. La descripción es imposible […] Tal vez (es una simple suposición) mi insistencia en los detalles proviene de un sentimiento de irrealidad o de vértigo ante el espesor infinito de esas imágenes”.

Si en imágenes simples es posible encontrar un espesor casi infinito, ¿cuánta irrealidad o vértigo se puede sentir al contemplar y caminar por Auschwitz? ¿Con cuánto detalle habría que insistir para intentar acercarse a esa descripción imposible?

Terminé la visita conmocionado y compungido, como supongo que le sucede a todo el que pasa por esta experiencia. Pero contento de haber comprobado que una de las tantas cosas que había escuchado sobre ese lugar no fuera cierta. “Los pájaros no sobrevuelan Auschwitz —dijo alguien—, como si las malas vibraciones de los horrores que se cometieron allí los espantaran”. Pero cuando estuve ahí, hace unos meses, sí había pájaros. Se posaban en las ramas de los árboles y trinaban. Y cerca de esos árboles, junto al pozo donde se conservan cenizas de las víctimas, cantaba también un coro de chicas de la comunidad judía. Recordaban a sus caídos con una sonrisa en la cara. Y el sol brillaba en el cielo. Y eso hace sentir que, pese a todo, se pueden albergar esperanzas.

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