Observar la evidencia: diseño de políticas públicas en el siglo XXI
Image: REUTERS/Vincent West
Decía Alice Rivlin, veterana economista y política estadounidense, que lo que más ha cambiado desde los años 60, cuando empezó su carrera en Washington, D.C. es el papel que juegan los datos en el diseño de políticas públicas. Antes, contaba, las políticas se basaban en intuiciones: “alguien quería mejorar la educación infantil y pensaba que abrir más escuelas o contratar a más profesores iba a ayudar a mejorarla, lo hacía y eso era todo”. Ahora, en cambio, nadie toma en serio una propuesta política si no va acompañada de un exhaustivo análisis empírico con el que se exponga como y por qué va a funcionar.
La propia Rivlin puntualiza que estar más informados no siempre lleva a que se tomen mejores decisiones, pero esto es debido a factores ajenos al análisis, como la polarización de los partidos políticos que existe en EEUU. No se cuestiona, por tanto, el potencial del uso de datos para informar tanto el debate político como la toma de decisiones de los gobiernos.
Las políticas públicas basadas en evidencias ya han revolucionado el modo en que se diseñan las políticas de desarrollo, en particular a través de metodologías con las que se evalúa el impacto de potenciales programas sociales antes de aplicarlos a gran escala. De este modo, se ha aprendido que en ocasiones las soluciones más útiles no son ni tradicionales ni intuitivas. Un conocido ejemplo de este fenómeno es el estudio que llevaron a cabo en 2004 los economistas de la Universidad de Berkeley Edward Miguel y Michael Kremer, en el que se determinó que una de las maneras más costo-efectivas de reducir el absentismo escolar en Kenya era con programas de desparasitación infantil. Este descubrimiento inspiró políticas sociales en otros países en desarrollo, como India, que declaró este año un día nacional de la desparasitación.
Durante los últimos años hemos sido testigos de una importante reducción en las tasas de pobreza mundiales. Esto es en gran medida atribuible a la “cientificación” de la lucha contra la pobreza, tal y como podemos percibir si atendemos a las recomendaciones que hace el Banco Mundial para seguir por esta senda: mejores mediciones de la pobreza, análisis de impacto social, recolección y análisis de datos, mapas de pobreza y desigualdad o iniciativas de recolección frecuente de datos, entre otras. A fin de afianzar este progreso, organizaciones internacionales están impulsando la adopción de sistemas de “monitoreo y evaluación” (M&E) en los gobiernos de países en desarrollo. Estos sistemas están diseñados para identificar cómo se ponen en práctica y qué efectos tienen las políticas públicas, para así generar evidencia con la que mejorarlas.
En los países desarrollados, los esfuerzos en esta dirección no ocupan una posición central en la agenda política. Si bien existen agencias estatales encargadas de evaluar la calidad de las políticas públicas, su alcance suele ser limitado y su peso político bastante bajo. Encontramos algunas excepciones a esta tendencia, como el caso de Suiza, donde el proceso de evaluación se ha integrado a la Constitución, o Estados Unidos, Suecia y Reino Unido, considerados pioneros en este ámbito. En este último, por ejemplo, se publicó el pasado año un revelador estudio, encargado por la Comisión de Movilidad Social del gobierno, que mostraba que niños de alto estatus socio-económico e inteligencia moderada tienen un 35% más de posibilidades de terminar teniendo ingresos altos que sus contrapartes inteligentes pero pobres. Que el análisis se produzca en el seno de un gobierno fuerza, por lo menos, a que los legisladores deban enfrentarse a argumentos sólidos cuando debatan estos temas.
Otro ejemplo útil para entender la utilidad del análisis cuantitativo es la evaluación realizada a la reforma laboral húngara de 2005. Esta reforma comportó una modificación en el sistema que adjudica los subsidios de desempleo, pasando a otorgar una prestación más generosa durante los primeros meses para después disminuir su cuantía escalonadamente, en vez de dar un monto constante. Los economistas que estudiaron los efectos de este cambio descubrieron que, dado que este sistema incentiva la búsqueda intensa de trabajo durante los primeros meses, logra lo que parecía imposible: el estado gasta menos a la vez que los ciudadanos en paro reciben, en promedio, una mayor cantidad de dinero, y en ningún caso una suma total inferior al que habrían obtenido con el sistema antiguo. Probablemente, de no haber existido una investigación como éste, las críticas a la reforma se hubieran hecho atendiendo a los principios que inspiraron la reforma y no a sus resultados.
Es cierto que contar con información de calidad no garantiza que los encargados de tomar decisiones la escuchen. También puede ocurrir que haya discrepancias sobre cómo analizar o interpretar los datos. En cualquiera de estos casos, disponer de cifras y mediciones sigue construyendo bases sólidas sobre las que discutir y provoca que la discusión se vuelva más ordenada y constructiva, elevando el debate público.
Cabe puntualizar que nada de lo aquí expuesto implica que el análisis de datos esté destinado a substituir las ideas. Hacer política consiste en gestionar intereses a menudo enfrentados y por tanto no es una cuestión científica, sino de valores. Sin embargo esta operación sí tiene un elemento técnico. El análisis empírico sirve para diagnosticar mejor las situaciones de partida y ayudar a desvelar qué efecto tiene cada decisión, contribuyendo a delimitar lo que es ideológico de lo que es una cuestión técnica. No se trata de despolitizar ni tecnocratizar las decisiones del gobierno, sino de conseguir que una vez fijados ciertos objetivos, éstos se persigan con conocimiento del contexto y atendiendo a información fiable.
El año que hemos cerrado parece haber inaugurado la era política de la “post-verdad”, los hechos objetivos pierden peso en favor de las falsas creencias y los rumores. El desprecio por la verdad ha aupado a políticos como Donald Trump o Nigel Farage, que no dudan en inventarse datos para defender sus posturas y ofrecen soluciones mágicas para problemas muy complejos. Ante este escenario, se hace más necesario que nunca educar en el uso del análisis empírico y extender en la cultura de la evaluación en las instituciones públicas. Sólo así se podrá impulsar soluciones realistas a la vez que se aumentan los transparencia y mecanismos de rendición de cuentas.
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