Lo que no sabes que sabes porque no recuerdas que recuerdas

A tourist looks at the sun rises as small-particle haze hangs above the skyline in Paris, France, December 9, 2016 as the City of Light experienced the worst air pollution in a decade.  REUTERS/Gonzalo Fuentes - RTSVCYN

Image: REUTERS/Gonzalo Fuentes

Miguel Ángel Furones

Confiamos en nuestra memoria porque no nos queda más remedio. Por esa razón, y también porque algo nos dice que de vez en cuando nos la juega, procuramos controlarla ciñendo su campo de actuación.

Pero la memoria se extiende más allá, por mucho que eso nos perturbe. Disfrazada de intuición, de experiencia onírica, de premonición, de paramnesia del reconocimiento, constituye un universo caótico en el que resulta imposible ordenar nuestros recuerdos como si se tratara de los libros de una biblioteca.

La dificultad surge, ante todo, por la procedencia de dichos recuerdos. Porque muchos de ellos son fácilmente clasificables (tu primer beso, pongamos por caso). Pero en otros, su origen se sumerge más allá de nuestra propia memoria engarzándose con la de nuestros antepasados.

El mecanismo de memoria heredada proviene inicialmente de lo que Dawkins denominó meme (para diferenciarlo de su hipótesis sobre el gen egoísta). Según él, los memes son unidades culturales que se transmiten de unos individuos a otros de forma automática. Por ejemplo, cuando un carro con ruedas transporta leña de un pueblo a otro, no solo transporta la leña, transporta también la idea de un carro con ruedas.

Y si ese aprendizaje se expande a través de la memoria heredada, viajando hacia el pasado en dirección contraria a la de los vectores del tiempo, lo que debemos preguntarnos es hasta dónde somos capaces de retroceder.

Veamos un ejemplo bastante inquietante: son muchas las narraciones religiosas (incluida La Biblia) que mencionan que Dios se sirvió de la arcilla para crear la vida en la Tierra. Pues bien, en el libro La historia más bella del mundo de Hubert Reeves y otros tres importantes científicos, se afirma que efectivamente la vida en nuestro planeta fue posible gracias a la arcilla, porque en su presencia “las famosas bases se ensamblan espontáneamente en pequeñas cadenas de ácidos nucleicos, formas simplificadas de ADN, soportes futuros de la información genética”.

Ni la imaginación más calenturienta puede llegar a creer que nuestros recuerdos alcancen el comienzo de la vida y que a través de cuatro mil millones de años se hayan venido reinterpretando en términos de leyendas o religiones. Pero resulta que esos recuerdos podrían provenir de distancias aún mayores, es decir, del origen mismo del universo. Porque son esas ancestrales leyendas y religiones las que también coinciden al explicar dicho nacimiento. Difícilmente puede expresarse mejor el Big Bang que con la frase de “y la luz se hizo”. Y una visión similar aparece en los egipcios, en los indios, en los sumerios, en los mayas. Esa es la razón por la que en el libro antes citado sus autores se pregunten “¿tendremos con nosotros la memoria del universo?”.

La respuesta aún nos pilla muy lejos. Tan lejos que todavía ignoramos si la encontraremos en el futuro o en el pasado, así como cuántos millones de años puede llevarnos conseguirlo. Pero eso es algo que a la memoria no le preocupa. Porque ella sabe que el tiempo lineal es un invento de nuestro cerebro que no le concierne. Su reloj sólo marca la hora de la instantaneidad, lo que probablemente le permite viajar por nuestro pasado mucho más allá de lo que nosotros mismos podamos recordar.

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