La revolución tecnológica no es una estafa
Image: REUTERS/Steve Marcus
Hace pocas semanas, la revista Papel publicó un reportaje original, divulgativo y muy bien narrado en el que se argumentaba que la revolución tecnológica podía ser un engañabobos. La provocación incendió inevitablemente las redes sociales y los usuarios de Twitter escribieron sus respuestas con ceniza en los ojos y fuego en las manos. Algunos sintieron que los estaban llamando idiotas y que, peor aún, igual tenían razón. A nadie le gusta reconocer su idiocia.
Sospecho que el motivo del revuelo no sólo provenía del artículo, sino de las conclusiones que podían extraerse de él. Si la revolución tecnológica era una patraña, entonces los milenials no eran una generación de inventores y revolucionarios, sino las ingenuas víctimas de un fraude histórico. Habrían habitado hasta ahora una suerte de Matrix, su venerada película, en la que Silicon Valley existía, simplemente, como un parque de prodigios triviales destinados a mantenerlos hipnotizados, fascinados y convencidos de su importancia.
Se acostaron, en definitiva, asumiendo que eran los protagonistas del drama y se habían despertado, al día siguiente, transformados en meros espectadores. Las dudas parecían justificadas. Hasta el nombre de guerra que habían exhibido con orgullo –milenials– y sus supuestas características excepcionales no los habían inventado ellos, sino dos intelectuales y consultores empresariales de ideas ampliamente discutidas por falta de suficientes evidencias y nacidos entre 1947 y 1951.
Podían haber sido sus padres, pero un momento, ¿y si ser milenial no consistía ni más ni menos que en comportarse exactamente como esperaban sus padres en un mundo imaginado por los departamentos de marketing de las empresas?
Entonces ya no serían jóvenes rebeldes, emprendedores revolucionarios y trabajadores creativos en un universo lleno de oportunidades que se movía al compás de una tecnología que sólo ellos comprendían, gobernaban e inventaban… y tampoco los nativos digitales de un planeta privilegiado que condenaba a todos los demás miembros de la sociedad a la inmigración o el exilio.
Su verdadero rostro se parecería más al de unos hijos obedientes, consumidores caprichosos y trabajadores serviles en un contexto definido por la desigualdad, la precariedad y la falta de oportunidades, y movido por una tecnología que nadie puede dominar y que amenaza con atacarlos sobre todo a ellos (y no a sus padres, que están jubilados o a punto de hacerlo) devorando y precarizando su forma de vida mediante la robotización masiva de los puestos de trabajo. Bienvenidos al desierto de lo real…
No tan rápido, Morfeo. Para que esas conclusiones fuesen ciertas, el artículo y el libro en el que se basaba deberían haber demostrado, como mínimo, que la revolución tecnológica era, como decía el titular, una ‘gran estafa’. No lo demostraron.
Para empezar, hay que aclarar que el autor del volumen, el gran economista Robert Gordon, nunca escribió que la revolución tecnológica actual fuera una patraña, sino que, si comparamos el siglo que va desde 1870 a 1970 con las décadas posteriores en Estados Unidos, en estas últimas la productividad anual y el bienestar aumentaron muchísimo menos.
Sucedió algo parecido en otros países desarrollados y no hace falta ser un gran gurú para entenderlo: basta con pensar en las terribles carencias en salud, nutrición o comunicaciones que sufrieron nuestros abuelos en su infancia y adolescencia, y en las enormes mejoras que disfrutaron, atónitos, a lo largo de sus vidas.
Es una lección de humildad recordar que nuestras famosas revoluciones —la digitalización, la inteligencia artificial, internet, etc.— palidecen frente a las de nuestros abuelos y bisabuelos, que transformaron para siempre la nutrición, la higiene y la oscuridad gracias a los electrodomésticos, el agua corriente o la luz eléctrica.
También nos enseña a relativizar nuestras angustias comprobar que el miedo al cambio y el estrés de nuestro tiempo tienen muy poco que ver con el miedo al cambio y el estrés que nuestros predecesores sintieron cuando iban a la guerra sin saber si regresarían, cuando trataban de sobrevivir al hambre de la posguerra trabajando sin horarios o cuando constataban en los periódicos, todos los días, la posibilidad de extinción de la raza humana que traería consigo la guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Por supuesto, todo ello no demuestra que la revolución tecnológica que vivimos sea una ‘gran estafa’, sino que, en Estados Unidos y década arriba o abajo en la mayoría de los países desarrollados, el siglo que se extiende desde 1870 hasta 1970 fue más innovador y revolucionario —en productividad y bienestar— que los años que vinieron después.
Por desgracia, el genial libro de Robert Gordon va más allá de constatar esto con brillantez y pasión, y añade tres argumentos que son muchísimo más débiles y polémicos: dice que la ausencia de grandes avances tecnológicos comparables a los de las décadas anteriores es la gran culpable de que ahora no mejoremos tanto como antes nuestra productividad y nuestro bienestar; asegura que la envergadura de lo que se vivió entre 1870 y 1970 jamás se volverá a producir; y asume que las consecuencias de las nuevas tecnologías no van a ser ni remotamente equivalentes a las de los principales inventos y hallazgos de su particular siglo glorioso.
La verdad es que, a diferencia de lo que sugiere, los economistas no manejan uno, sino hasta ocho motivos por los que el crecimiento de la productividad y el bienestar ha descendido desde los años 70. El que menciona Gordon, sí, pero también el exceso de deuda pública y privada, el exceso de ahorro, el llamado ‘estancamiento secular’, la reciente trampa de la liquidez, los altos precios de la energía, el ascenso de la regulación o la pujanza del sector servicios frente al industrial. Como se ve, echar la culpa al pobre ingenio de los inventores es bastante arriesgado.
En cuanto a que la envergadura de lo que se vivió entre 1870 y 1970 jamás se volverá a producir es una apuesta que parece razonable con los ojos de hoy pero que, como todas las predicciones a largo plazo, no se sostiene en último término más que en la intuición y la imaginación de quien la expresa.
Los economistas, a pesar de su formación y prestigio, han demostrado en los últimos cien años que no están mucho mejor equipados que otros expertos a la hora de anticipar cómo será el mundo en las próximas décadas. Gordon reconoce honestamente sus limitaciones. Ni siquiera pudieron prever la crisis financiera mundial que estalló en 2007 y 2008 pocos meses antes de que ocurriera. Esto, por supuesto, no los hace peores; los hace, sencillamente, humanos.
El autor de este libro también asume que las consecuencias de las nuevas tecnologías van a ser poca cosa en comparación con las de los principales inventos y hallazgos de su siglo de oro. Eso es lo que suele ocurrir cuando se eligen los cien años más revolucionarios de la historia del mundo desarrollado y se comparan con todos los demás.
Sucede, igualmente, cuando subrayamos la comparación entre un siglo excepcional y la actualidad sin insistir, con la misma energía, en que lo que ha ocurrido desde 1970 ha sido impresionante si tomamos en consideración los últimos tres siglos o la propia historia de la humanidad.
Además, cabe preguntarse qué sentido tiene comparar un período de cien años transcurridos (1870-1970) con otro que no llega ni a cincuenta (1970-2015) o actuar como si la revolución digital, la inteligencia artificial, la nanotecnología o la biotecnología ya nos hubieran demostrado de qué con capaces.
Es bastante obvio que el big data está en su adolescencia, que internet de las cosas está en su infancia y que ambos suponen un salto de enorme magnitud en la digitalización del mundo físico. Todavía no tenemos ni idea del impacto final de la robotización masiva que ha empezado a producirse en el mercado de trabajo ni de las transformaciones que traerán la manipulación de átomos, moléculas, genes y organismos.
Es bastante obvio que el big data está en su adolescencia, que internet de las cosas está en su infancia y que ambos suponen un salto de enorme magnitud en la digitalización del mundo físico
A pesar de eso, el libro Robert Gordon es fantástico y útil por muchos motivos y, muy especialmente, porque nos enseña a ser humildes y a confiar en nuestras fuerzas para cambiar el mundo. Ninguna generación debería sufrir creyendo que sólo ella se ha enfrentado a retos fulminantes y enormes, ninguna debería asumir que es la única que va vivir peor que sus padres (hay muchos casos en los últimos cien años), ninguna debería estar convencida de que las generaciones anteriores no pueden ayudarla y comprenderla, y ninguna debería llegar a pensar que es la primera que se ha decepcionado terriblemente con la realidad social o económica que se ha encontrado en su vida adulta.
Tampoco deberíamos olvidar que hemos sido capaces de transformar una realidad mucho peor que esta mejorando sustancialmente nuestro bienestar, nuestra sociedad y las oportunidades de cientos de millones de personas. El ser humano no sólo es un animal peligroso, sino también asombroso e inconformista.
Seguro que seguiremos asombrándonos con nuestra inconformidad, nuestras ambiciones y nuestra capacidad de soñar. Nadie más puede disparar a la luna y dar en el blanco. Sólo nosotros lo hemos hecho.
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