La geopolítica también puede ofrecer respuestas ante el auge del populismo

A farmer carrying a rake walks down a dirt road past a replica of the Eiffel Tower at the Tianducheng development in Hangzhou, Zhejiang Province August 1, 2013. Tianducheng, developed by Zhejiang Guangsha Co. Ltd., started construction in 2007 and was known as a knockoff of Paris with a scaled replica of the Eiffel Tower standing at 108 metres (354 ft) and Parisian houses. Although designed to accommodate at least 10 thousand people, Tianducheng remains sparsely populated and is now considered as a "ghost town", according to local media. REUTERS/Aly Song (CHINA - Tags: SOCIETY BUSINESS REAL ESTATE AGRICULTURE TPX IMAGES OF THE DAY) - RTX127WU

Image: REUTERS/Aly Song

Kishore Mahbubani
Distinguished Fellow, Asia Research Institute, National University of Singapore
Danny Quah
Dean and Li Ka Shing Professor in Economics, Lee Kuan Yew School of Public Policy, National University of Singapore

La gran pregunta a la que se enfrentan ahora mismo los países asiáticos es qué enseñanza extraer de la victoria de Donald Trump en la elección presidencial estadounidense y del referendo por el Brexit (en el que los votantes británicos eligieron abandonar la Unión Europea). Por desgracia, la respuesta no se está buscando en el lugar correcto: el cambio geopolítico.

En vez de eso, han prevalecido las explicaciones económicas. Una dice que la globalización, a pesar de mejorar el bienestar general, también desplaza trabajadores e industrias y aumenta la disparidad de ingresos, lo que crea electorados inquietos como los que apoyaron el Brexit y a Trump. Otra asegura que han sido los avances tecnológicos, más que la globalización, los que agravaron las desigualdades económicas y generaron las condiciones de la conmoción política en los países desarrollados.

En cualquier caso, las autoridades de los países emergentes han identificado la desigualdad como un problema fundamental, y coinciden en buscar iniciativas para mejorar la movilidad social y evitar que la globalización y las nuevas tecnologías desplacen a sus clases medias y trabajadoras, y abran el camino a versiones propias de Trump y el Brexit. Para los países asiáticos, la receta política es clara: cuidar a las poblaciones desfavorecidas y ofrecer capacitación y nuevas oportunidades de empleo a los trabajadores desplazados.

Es evidente que todas las sociedades deben velar por sus miembros más pobres y maximizar la movilidad social, sin dejar de recompensar el emprendedorismo y alentar a las personas para que se esfuercen en mejorar su suerte. Pero concentrarse en esas políticas no resolverá el distanciamiento entre la gente y los gobiernos que subyace al ascenso de los populistas, porque su causa raíz no es la desigualdad, sino la sensación de pérdida de control.

Incluso si los países eliminaran las diferencias internas de ingresos y riqueza, y aseguraran la movilidad social para todos sus ciudadanos, las fuerzas que hoy impulsan el descontento popular en todo el mundo subsistirían. Pensemos en Estados Unidos, donde la explicación basada en la desigualdad pone el acento en los varones blancos de clase trabajadora con menos educación y de más edad que perdieron su trabajo. Muchos adjudican la victoria de Trump a este grupo de votantes emblemáticos, pero lo cierto es que su incidencia en el resultado de la elección fue menos de lo que se cree.

Según las encuestas a boca de urna, Trump obtuvo votos del 53% de los varones blancos con título universitario y del 52% de las mujeres blancas (sólo 43% del segundo grupo apoyó a Clinton); del 47% de los estadounidenses blancos de entre 18 y 29 años de edad, contra 43% para Clinton; y del 48% de los graduados universitarios blancos en general contra el 45% para Clinton. Estos votantes no encajan en el estereotipo en torno al cual gira la explicación económica del resultado electoral.

En tanto, más de la mitad del 36% de los estadounidenses que ganan menos de 50 000 dólares al año votó por Clinton, y del otro 64% de los votantes, 49% y 47% eligieron a Trump y a Clinton, respectivamente. Es decir, los pobres fueron más favorables a Clinton, y los ricos a Trump. Contra la explicación popular, Trump no debe su victoria a los que tienen más miedo de caerse del sistema económico.

Se dio algo similar en el referendo británico por el Brexit, en el que los partidarios de abandonar la UE culparon a sus normas supuestamente gravosas y a sus exorbitantes cuotas societarias de frenar la economía británica. Esto tiene muy poco que ver con combatir la desigualdad económica y la exclusión; y es revelador el dato de que las mayores donaciones a la campaña por el Brexit salieron de empresarios ricos.

Además, el sentimiento popular que contribuyó a la victoria del Brexit no se origina en la desigualdad de ingresos o el rechazo al “1%” más rico, sino en la rabia de votantes pobres marginados contra otros pobres marginados (en particular, los inmigrantes), no contra los ricos. La alcaldía de Londres informó que en las seis semanas posteriores al referendo, los crímenes de odio aumentaron un 64% respecto de las seis semanas previas. Es decir que si bien la igualdad de ingresos puede haber sido parte del ruido de fondo de la campaña por el Brexit, no fue lo más importante que tenían en mente los que votaron por dejar la UE.

Lo que une a los simpatizantes de Trump y del Brexit no es la rabia por ser excluidos de los beneficios de la globalización, sino una incómoda sensación generalizada de que ya no controlan sus destinos. El aumento de la desigualdad de ingresos puede contribuir a este malestar, pero también hay otros factores, lo que explica por qué la inquietud abarca a personas de todos los niveles de ingresos. Durante los severos experimentos socialistas de la posguerra en Europa del este, muchas personas sintieron una pérdida de control, lo mismo que muchos chinos durante la Revolución Cultural; y en estas sociedades la desigualdad de ingresos visible era mínima.

Paradójicamente, es posible que los simpatizantes del Brexit y de Trump perciban los efectos de la globalización porque la desigualdad general en realidad disminuyó. El efecto más grande de la globalización fue sacar a cientos de millones de personas de la pobreza en los países emergentes. En los años noventa, el PIB combinado de estos países (a tipos de cambio de mercado) apenas llegaba a la tercera parte del PIB combinado de los países del G7. En 2016, esa divergencia había casi desaparecido.

La presión inédita sobre el orden mundial no se debe al aumento de la desigualdad de ingresos dentro de cada país sino a la baja desigualdad de ingresos en el nivel internacional. Hay cada vez más diferencia entre lo que los países de Occidente pueden proveer y lo que las economías emergentes demandan. El poder del eje transatlántico que antes gobernaba el mundo se está yendo, y en los países otrora dominantes, tanto las élites políticas como los ciudadanos de a pie sienten esa pérdida de control.

Trump y el Brexit atrajeron a los votantes con la promesa de que las potencias transatlánticas pueden reafirmar su control en el contexto de un orden mundial que cambia a pasos agigantados. Pero el ascenso geopolítico de las economías emergentes, especialmente en Asia, obliga a encontrar un nuevo equilibrio para ese orden, ya que de lo contrario la inestabilidad global se mantendrá. Eliminar la divergencia de ingresos puede ayudar a los pobres, pero en los países desarrollados, no calmará sus temores.

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